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de lo que los intercambios y préstamos podían implicar. Historia y teoría social puede, así, leerse como una reflexión sobre los cambios epistemológicos de finales del siglo XX que más han afectado a la historia y, al mismo tiempo, como expresión de las posiciones respecto a ellos asumidas por el autor.

      Después de trazar una rápida trayectoria de las disciplinas tratadas en este libro, atendiendo de forma particular a los puntos de convergencia y divergencia entre ellas, el autor pasaba a discutir los modelos y métodos principales que los historiadores tomaban prestados de las ciencias sociales. Al hacerlo, mostraba su aprecio por el método comparativo y manifestaba su fidelidad a la cuantificación y los métodos seriales, aun reconociendo que el empuje de estos últimos había disminuido de forma considerable en fechas recientes. A diferencia de otros historiadores culturales, Burke no parecía convencido de las virtudes del enfoque micro, «el microscopio social», como lo denomina. Si bien reconocía la importancia y originalidad de los trabajos en esta línea de Carlo Ginzburg, Natalie Z. Davis y Giovanni Levi, advertía también del peligro de circularidad en la utilización no problematizada del método (llegar a conclusiones ya conocidas) y del riesgo de que la reducción de enfoque fuera en detrimento del estudio de las tendencias de larga duración y de las relaciones entre las dimensiones micro y macrohistóricas. En trabajos posteriores, no dejaría de reafirmar la necesidad de combinar ambos enfoques y la exigencia de prestar atención a la larga duración en los temas que lo exigían.

      El historiador británico mostraba una cautela similar al discutir en un extenso capítulo los conceptos que los historiadores suelen tomar de otras disciplinas, siendo más o menos conscientes de su procedencia y problemas que pueden plantear. A los que había comentado en la primera versión del libro (clase, movilidad, familia, parentesco), se unían otros de interés más reciente como sexo y género, comunidad e identidad, consumo ostentoso y capital simbólico. Cada concepto (o par de conceptos) era discutido a partir de los autores que los habían acuñado o elaborado, para después comentar los principales problemas que suscitaban y las posibles vías para resolverlos. En la mayoría de los casos, se trataba de nociones que le habían interesado personalmente por su relevancia para las investigaciones realizadas o que tenía en marcha. Ése es el caso también de centro y periferia, comunicación y recepción, oralidad y textualidad, mentalidad e ideología, y eso explica que en sucesivas ediciones añadiera nuevos pares, como sociedad civil y esfera pública, poscolonialismo e hibridismo cultural. La discusión de esos conceptos ayuda a entender mejor las preocupaciones y los objetivos específicos de sus trabajos empíricos en las distintas etapas, lo que refuerza la importancia de este libro para el estudio tanto de sus escritos como de las posiciones teóricas tomadas en cada etapa.

      Otro apartado, especialmente rico también para apreciar las posiciones de Burke es el dedicado a las teorías generales que podían plantear más problemas debido a su intensa carga filosófica y, en consecuencia, a su facilidad para arrastrar más lejos de lo que en principio se esperaba. Así, comenzaba tratando el funcionalismo y el estructuralismo, dominantes en la sociología y la antropología hasta los años sesenta y con mucho empuje desde entonces en la historiografía. El funcionalismo –decía– había resultado atractivo por oponerse a las explicaciones basadas en las intenciones del individuo para centrarse en el papel de las instituciones; pero, por eso mismo, tendía a descuidar la actividad de los agentes sociales y a subrayar el equilibrio social frente al conflicto, sin contar con el problema de ofrecer explicaciones demasiado genéricas y de difícil verificación. Un desinterés similar respecto a las acciones individuales era propio también del estructuralismo, ya fuera de corte marxista o ligado a la lingüística y la antropología. Esta teoría tenía, sin embargo, especial interés para Burke, entre otras cosas por la influencia en su estudio sobre cultura popular del sistema de análisis binario de signos de Claude Lévi-Strauss y de los análisis de la morfología de los cuentos de Vladímir Propp. El historiador admitía la utilidad de algunos aspectos de esta teoría, pero advertía también del problema que suponía su falta de interés por explicar las variaciones y los cambios desde una perspectiva histórica. No sorprende, pues, que le pareciera sugerente el énfasis renovado que el posestructuralismo ponía en las acciones de los individuos y su insistencia en los cambios producidos durante la transmisión y la recepción de los objetos culturales.

