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de los derechos sociales entrañaba un peligro de muerte en no pocos países del subcontinente. A fines del siglo XX tanto los datos económicos como las expectativas para el futuro eran sombríos. La región parecía condenada al eterno subdesarrollo debido a las deudas, la inflación, la creciente violencia y criminalidad, y se le consideraba el continente con la distribución de ingresos menos equitativa. A través de todo el territorio los regímenes políticos y partidos tradicionales perdieron la poca legitimidad que les quedaba. Se hicieron obsoletos ellos mismos.

      El retorno a las elecciones libres y los procesos democráticos creó, al mismo tiempo, espacios de maniobra políticos para movimientos sociales y partidos de oposición. Se empezó a ventilar el descontento que había sido asfixiado durante las décadas de autoritarismo. Apoyadas muchas veces por movimientos sociales, llegaron al gobierno fuerzas que no pertenecían a las esferas de poder que se reproducían a sí mismas y que con frecuencia se remontaban a la época del dominio colonial. El primero de sus representantes fue Hugo Chávez en 1998, en Venezuela. Así, el milenio comenzó a la izquierda en América Latina. El subcontinente vivió un momento único. En 2009, en ocho países sudamericanos los partidos llevaron al gobierno a presidentes que se remitían a programas socialdemócratas, o incluso socialistas. En 2011 ganó en Perú el izquierdista Ollanta Humala, quien le ganó por un escaso margen a la hija del expresidente Alberto Fujimori.

      Política contra la pobreza, pero no contra los ricos

      Estos gobiernos tenían una serie de principios en común: en contra de la corriente transversal “neoliberal”, elevaron al Estado como actor dominante en el terreno social, pero también en el político-económico. En este marco, algunos gobiernos (re)nacionalizaron empresas clave, sobre todo en el sector energético (Venezuela, Bolivia, Argentina); otros optaron de manera consciente por no hacerlo. Los movimientos sociales —también debido a la ausencia de estructuras partidistas tradicionales— desempeñaron un papel importante para las manifestaciones sociales no sólo antes de las elecciones, sino que en parte fueron incorporados a las responsabilidades gubernamentales. Esto nunca antes había sucedido. En todos los niveles políticos se fortalecieron los elementos de la democracia participativa. La política económica se orientó a la demanda: aplicó un perfil activo en relación con el manejo del dinero, los créditos y el valor de la moneda; le apuntó a un desarrollo económico alimentado por el consumo de las clases sociales en expansión y promovió las exportaciones. El capital que operaba a nivel transnacional y los agronegocios recibieron un apoyo sustancial, pero se conservaron márgenes de acción para proyectos económicos alternativos y para la agricultura campesina. Estos gobiernos le atribuyeron una mayor importancia a la integración sudamericana —en particular— y latinoamericana —en general—, por lo menos en un plano retórico. Por último, hay que resaltar que muchos de ellos sólo pudieron llegar al poder mediante coaliciones con los partidos tradicionales y, con frecuencia, conservadores y clientelistas.

      Estos éxitos por lo general se les atribuyen a los programas de transferencias de ingresos —con frecuencia vinculados con inversiones—,

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