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en mayo del año 1738 y no lo había conocido hasta entonces. Pope apenas había terminado el epílogo a su Sátiros (el texto comenzaba: “No aparecen dos así en el mismo año”) y se preparaba para su publicación. El mismo día de su aparición, fue publicada también una sátira copiando el estilo de Juvenal, titulada Londres y obra del —para entonces— desconocido Johnson. Tuvo tanto impacto que muchas personas de talento comentaron que era obra de un poeta aún más grande que Pope. Sin embargo, pese a que algunos críticos han mencionado que Pope se sintió envidioso, este no restringió los elogios para su nuevo rival, y enterándose por Richardson quién era ese nuevo rival, me comentó, “este Johnson pronto será deterré”.

      Hasta 1763 no tuve contacto personal con el doctor, hasta que me lo presentó en el Mitre, James Boswell, un joven escocés de buena familia y muy educado, pero de poco genio y cuyas inclinaciones métricas yo había revisado algunas veces.

      La primera vez que vi al doctor Johnson era un hombre gordo y de baja estatura, muy mal vestido y de apariencia desaseada. Recuerdo que usaba un pelucón enredado, suelto y sin empolvar que le quedaba pequeño para su cabeza. Su ropa era de un color pardo herrumbroso, muy deteriorada y le faltaba más de un botón. Su rostro, demasiado gordo para ser admirable, estaba marcado por las consecuencias de un desorden glandular y, además, su cabeza se movía continuamente presa de un tipo de convulsión. Sin embargo, yo ya estaba al tanto de todo eso de boca del propio Pope que se había cuidado de investigarlo.

      Como yo tenía setenta y tres años, diecinueve más que el doctor (y digo doctor aunque tal reconocimiento no le llegó sino dos años más tarde), yo esperaba, por supuesto, alguna atención a mis años y no le tenía tanto miedo como otras personas. Cuando le pregunté qué opinaba de mi comentario positivo sobre su diccionario en el Londoner, mi periódico, me respondió:

      —Señor mío, no recuerdo haber leído su periódico y no tengo ningún interés en los veredictos de esa parte menos rígida de la humanidad.

      Más que molesto por lo poco cortés de ese personaje, cuya fama me había hecho considerar su aprobación, me arriesgué a responderle y le comenté que me sorprendía que un hombre sensible pudiera hablar sobre la rigidez de alguien, a quien él mismo reconocía no haber leído nunca.

      —Eso se debe, señor —repuso Johnson— a que no necesito estar en contacto con las notas de un hombre para medir lo superficial de sus opiniones, si el mismo lo señala con su apetito por mencionar su propia producción en la primera pregunta que me hace.

      Después de convertirnos en amigos, hablamos de muchos temas. Cuando, para halagarlo, le dije que no estaba de acuerdo sobre la legitimidad de los poemas de Ossian, Johnson me replicó:

      —Señor, eso no le da gran mérito, ya que toda la ciudad está enterada y no es un gran descubrimiento para un crítico de Grub-Street. ¡Igual podría haber sospechado que Milton era el escritor de El paraíso perdido!

      A partir de ese momento, vi a Johnson con frecuencia, sobre todo en reuniones del club literario que él mismo había formado el año anterior en compañía de Burke; el político parlamentario Beauclerk; un caballero de posición, Langton; un hombre devoto y capitán militar, sir J. Reynolds; el célebre pintor doctor Goldsmith; el escritor y poeta Nugent, suegro de Burke; sir John Hawkins; Anthony Chamier y yo.

