Скачать книгу

la vida, las pasiones y a usted misma como un motivo para el ejercicio intelectual», le dice. Si queremos vivir, «hay que renunciar a tener una idea tan clara de todo. La humanidad es así, no se trata de cambiarla, sino de conocerla. No piense tanto en usted. Abandone la esperanza de una solución (…) En el ardor del estudio hay alegrías a la medida de las almas nobles. A través del pensamiento, únase a sus hermanos de hace tres mil años; recoja todos sus sufrimientos, todos sus sueños, y sentirá cómo se ensanchan, al mismo tiempo, el corazón y la inteligencia (…) Haga grandes lecturas. Adopte un plan de estudios que sea riguroso y sostenido (…) Impóngase un trabajo regular y fatigoso. Lea a los grandes maestros y trate de captar su conducta, de acercarse a su alma. De ese estudio saldrá deslumbrada y alegre». (Flaubert, 2009: 106-107)

      Flaubert le propone a su amiga un régimen de estudio. Le dice que se atreva a la contemplación, al pensamiento, a la vida intelectual. Le dice que es mejor conocer el mundo que pretender cambiarlo. Le está diciendo que estudie; y le observa que ese estudio es un cierto ejercicio intelectual, un ejercicio “espiritual”, un poco como los griegos entendieron que era la actividad del filósofo enamorado de la sabiduría: en suma, una forma de vida.

      A la tribu de los melancólicos –la melancolía es una pena que no tiene nombre, decía Joseph Joubert (2009: 304)18 pertenecen, según Lepenies, aquellos pensadores (eruditos, estudiosos o intelectuales) que hacen de su desdicha el fundamento de su existencia: “Está crónicamente insatisfecho; sufre por el estado del mundo. La queja es su oficio (…) Sólo puede reflexionar y no actuar” (Lepenies, 2007: 28). El melancólico se halla un poco al margen de las leyes habituales de la vida (Földényi, 1986: 20). Como le pasa a quien estudia. Su cuerpo no es solo el cuerpo biológico, sino un cuerpo extendido: en él lleva los libros leídos, anotados, engullidos: su biblioteca. Un ser de lo más extraño. Su reino no es de este mundo.

      De un tiempo que es libre

      Cuando recibí la invitación para participar en este seminario sobre el oficio de profesor se me abrieron varios frentes. Me solicitaron presentar un texto sobre la vida estudiosa, pero en un sentido muy particular, pues debía llevarlo, en la medida de lo posible, hacia el lado del profesor que lleva un régimen de vida estudioso y que traslada a la enseñanza lo ganado en el estudio, a la relación con sus estudiantes, no tanto, quizá, para que aprendan (asunto que puede o no ocurrir) como para que ellos mismos, a su vez, estudien.

      Como mis clases en la Universidad no comenzaban hasta el mes de febrero de 2019, disponía de bastante tiempo “libre” –Dulcius ocio studiorum– para ponerme a considerar mi asunto. Pasé meses amaneciendo muy temprano, un poco exiliado en mi cuarto de estudio, en una especie de régimen de vida monacal, leyendo, tomando notas, reflexionando y escribiendo múltiples borradores. Acumulé mucho material, escribí muchas páginas, rellené algunos cuadernos, que funcionaron como “diarios de una vida estudiosa” y luego, lo más difícil, tuve que reestructurarlo todo y decidir qué versión final leería en ese encuentro. La verdad es que no estaba muy seguro de lo que iba a contar allí, por dos razones.

      La primera tiene que ver con la larga tradición en la que se inscribe una vida estudiosa, la Vie du lettré, de la que habla en un ensayo del mismo título William Marx, profesor de literatura comparada de la Universidad de Nanterre. Este libro, que es la dedicatoria que un discípulo le hace a su maestro (Roland Barthes) describe la vida de esos seres extraños que “n’appartient pas à l’ordre des choses” (Marx, 2009: 11), que leen libros y los coleccionan, que los editan, comentan, anotan, los transmiten y los enseñan a las nuevas generaciones, los cuales, a su vez, producirán otros textos y tal vez nuevos libros. Aunque no en todos los casos, esos seres estudiosos parecen disponer de un tiempo suficientemente libre como para poderlo dedicar a los trabajos del espíritu. La segunda razón se encuentra en el hecho de que, al tratar este asunto, uno corre el riesgo de hablar un poco “en general”19 y terminar perdiéndose en las múltiples ramificaciones que se abren por el camino. En realidad, esto último forma parte de un componente central de la vida estudiosa, un rasgo que se encuentra también en esa otra forma de vida que es la filosófica; porque es verdad que el tiempo de los filósofos no es siervo de una temporalidad cronometrada, sino que, inexcusablemente, consiste en una modalidad de tiempo libre: no es neg-otium, sino otium.

