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tan solo recuerde que es mi amigo y trátelo bien.

      Cuando se pronunciaron los nombres Trever, Lawrence y Appleton, los ociosos presentes creyeron percibir algo diferente. Quizá no era más que algún sonido relacionado con el entrechocar de bolas en las mesas de billar o el choque de las botellas que se hallaban en los oscuros fondos del lugar. Tan solo eso o un raro movimiento de las cortinas sucias en alguna de las también sucias ventanas. Pero algunos creyeron que alguien en la habitación había hecho rechinar los dientes y había respirado muy hondo.

      —Me alegra conocerlo, Sheehan —dijo Al Trever en un trono de voz tranquilo y cultivado—. Es la primera vez que vengo a un sitio como este, pero soy un estudioso de ciertos asuntos de la vida y no quiero perderme ninguna experiencia. Usted sabe, hay una cierta poesía en este tipo de experiencias … o quizá no lo sabe, pero es igual.

      —Joven —contestó el propietario—. Ha venido usted al lugar ideal para conocer lo que es la vida. Aquí tenemos de todo… experiencias reales y placeres. El maldito gobierno puede domesticar a la gente si esta se lo permite, pero no puede detener a una persona si lo que quiere es esto. Amigo, ¿qué es lo que desea, alcohol, coca u otra cosa? Usted no podrá pedir nada que no tengamos aquí.

      Los clientes habituales dicen que, en ese momento, se dieron cuenta de que los monótonos y regulares golpes de la fregona habían parado.

      —Quiero whisky… ¡Whisky de centeno a la vieja usanza! —exclamó Trever lleno de entusiasmo—. Le digo que estoy muy cansado del agua después de leer sobre las alegres borracheras que se experimentaban en tiempos pasados. No puedo leer las Anacreónticas sin que mi boca se haga agua… ¡y ya me está pidiendo algo más fuerte que el agua!

      —Anacreónticas… ¿y qué demonios es eso? —muchos de aquellos aduladores miraron al joven como si estuviera fuera de sí. Pero el estafador les explicó que Anacreonte era un poeta griego que había vivido muchos años atrás y que había escrito acerca de la alegría que podía sentirse cuando todo el mundo era como el Sheehan.

      —Veamos, Trever —siguió el estafador—. ¿No dijo Schultz que su madre también es un genio de la literatura?

      —Así es, maldita sea —replicó el joven Trever—. ¡Pero ella no es igual que el antiguo escritor de Tebas! Ella es una de esas personas conservadoras y moralistas que se empeña en quitarle a la vida todo su encanto. Una especie aburrida… ¿Nunca ha escuchado hablar de ella? Todo lo que escribe lo firma con su nombre de soltera: Eleanor Wing.

      En ese momento el Viejo Bugs dejó caer la fregona.

      —Bueno, aquí está lo que querías —anunció jovialmente Sheehan, entrando en la sala con una bandeja llena de botellas y vasos—. Viejo y buen centeno, tan fuerte como no lo encontrarás en todo Chicago.

      Los ojos del joven Trever brillaron y sus narices se dilataron ante los vapores que el camarero estaba sirviendo frente a él. Pero a toda su heredada delicadeza aquello le resultaba horriblemente desagradable y repugnante, solo lo sostuvo su determinación de experimentar la vida hasta el fondo y logró mantener una postura decidida. Sin embargo, antes de que pudiera poner a prueba su carácter, ocurrió lo inesperado. El Viejo Bugs, saltando desde el rincón en que había estado hasta entonces, brincó sobre el joven y le arrancó de la mano el provocador vaso, casi al mismo tiempo que atacaba la bandeja de botellas y vasos con su fregona causando que se hicieran añicos sobre el suelo, en una confusión de fluidos aromáticos, botellas y vasos rotos. Hombres, o seres que habían sido hombres, se lanzaron al suelo para lamer los charcos de licor, pero la mayoría de los presentes permaneció inmóvil, observando la inesperada reacción de aquel esclavo y despojo de bar. El Viejo Bugs se alzó erguido ante el sorprendido Trever y le dijo, con voz suave y cultivada:

      —No lo haga. Yo fui como usted en otro tiempo y di ese paso. Ahora, solo soy… esto.

