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trabajo de Febvre sobre la religión de Rabelais, no sólo está muy presente en la reconstrucción de las concepciones del mundo renacentistas, atentas a las creencias, sentimientos y conocimientos existentes, sino que además impregna uno de los principales fundamentos del libro: la idea de que la tradición (el entorno, la estructura) limita a la vez que posibilita la innovación[6]. No sorprende que en la introducción de la segunda edición del libro, el propio autor insistiera en la importancia de Annales en la que denomina interpretación de vía media entre la historia cultural clásica y la historia social del arte[7].

      Continuación y complemento del libro anterior fue, en cierto modo, Venecia y Ámsterdam: un estudio sobre las élites del siglo XVII (1974). La obra resultó de una apuesta firme por la historia social comparativa, en la que el autor pasaba del estudio de las elites creativas italianas a las elites políticas de dos importantes ciudades europeas entre 1580 y 1720. Siguiendo la propuesta metodológica de Bloch, se trataba de comparar sociedades similares, en este caso coincidentes en su economía predominantemente comercial y en su sistema de gobierno republicano. De nuevo, el historiador británico recurría a la biografía colectiva o prosopografía, en este caso de unos seiscientos personajes que ocupaban puestos en el senado veneciano y en el ayuntamiento de Ámsterdam. Este material, en buena medida archivístico, le permitió atender a sus papeles políticos, sus bases económicas, sus formas de reproducción social y su cultura, entendida ésta en términos de estilo de vida, actitudes, valores, educación y aficiones literarias y artísticas. El peso sustancial que tiene la cultura en la obra lleva a caracterizar este trabajo como una aproximación cultural a la historia social, a diferencia del libro anterior, que era una historia social de la cultura. Ambos coincidían, sin embargo, en la pretensión de valorar los elementos que favorecían o frenaban el cambio, en este caso las transformaciones sociales, planteadas en términos cercanos a los utilizados en el estudio de las elites culturales italianas. Se trataba aquí de analizar si en el siglo XVII las elites comerciales de Venecia y Ámsterdam siguieron arriesgando como «empresarios» o bien se convirtieron en «rentistas».

      Como estudioso de las elites, Burke sigue las interpretaciones y categorías de los especialistas en el tema, en particular la teoría sobre la circulación de las elites del sociólogo Vilfredo Pareto, corregida por teóricos actuales como C. Wright Mills y R. A. Dahl. El novedoso tema resultaba además especialmente adecuado para intervenir en algunos debates importantes en la historia social del momento, tales como la Crisis del siglo XVII y el proceso de refeudalización. Considerando la selección de artículos de historia económica y social, publicados en la revista Annales por destacados historiadores de esa escuela y también marxistas, que el historiador británico acababa de editar, no sorprende que en Venecia y Ámsterdam dialogara con Carlo Cipolla (sobre la Revolución de los precios) y con Pierre Chaunu, Eric Hobsbawm y Fernand Braudel, sobre la crisis. Este último le proporcionó además la noción de cambio «inconsciente», es decir, el cambio no intencionado o basado en un cálculo de consecuencias, que pasó a formar parte del bagaje teórico característico del historiador cultural. En este sentido, el libro que comentamos resultó tremendamente rico, pues, a pesar de sus limitadas pretensiones teóricas, está salpicado de nociones procedentes de la antropología y la psicología social que acabaron ocupando un lugar de peso en su trabajo posterior. Así, encontramos referencias ocasionales a Max Gluckman, para discutir el conflicto y la cohesión social, a Erik Erikson, para una comparación lejana de los valores holandeses de frugalidad y limpieza con los de los iroqueses, y, sobre todo, a Erving Goffman, inspirador de unas páginas memorables sobre el vestido y los gestos de los patricios venecianos en términos de «fachada» o presentación social del yo, que constituyen un espléndido preludio de exploraciones futuras sobre el consumo ostentoso y el retrato.

