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desposó

      con una virtuosa bella de rancio abolengo,

      cuán pudo regocijarse la doncella con verdadero orgullo

      ¡de conseguir un esposo tan noble a su lado!

      Cuando se la enseñé al doctor Johnson, este me dijo:

      —Caballero, ha logrado que dé de sí, pero no logró poner ni ingenio ni poesía en esos versos...

      Nada me agradaría más que seguir narrándoles mis experiencias con el doctor Johnson y su círculo de escritores, pero soy un anciano y me agoto con facilidad. Suelo desvariar sin mucha lógica o continuidad cuando trato de perpetuar el pasado y temo ser capaz de arrojar poca luz sobre hechos que otros no hayan discutido ya. Si esta memoria goza de aceptación, quizá en otra ocasión, ponga por escrito otras narraciones de épocas en las cuales soy el único superviviente. Recuerdo muchas cosas de Sam Johnson y su club, y fui miembro de este último mucho tiempo después de la muerte del doctor al que lloro afectuosamente. Recuerdo cómo el caballero, General John Gurgoyne, cuyas obras dramáticas y poéticas fueron impresas después de su muerte, fue rechazado por tres votos en la guerra de Independencia Americana, seguramente debido a su terrible derrota en Saratoga. ¡Pobre John! Mejor le fue a su hijo, creo que consiguió el título de baronet. Pero ahora estoy muy agotado. Soy viejo, muy viejo, y es hora de mi siesta de la tarde.

       A Reminiscence of Dr. Samuel Johnson: escrito en 1917 y publicado ese mismo año.

      El brillo de la Estrella Polar entra por el ventanal norte de mi habitación. Allí resplandece durante todas las horribles horas de oscuridad. Y durante el otoño, cuando las corrientes del norte susurran y blasfeman, y los árboles de la ciénaga, con las hojas coloradas, murmuran cosas en las primeras horas de la mañana bajo la luna cornuda y menguante, me siento junto al ventanal y observo esa estrella. En lo alto vibra resplandeciente Casiopea, minuto a minuto, mientras la Osa Mayor se eleva con pesadez detrás de esos árboles bañados de vapor que las corrientes de la noche tambalea. Antes de nacer el día, Arturo centellea rojizo por encima del camposanto de la loma, y la Cabellera de Berenice brilla fantasmal allá, en el misterioso oriente; pero la Estrella Polar sigue observando con sospecha, fija en el mismo lugar de la oscura bóveda celeste, parpadeando terriblemente como un ojo desquiciado y vigilante que lucha por emitir algún mensaje extraño, aunque no evoca nada, salvo que un día tuvo un mensaje que emitir. Sin embargo, cuando el cielo se encapota, consigo dormir finalmente.

      Nunca podré olvidar la noche de la aurora gigante, cuando jugaban sobre la ciénaga los brillos terribles de la luz del demonio. Después de los brillos llegaron las nubes, y finalmente el sueño.

      Y bajo una luna cornuda y menguante, observé la ciudad por primera vez. Descansaba, soñolienta y callada, sobre una altiplanicie que se extendía en una depresión entre montañas extrañas. Sus muros eran de mármol horripilante, al igual que sus columnas, torres, pavimentos y cúpulas. En las calles había columnas de mármol en cuya parte superior se erguían imágenes esculpidas de hombres barbudos y solemnes. El aire era tranquilo y tibio. Y en lo alto, apenas a diez grados sobre el cénit, resplandecía atenta esa Estrella Polar. Por largo rato estuve contemplando la ciudad sin que el día llegase. Cuando el rojizo Aldebarán, que resplandecía a baja altura sin descansar, llevaba recorrido un trozo de su camino por el horizonte, vi movimiento y luz en las calles y las casas. Formas vestidas de manera extraña, al tiempo que nobles y familiares, caminaban bajo la luna cornuda y menguante; los hombres conversaban inteligentemente en una lengua que yo comprendía, si bien era diferente de la que conocía. Y cuando el rojizo Aldebarán hubo transitado más de la mitad de su camino, volvió la oscuridad y el silencio.

      Al despertar ya no era el mismo de antes. Había quedado grabada en mi mente la imagen de la ciudad, y en mi alma había despertado una memoria nublada, de cuya naturaleza no estaba seguro en ese momento. Después, en las noches de cielo nublado en que finalmente podía dormir, vi la ciudad con frecuencia; a veces bajo los dorados y cálidos rayos de un sol que nunca descansaba y giraba alrededor del horizonte. Y en las noches iluminadas, la Estrella Polar miraba de lado como no lo había hecho antes.