      Bajo la rúbrica de «cultura», el autor consideraba las corrientes que en los últimos tiempos habían reaccionado de forma radical frente al determinismo funcionalista y marxista, el uso de métodos cuantitativos y la idea misma de «ciencia social». De ese modo, pasaba revista a aproximaciones antropológicas recientes a la cultura en términos de sistema de significados, en particular la muy influyente interpretación de Geertz, y a posiciones inspiradas en los filósofos Michel Foucault, Louis Althusser y el psiquiatra Jacques Lacan, que destacaban el papel activo del lenguaje y las representaciones o el imaginario. La consideración de que todo, incluidas las estructuras sociales, no era más que construcciones culturales había supuesto un vuelco en los planteamientos de las relaciones entre sociedad y cultura, y el rechazo del viejo modelo que veía en ésta el reflejo de aquella, sustituido ahora por otro que incidía en el papel activo de la cultura y en el carácter de construcción de conceptos como clase y género. Como hemos visto, Burke no fue ajeno a la seducción de ese giro, pero no por ello dejó de mostrarse cauteloso respecto al peligro de llevar a extremo las posiciones construccionistas. Buscando una posición intermedia, subrayaba los límites de la capacidad creativa de la cultura en cada sociedad. También se mantenía en un punto de equilibro, al encarar la dimensión del debate que afectaba directamente al estatus epistemológico de la historia. En respuesta a la provocadora obra del norteamericano Hayden White para quien la escritura histórica era un género literario más y los historiadores se equiparaban con narradores de ficción, el historiador inglés asumía la importancia de la retórica en la historiografía pero también advertía de la exigencia de seguir las reglas de verificación propias de la disciplina. Frente a la negación de la posibilidad de establecer un conocimiento científico del pasado, Burke defendía la historia como una forma de narración en la que las afirmaciones debían ser respaldadas con testimonios fiables[27].

      La búsqueda de posiciones conciliadoras dentro de los límites marcados por la disciplina es también notable en las discusiones del capítulo final, dedicado a las teorías de cambio social, un terreno en el que la historia podía realizar aportaciones originales. Partiendo de los modelos clásicos de Herbert Spencer y Karl Marx, planteaba la posibilidad de una tercera vía que combinaría el evolucionismo y el cambio basado en el conflicto social, superando a la vez una visión reduccionista del pasado preindustrial. Como había hecho en el libro sobre la Escuela de Annales, Burke se limitaba a concluir apuntando hacia las teorías de varios autores (Braudel, Le Roy, Wachtel y Sahlins, pero también Elias, Foucault). A principios de los años noventa no consiguió aún articular una propuesta teórica de cambio desde la historia, algo sobre lo que no dejó de trabajar en los años siguientes, como demostraría la reelaboración de este capítulo para la edición más reciente de Historia y teoría social (2005) y como tendremos ocasión de observar tras haber comentado las principales publicaciones de nuestro autor en esta década.

      La primera, en orden de aparición, fue La fabricación de Luis XIV (1992), un libro excepcional en la producción de un historiador por lo general poco interesado en los temas de alta política. En realidad, la obra tenía objetivos más amplios. Por un lado, estaba centrado en una cuestión de cultura política, la exploración de las relaciones entre arte y poder, un terreno trabajado por el estudioso del arte Roy Strong y que el propio Burke había comenzado a tratar en el ensayo sobre los rituales de los pontífices, incluido en Historical Anthropology. La construcción simbólica de la autoridad real atraía la atención de los antropólogos e historiadores de finales de los años ochenta y principios de los noventa, y el importante libro de Geertz sobre la teatralización del Estado en el Bali del siglo XIX había comenzado a estimular un replanteamiento del modelo de relación entre pompa y poder en términos no instrumentales. Con su estudio de conjunto de la producción, circulación y recepción de las obras de arte, música y literatura realizadas a mayor gloria de Luis XIV y de los valores políticos y sociales que el soberano representaba, el historiador británico entroncaba también con la noción de «representación colectiva». Como para corregir la ausencia

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