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Naturaleza y conflicto. Danilo Bartelt Dawid
Читать онлайн.Название Naturaleza y conflicto
Год выпуска 0
isbn 9788446049616
Автор произведения Danilo Bartelt Dawid
Жанр Математика
Серия Investigación
Издательство Bookwire
El retorno a las elecciones libres y los procesos democráticos creó, al mismo tiempo, espacios de maniobra políticos para movimientos sociales y partidos de oposición. Se empezó a ventilar el descontento que había sido asfixiado durante las décadas de autoritarismo. Apoyadas muchas veces por movimientos sociales, llegaron al gobierno fuerzas que no pertenecían a las esferas de poder que se reproducían a sí mismas y que con frecuencia se remontaban a la época del dominio colonial. El primero de sus representantes fue Hugo Chávez en 1998, en Venezuela. Así, el milenio comenzó a la izquierda en América Latina. El subcontinente vivió un momento único. En 2009, en ocho países sudamericanos los partidos llevaron al gobierno a presidentes que se remitían a programas socialdemócratas, o incluso socialistas. En 2011 ganó en Perú el izquierdista Ollanta Humala, quien le ganó por un escaso margen a la hija del expresidente Alberto Fujimori.
Los gobiernos eran de origen y carácter diferentes,[4] y de manera igualmente distinta rompieron con las condiciones imperantes. En Uruguay y Chile —aunque también en Brasil—, las relaciones de poder económicas y las condiciones marco económico-políticas permanecieron, en esencia, intactas. Venezuela, Ecuador y Bolivia proclamaron el socialismo del siglo XXI y trataron de darle a la colectividad una base distinta mediante nuevas Constituciones. Chávez proclamó en Venezuela la “revolución bolivariana” y estableció así un vínculo tanto directo como mítico con el Libertador.
La confianza en la democracia, que el Consenso de Washington había querido fomentar, alentó a las personas a votar en favor de sus intereses y de representantes que pocos años antes habían sido perseguidos como “enemigos del orden” (miembros del gobierno de Lula da Silva en Brasil, por ejemplo, y de su sucesora, Dilma Rousseff, y de José Mujica, en Uruguay, estuvieron presos e incluso fueron torturados). Las dictaduras militares habían matado a plomazos las tentativas políticas por redistribuir el ingreso y ayudar por la vía política a las mayorías de la población en defensa de sus derechos, y eso había sucedido hacía apenas una generación. Ahora, nuevos instrumentos de participación ayudaban a los partidos de izquierda y a movimientos sociales a estructurarse, sobre todo en administraciones urbanas más cercanas a la ciudadanía. Además, sectores relevantes de las clases medias —en parte, empobrecidas— se reorientaron y votaron por gobiernos progresistas.[5]
Política contra la pobreza, pero no contra los ricos
Estos gobiernos tenían una serie de principios en común: en contra de la corriente transversal “neoliberal”, elevaron al Estado como actor dominante en el terreno social, pero también en el político-económico. En este marco, algunos gobiernos (re)nacionalizaron empresas clave, sobre todo en el sector energético (Venezuela, Bolivia, Argentina); otros optaron de manera consciente por no hacerlo. Los movimientos sociales —también debido a la ausencia de estructuras partidistas tradicionales— desempeñaron un papel importante para las manifestaciones sociales no sólo antes de las elecciones, sino que en parte fueron incorporados a las responsabilidades gubernamentales. Esto nunca antes había sucedido. En todos los niveles políticos se fortalecieron los elementos de la democracia participativa. La política económica se orientó a la demanda: aplicó un perfil activo en relación con el manejo del dinero, los créditos y el valor de la moneda; le apuntó a un desarrollo económico alimentado por el consumo de las clases sociales en expansión y promovió las exportaciones. El capital que operaba a nivel transnacional y los agronegocios recibieron un apoyo sustancial, pero se conservaron márgenes de acción para proyectos económicos alternativos y para la agricultura campesina. Estos gobiernos le atribuyeron una mayor importancia a la integración sudamericana —en particular— y latinoamericana —en general—, por lo menos en un plano retórico. Por último, hay que resaltar que muchos de ellos sólo pudieron llegar al poder mediante coaliciones con los partidos tradicionales y, con frecuencia, conservadores y clientelistas.