      Poco a poco, empecé a preguntarme cuál podía ser mi papel en aquella ciudad de la extraña altiplanicie entre extrañas montañas. Contento al principio de observar el paisaje como una presencia etérea que todo lo contemplaba, deseé después delimitar mi relación con ella, y hablar con los hombres solemnes que a diario conversaban en las plazas. Me dije a mí mismo: “Esto no es un sueño; pues, ¿a través de qué manera puedo comprobar que es más real esa otra realidad de las casas de ladrillo y piedra, al sur de la siniestra ciénaga y del camposanto de la loma, donde cada noche la Estrella Polar me mira fugaz a través de mi ventana?”.

      Una noche, al tiempo que escuchaba las palabras en la enorme plaza de numerosas estatuas, sentí un cambio, y me percaté de que al fin tenía forma corpórea. Pero no era un forastero en las calles de Olathoe, la ciudad de la altiplanicie de Sarkia, situada entre las montañas Noton y Kadiphonek. Era mi amigo Alos quien hablaba, y su monólogo era grato a mi espíritu, ya que era el monólogo del hombre patriota y sincero. Esa noche me enteré de la caída de Daikos y de la acometida de los inutos, demonios enjutos, amarillos y espantosos que hace cinco años habían llegado del occidente desconocido para aterrorizar las fronteras de nuestro reino y atacar muchas de nuestras ciudades. Una vez tomadas las plazas fortificadas al pie de las montañas, su camino quedaba ahora liberado hacia la altiplanicie, a menos que cada ciudadano resistiese con el ímpetu de diez hombres. Pues las criaturas regordetas eran temibles en el arte de la guerra, y no conocían conciencia alguna de honor que impedía a nuestros altos hombres de ojos grises, moradores de Lomar, emprender una conquista desalmada.

      Mi amigo Alos comandaba todas las fuerzas de la altiplanicie, y en él descansaba la última esperanza de nuestra nación. En este instante, mencionaba los peligros que había que enfrentar, y pedía a los hombres de Olathoe, los más bravos de los lomarianos, a continuar la tradición de sus predecesores, quienes al verse obligados a dejar Zobna y moverse hacia el sur ante el avance de los hielos (incluso nuestros descendientes tendrán que dejar un día las tierras de Lomar), sometieron victoriosa y gallardamente a los gnophkehs, caníbales peludos y de largos brazos que se negaban a su paso. Alos me había rechazado como combatiente, ya que era debilucho y propenso a misteriosos desmayos cuando me sometía al esfuerzo y a la fatiga. Pero mis ojos eran los mejores de la ciudad, a pesar de las interminables horas que yo dedicaba todos los días al estudio de los manuscritos Pnakóticos y del saber de los Padres Zbanarianos; de manera que mi amigo, no queriendo condenarme al olvido, me concedió un deber muy importante: me envió al faro de Thapnen para desde allí hacer de ojos de nuestro ejército. En caso de que los inutos intentasen invadir la ciudadela por el angosto paso que hay detrás de la montaña Noth, y sorprender por allí a la tropa, yo debía encender la señal de fuego que advertía a los soldados que esperaban, y salvar la ciudad de su destrucción inminente.

      Subí solo a la torre, ya que los hombres capaces eran todos requeridos abajo en las cañadas. Tenía la mente dolorosamente entumecida por el cansancio y la excitación, ya que no había descansado desde hacía muchos días; pero mi resolución era férrea, pues amaba mi tierra natal de Lomar, y la ciudad de mármol de Olathoe, situada entre las montañas Noton y Kadiphonek.

      Pero cuando me encontraba en la habitación más alta de la torre, observé la luna siniestra, roja, cornuda y menguante, vibrando entre los vapores que volaban sobre el distante valle de Banof. Y a través de su hendidura de la bóveda brilló la pálida Estrella Polar, titilando como si tuviera vida, y observando fugazmente como un demonio de tentación. Creo que su alma me murmuró consejos malvados, hundiéndome en un cansancio traidor con una condenable y rítmica promesa que repetía una y otra vez:

      “Duerme, centinela, hasta que los planetas

      Giren veintiséis mil años

      Y yo regrese

      Al lugar donde ahora ardo.

      Después, otras estrellas surgirán

      En el eje de los cielos

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