      El empleo de teorías procedentes de otras disciplinas, la inspiración de Annales y los intereses dominantes en la historia social británica estuvieron muy presentes también en La cultura popular en la Europa moderna (1978), el libro más importante publicado por Burke hasta el momento. En este nuevo trabajo el autor pretendía ampliar su aproximación a la cultura y la sociedad, yendo más allá del estudio de las grandes obras artísticas y literarias y de los grupos sociales dominantes para atender también a los valores y las producciones culturales de la gente corriente, los artesanos y campesinos, que constituían la gran mayoría de la población europea en la Edad Moderna. En El Renacimiento italiano había llamado ya la atención sobre la necesidad de conocer mejor determinados aspectos de la cultura popular, como la religión, la danza y la literatura oral, con objeto de tener una noción más completa y heterogénea de las concepciones del mundo existentes en la época. Evidentemente, el referente de los historiadores culturales clásicos (Jacob Burckhardt y Johan Huizinga), que constituyeron el punto de arranque de aquel libro, no era ya apto para éste, sustentado desde la primera página en una definición de cultura tomada de la antropología y, en consecuencia, mucho más amplia que la de aquéllos.

      Al incidir en las actitudes y los valores de las clases populares, y en su expresión y encarnación en formas simbólicas que incluían cuentos, canciones y rituales de diverso tipo, Burke se situaba de lleno en el ámbito de preocupaciones de los historiadores sociales británicos, que desde posiciones más o menos cercanas al marxismo, se esforzaban en la elaboración de una historia más democrática, o lo que pronto se conocería con el nombre de «historia desde abajo». No es extraño que en La cultura popular, mucho más que en los libros anteriores, el autor estableciera un diálogo fructífero con estudiosos punteros en la historia de los movimientos sociales como Christopher Hill, Eric Hobsbawm, George Rudé y también E. P. Thompson, cuyos estudios sobre el charivari y otros temas relacionados con la moral de la multitud resultaban particularmente cercanos a este trabajo. Los escritos y personalidad de este último historiador, que trabajaba en buena medida al margen del mundo académico oficial, constituían en esos años un estímulo central para los historiadores más jóvenes del History Workshop, grupo del que Burke formaba parte, si bien él, en contraste con otros integrantes, prefería no utilizar la historia como arma de lucha política. Con el tiempo las diferencias con Thompson quedaron fijadas: básicamente, nuestro autor era más tajante en el rechazo de un modelo teórico que subordinaba la superestructura cultural a la base económica, mientras que Thompson reprochaba a los estudiosos de la cultura popular que pusieran excesivo énfasis en los aspectos simbólicos, desatendiendo la «morada material» en la que se inscribía[8]. De hecho, Burke mostraba más proximidad con otro influyente intelectual británico, el marxista Raymond Williams. Su libro más famoso había inspirado el título original de El Renacimiento italiano (Culture and society in Renaissance Italy) y Burke reconocía ahora expresamente su deuda intelectual con este estudioso de la literatura y los medios de comunicación de masas[9].

      En todo caso, los interlocutores de La cultura popular en la Europa moderna eran muy numerosos y no debemos olvidar que para Burke el más importante fue Braudel. Esto puede resultar chocante para quien pretenda medir su impacto recorriendo las notas a pie de página y la bibliografía citada. La influencia del historiador francés difícilmente podía depender de intereses temáticos comunes y tampoco se limitó a la aportación de unos cuantos conceptos. En realidad fue de carácter mucho más amplio y general. Para empezar, estimuló que una investigación inicialmente concebida para un contexto regional (Italia, de nuevo) se ampliara hasta abarcar todo el continente europeo (Rusia incluida) y la época moderna completa, desde el siglo XV al XVIII (de hecho hasta el XIX, si consideramos que el libro empieza y acaba con «el descubrimiento del pueblo» en el Romanticismo). A este ir más allá de las fronteras previstas y al enfoque de la larga duración, se unió una organización de algún modo reminiscente de la que seguían entonces las tesis dirigidas por Braudel: después de una amplia primera parte destinada a discutir términos, fuentes y metodología (esta parte tal vez más de estilo tradicional británico), el grueso de la obra se dividía en una sección dedicada a las estructuras de la cultura popular y otra a los cambios a lo largo del tiempo. Esta última parte, dedicada a las transformaciones de la cultura popular, motivadas tanto por las pretensiones reformadoras de las elites como por la influencia de cambios producidos en otros ámbitos, como la expansión del comercio y la politización

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