      Por lo general, nos reuníamos una vez por semana a las siete en punto de la noche, en el Turk’s Head de Gerrand Street, Soho, hasta que el local fue vendido y transformado en residencias privadas, entonces fuimos estableciendo recintos, sucesivamente, en el Prince’s de Sackville Street, Le Tellier’s de Dover Street y en Parsloe y The Tatched House de St. Jame’s Street. En aquellas reuniones manteníamos un alto grado de amabilidad y tranquilidad, que se diferencian favorablemente de algunas contrariedades y discusiones que se notan hoy en día en las asociaciones literarias y de aficionados. Esa tranquilidad es aún más notable puesto que aquellos caballeros sostenían puntos de vista muy diferentes. El doctor Johnson y yo, entre otros, éramos conservadores, mientras que Burke era liberal y se oponía a la guerra con Estados Unidos, y muchos de sus argumentos en ese sentido habían gozado de extensa difusión. El menos amable de los miembros era uno de sus fundadores, sir John Hawkins, que luego escribiría muchas mentiras sobre nuestra sociedad. Sir John, un excéntrico, una vez se negó a pagar su parte proporcional de la cena, diciendo que en su casa no se acostumbraba a cenar. Luego insultó en una forma imperdonable a Burke, lo que generó que los demás le manifestáramos nuestro desacuerdo, y después de ese incidente nunca regresó a nuestras reuniones. A pesar de ello, nunca rompió con el doctor y fue el custodio de su testamento, aunque Boswell y otros tenían motivos para desconfiar de la sinceridad de su afecto. Otros miembros posteriores del club fueron David Garrick, actor y amigo de la niñez del doctor Johnson; Tho. y Jos. Warton; Adam Smith; el doctor Percy, autor de Reliques; el historiador Edward Gibbon; Bumey, el músico; Malone, el crítico y Boswell. Garrick logró formar parte con gran dificultad, ya que el doctor, pese a la gran amistad que mantenían, sentía un gran rechazo hacia la farándula y todo lo relacionado con ella. De hecho, Johnson tenía el particular hábito de darle apoyo a Davy cuando los demás estaban en su contra y de refutarlo cuando los demás lo apoyaban. No pongo en duda de que apreciaba sinceramente a Garrick, ya que nunca habló de él de la misma forma en que lo hizo con Foote, que era un personaje de lo más grosero a pesar de su genio cómico. Gibbon no gozaba de mucha popularidad ya que poseía una terrible risa sarcástica que vejaba a todos quienes tanto admirábamos su trabajo histórico. Goldsmith, un hombrecillo siempre atento a su apariencia y poco pretensioso al hablar, era mi favorito, ya que yo era igualmente incapaz de resaltar con mi retórica. Sentía cierta envidia hacia el doctor Johnson, aunque no por ello lo apreciaba y respetaba menos. Recuerdo que una vez un extranjero, alemán me parece, se sentó con nosotros y mientras Goldsmith conversaba, se dio cuenta de que el doctor se disponía a decir algo. Viendo a Goldsmith como un simple charlatán, al compararlo con el gran hombre, el extranjero lo interrumpió y cerró aquel agresivo acto al gritar:

      —¡Silencio, el doctor Shonson va a hablar!

      En compañía tan notable, se me aceptaba por mis años más que por mi creatividad o saber, ya que no era rival para ninguno de ellos. Mi admiración por el famoso Monsieur Voltaire causó la censura del doctor que era profundamente ortodoxo y solía decir del filósofo francés: “Vir est acerrimi ingenii et paucarum literarum”.

      Boswell, un tipo presumido al que había conocido cierto tiempo atrás, solía reírse a costa de mis tímidos modales, así como de mis viejos trajes y peluca. Estando alguna vez abrazado por el vino (al que era demasiado aficionado), trató de censurarme mediante una composición en verso escrita sobre la superficie de la mesa, pero fracasó en la inspiración de su escrito y cometió un espantoso error gramatical. Yo mismo le dije, mejor que no hiciera publicidad a la última fuente de su poesía. En otra oportunidad, Bozzy (que era como solíamos llamarlo) me reprochó la dureza que yo manifestaba hacia los nuevos escritores en los artículos que escribía para The Monthly Review. Según él, yo arrojaba a patadas a cualquiera que se aproximase a las laderas del Parnaso.

      —Señor —repliqué—, usted está equivocado. Aquellos que pierden su motivación lo hacen por su propia falta de fuerza. Al desear esconder su debilidad, acusan por su falta de éxito al primer crítico que los menciona.

      Y me alegra recordar cómo el doctor Johnson me dio su apoyo en ese asunto. No había nadie que se inquietase más que el doctor Johnson a la hora de revisar los textos ajenos. De hecho, se menciona que en el libro del pobre viejo y ciego Williams solo hay un par de párrafos que no son obra del doctor. Alguna vez me recitó ciertos versos que un criado del duque de Leeds había escrito, que le habían divertido y que había aceptado por amabilidad. Relataban la boda del duque y recordaban tanto, por su calidad, al trabajo de otros y más recientes jóvenes poetas, que no puedo menos que transcribirlos:

      Cuando el duque de Leeds se casó

      con una joven dama de alta posición,

      cuán feliz esa damisela fue en compañía

      de su gracia el duque de Leeds.

      Le pregunté al doctor si en algún momento había tratado de hacer algo con

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