      —¿Pero qué quiere decirme usted, viejo loco? —dijo Trever—. ¿Qué quiere decir que se atreve a interferir en los placeres de un caballero?

      Sheehan, recobrándose de su asombro, avanzó y puso su pesada mano sobre el hombro de aquel viejo infeliz.

      —¡Es la última vez, maldito bicho! —exclamó fuera de sí—. Cuando un caballero desea tomar un trago en este lugar, lo hace sin que nadie lo moleste. ¡Por Dios! vete ahora mismo de aquí, antes de que te expulse a patadas.

      Pero Sheehan actuó sin tener conocimiento sobre desórdenes psicológicos, ni sobre los efectos de una crisis nerviosa. El Viejo Bugs, sosteniendo firmemente su fregona, comenzó a usarla como la jabalina de un soldado griego y no tardó en abrir un buen espacio a su alrededor, pronunciando mientras lo hacía un palabrerío incoherente en medio del cual podía entenderse:

      —…los hijos de Belial, encendidos de vino e insolencia.

      La habitación se convirtió en un gran caos y los hombres gritaban, presas de espanto, ante aquel ser siniestro que había despertado. Trever parecía aturdido y, según aumentaba el tumulto, se iba arrimando hacia la pared.

      —¡Él no debe beber! ¡ Él no debe beber! —gritaba el Viejo Bugs, mientras parecía que se sumergía y emergía de sus propias frases.

      La policía, atraída por el escándalo, apareció en el lugar. Pero durante un largo rato ni se movieron ni hicieron nada. El joven Trever, completamente aterrorizado y curado para siempre de su intensión de ver la vida a través del camino del vicio, se pegó a los uniformados recién llegados. Pensó que si lograba escapar y tomar un tren que lo llevase a Appleton, podía dar por concluida su formación en materia de vicios. En ese momento, sorpresivamente, el Viejo Bugs dejó de agitar su jabalina y se quedó quieto. Se irguió muy recto, más de lo que nadie le había visto antes en aquel lugar.

      —Ave, Caesar, moriturus te saluto! —gritó, antes de caer al suelo empapado en whisky. Y ya no se levantó nunca más.

      Lo que sucedió después es algo que el joven Trever no olvidará jamás. La imagen es algo borrosa pero indeleble. Los policías se abrieron paso entre la gente, preguntando a todos con insistencia qué había sucedido y qué sabían del cadáver en el suelo. Particularmente, interrogaron a Sheehan, sin conseguir ninguna información valiosa acerca del Viejo Bugs. Entonces, el estafador recordó la foto y sugirió que podían verla y buscar en los archivos de la comisaría. Uno de los agente se inclinó con resistencia sobre aquel espantoso ser de ojos vidriosos, encontró en un bolsillo la fotografía envuelta en tela encerada y se la pasó a los otros.

      —¡Menuda joven! —exclamó un borracho lascivamente cuando observó el hermoso rostro de la foto, pero quienes estaban sobrios contemplaron con respeto las facciones delicadas y espirituales de aquella mujer. Nadie parecía capaz de explicarse aquello y todos se preguntaban cómo ese despojo humano consumido por las drogas podía tener esa foto en su poder. Todos menos el estafador, que siempre había buscado algo más bajo la triste degradación del viejo Bugs.

      Le pasaron la foto a Trever e, inmediatamente, en el joven se produjo un cambio. Tras la primera impresión, volvió a envolver la foto como si quisiera protegerla de la sordidez y horror de aquel lugar. Observó larga e inquisitivamente al hombre caído dándose cuenta de su gran tamaño, así como de las facciones aristocráticas que parecían surgir ahora que la desdichada llama de su vida se había apagado.

      Cuando le preguntaron cómo era que conocía a la persona del retrato, respondió que no era así.

      —Es una foto muy vieja —añadió—, no pueden esperar que la reconozca.

      Pero Alfred Trever no decía la verdad. Muchos lo pusieron en duda cuando él se ofreció a encargarse del cuerpo y de su entierro en Appleton. Y es que, sobre un estante de la biblioteca de su casa, había una reproducción exacta de aquella foto y él toda su vida había conocido y amado a la mujer de la imagen.

      Aquel noble y delicado rostro era el de su propia madre.

       Old Bugs: escrito en 1919 y publicado de manera póstuma en 1959.

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