      Me puse a considerar, entonces, la diferencia entre tiempo libre y tiempo esclavo, y me fui directo al diálogo de Platón Teeteto, que versa sobre la naturaleza del saber. En un momento determinado, cuando la conversación parece haberse desviado de su rumbo inicial, Sócrates advierte a su interlocutor, Teododo, que es mejor no seguir esa vía que se les ha abierto pues los llevaría muy lejos. Entonces, Teodoro, alarmado, pregunta: “¿Es que acaso no tenemos tiempo libre, Sócrates?”. Esta pregunta obliga al maestro a referirse al tiempo esclavo de los que rondan por tribunales y lugares semejantes, “que parecen haber sido educados como criados, si los comparas con hombres libres, educados en la filosofía y en esta clase de preocupaciones” (172d). Esta clase de hombres disfrutan del tiempo libre, y sus discursos los componen en paz y en un tiempo definido por el ocio: no les preocupa nada la extensión de sus razonamientos, sino solamente alcanzar la verdad. Los otros, en cambio, son esclavos de un tiempo medido: no pueden hablar de lo que desean porque están bajo presión. Deben alcanzar determinados resultados, y por eso a menudo se buscan sus atajos, “se vuelen violentos y sagaces, y saben cómo adular a su señor con palabras y seducirlo con obras. Pero, a cambio, hacen mezquinas sus almas y pierden toda rectitud. La esclavitud que han sufrido desde jóvenes les ha arrebatado la grandeza del alma, así como la honestidad y la libertad” (173a). Esos jóvenes, dice Sócrates, “llegan a la madurez sin nada sano en el pensamiento” (173b). Podríamos decir entonces que bajo la modalidad de un tiempo esclavo y medido el individuo carece de carácter (pues no ha tenido tiempo suficiente para formarlo debidamente, incluso puede tenerlo corrompido), y por eso necesita que le señalen un método de antemano; en el tiempo de los hombres libres, en cambio, sencillamente no se necesita que prescriban de antemano método alguno, por la simple razón de que ahí siempre, y sin saber cómo, ya se está en camino, aunque uno se pierda con frecuencia en su recorrido.

      Por tanto, el tiempo del filósofo, que es el que lleva una forma de vida orientada por cierta clase de amor, es el que se demora largo tiempo en un mismo asunto (como si dijéramos, estudiándolo), el que sabe esperar y no pasa rápidamente de una actividad a otra. No parece que padezca del vicio de la stultitia, de la que habla Séneca en su famosa carta (nº 52) a Lucilio. Los filósofos, como los estudiosos, son libres para componer sus discursos sobre lo que quieran porque para la sabiduría y la verdad no hay tiempo prestablecido (la verdad no tiene prisa). O lo que es igual: veritas filia temporis, la verdad es hija del tiempo; del tiempo de las generaciones que se encuentran y se suceden.

      Ahora bien, ese tiempo es libre porque, aparentemente, tales individuos pertenecen a un grupo en cierto modo privilegiado, a una especie de aristocracia filosófica que se concede el poder dedicarse a los trabajos del espíritu al no tener que preocuparse de otras necesidades vitales mediante el trabajo o la labor. Como el tiempo es de ocio, en realidad parece que lo que hacen es lo más parecido a una fiesta (incluso un juego), algo que tiene que ver con la relajación y la falta de esfuerzo (de esa clase de esfuerzo en que consiste trabajar o laborar). En el “mundo totalitario del trabajo”, como lo llama Josef Pieper (2017), no hay lugar para la relajación, para ninguna clase de fiesta ni juegos, para un espacio inutilizado o inutilizable: en el trabajo, la fiesta es una especie de falso ocio, pues la relajación que en él se ofrece está destinada a reponer las fuerzas para seguir trabajando con ahínco al día siguiente.

      Dedicarse, en consecuencia, a una actividad estudiosa, tiene el extraño carácter “del mero lujo intelectual, incluso de algo verdaderamente intolerable e injustificable” (Pieper, 2017: 71). Lo que hace el estudioso no es un trabajo, y su actividad, como sugiere Agamben en un muy citado fragmento, parece (y por eso es agotadora) interminable:

      El estudio es, de hecho, en sí interminable. Cualquiera que haya vivido las largas horas de vagabundeo entre los libros, cuando cada fragmento, cada código, cada inicial con la que se topa parece abrir un nuevo camino, que se pierde de repente tras un nuevo encuentro, o haya probado

Скачать книгу