Aquí no sólo hay diferencias entre los programas del partido dominante en el poder y las acciones del gobierno,[6] pues esta enumeración muestra también que la etiqueta “de izquierda” describe de manera insuficiente y poco acertada el obrar económico de dichos gobiernos. De por sí hay un problema con las etiquetas usuales: diferentes gobiernos y, en particular, sus líderes —Hugo Chávez en principio, pero también Néstor Kirchner y su esposa Cristina, quien lo sucedió en el poder, y Luiz Inácio Lula da Silva— son considerados o, más bien, descalificados como “populistas”. Es cierto que el populismo no es un elemento constitutivo de una democracia bien lograda: desconfía de formas autónomas de organización y tiene en poca estima tanto a las instituciones como a las oposiciones. Pero en América Latina el populismo no sólo no es un privilegio de la izquierda; desde la perspectiva de la teoría de la democracia es mucho más complejo que el estereotipo —usado una y otra vez— de las masas manipuladas por un caudillo taimado y lleno de pathos, estereotipo que forma parte del malentendido que es América Latina. Donde existían estructuras autoritarias y desigualdades violentas que debían ser superadas, el populismo, tanto en términos históricos como en la actualidad, ha constituido una importante fuerza democratizadora que “moviliza a quienes tradicionalmente habían sido excluidos e integra ‘a las personas totalmente normales’ a la comunidad política”.[7] Y esto en sociedades que durante mucho tiempo lograron llenarse la boca con principios universales al tiempo que mantenían a la mayor parte de sus miembros privados de los derechos sociales y políticos. Venezuela en manos de Chávez fue una sociedad con un caudillo que parecía sacada de un libro de estereotipos, incluidas las tendencias autoritarias, al tiempo que contaba con una democracia de base más fuerte y participativa que la mayoría de las sociedades vecinas. Entonces, la categoría “populismo” no nos ayuda a entender los sistemas políticos en América Latina, pero sí puede cumplir la función de ocultar el carácter de poder y de clases de las instituciones estatales. Esa dimensión tan mítica como incierta de “el pueblo/o povo” es una referencia estándar para los políticos de todas las procedencias y de todos los colores políticos. Vista así, toda la política latinoamericana es populista.
Los gobiernos de centroizquierda se propusieron reducir la pobreza, y en este campo obtuvieron sus más grandes éxitos. Como muestran datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), entre 2002 y 2014 el número de pobres en América Latina se redujo de 46 a 28.5%... pero este éxito no se lo pueden atribuir exclusivamente los gobiernos de izquierda. Por ejemplo, Perú, que tuvo un gobierno conservador hasta 2011, redujo a la mitad su tasa de pobreza hasta llegar a 25.8% en 2012, y continuó su reducción hasta llegar a 20.7% en 2016; al mismo tiempo, casi se duplicó el ingreso per cápita anual de los peruanos, de 5,500 a 10,000 dólares. Otros Estados latinoamericanos fueron menos exitosos, mas la tendencia fue la misma en toda la región, aunque con grandes diferencias: en 2015, sólo 12% de los chilenos y menos de 10% de los uruguayos eran considerados pobres, como el 28% de los colombianos y 26% de los paraguayos; es decir, casi el doble en contraste. En los Estados pequeños de Centroamérica (con excepción de Costa Rica), los valores son todavía más altos: en Honduras los pobres llegan casi a 69%. Aunque a partir de 2015 se continuó su reducción en muchos países, en total continuó en aumento el número de personas en situación de pobreza y de pobreza extrema, y a fines de 2016 alcanzó 30.7%, lo cual equivale a 186 millones de personas en toda América Latina.[8]
Estos éxitos por lo general se les atribuyen a los programas de transferencias de ingresos —con frecuencia vinculados con inversiones—,