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como dispositivos de poder, tiene la función de jerarquizar y mediar el acceso, control y distribución de los recursos en el territorio, de acuerdo con una cierta racionalidad,17 y, por consiguiente, otorgar la posibilidad de agenciarlos, es común que la gubernamentalidad anteponga las metas de desarrollo y crecimiento económico a corto plazo a la satisfacción de las necesidades del grueso de la población, el bienestar o la sostenibilidad de los patrones de uso de los recursos presentes en el territorio.

      Cuando la contradicción involucra relaciones asimétricas de poder o elementos culturales como el reconocimiento, la identidad o las necesidades fundamentales, lo que se pone en juego es la lógica y los fundamentos de las estructuras de poder. Estos conflictos presentan fuertes rasgos de intratabilidad, pues “la raíz de los conflictos asimétricos no reposa en los temas o necesidades que dividen a las partes, sino en la estructura de quiénes son y su relación que no puede ser cambiada sin conflicto” (Ramsbotham, Woodhouse y Miall, 2005, p. 12).

      Desde la perspectiva posestructuralista, Castro-Gómez (2007) señala que el poder es multidireccional, funciona en red y es ejercido en distintos niveles. Acorde con la teoría heterárquica del poder, de Michel Foucault, la vida social está compuesta de diferentes cadenas de poder que actúan en distintos niveles con lógicas distintas y conectadas parcialmente. La sociedad está caracterizada y atravesada por una multiplicidad de dispositivos de poder que no pueden establecerse ni funcionar sin una acumulación, circulación y funcionamiento, por ejemplo, de los discursos y sus prácticas. El poder necesita “producir verdad” para funcionar; la verdad hace ley, elabora discursos de verdad que, en alguna medida, transmiten o producen “efectos de poder” (Ávila Fuenmayor, 2006).

      El tejido de las redes de poder no es perfecto, hay fisuras e intersticios que se evidencian en las dinámicas de resistencias, tácticas, agenciamientos individuales o colectivos y movimientos sociales. Teniendo en cuenta los rasgos reseñados de intratabilidad en los conflictos y su relación con las distintas formas y esferas de actuación de los dispositivos de poder, debe relacionarse la larga duración, la recurrencia y la elusión de la resolución con la dificultad para transformarlos y producir el cambio social.

      El poder en los conflictos actúa en diferentes niveles y de formas tanto abstractas como concretas. Desde la perspectiva cultural se destacan las elaboraciones sobre estructuras estructurantes, el poder simbólico y el habitus, documentadas por Bourdieu (1990, 2000). Los conflictos ambientales están asociados, en primer lugar y desde esta dimensión, a la actuación del poder simbólico, entendido como la “potestad para la construcción y escenificación de la realidad, imponiendo un orden gnoseológico que es invisible y genera ‘concensus’ (doxa) sobre el orden y sentido del mundo social” (Bourdieu, 2000, p. 25).

      En la introducción de Poder, derecho y clases sociales (Bourdieu, 2000), GarcíaInda afirma que “Bourdieu propone tomar como esquema para el análisis social la dialéctica de las estructuras objetivas y las estructuras incorporadas” o, más concretamente, “la relación dialéctica de las estructuras y el habitus” (Bourdieu, 2000, p. 13). El habitus constituye uno de los dispositivos de poder más potentes, por actuar sobre las posturas de los grupos en pugna respecto a la contradicción, sus causas y las maneras de resolverla. De acuerdo con los estudios posestructuralistas, el poder simbólico se materializa en todos los niveles, en particular en la formación de subjetividades enfrentadas.

      Es claro que existe una relación dialéctica entre las estructuras y el habitus que se traduce en un conjunto de normas, regulaciones y pautas de orientación de la conducta históricamente construidas. Más aún, el habitus corresponde a

      las estructuras que son constitutivas de un tipo particular de entorno (v. g., las condiciones materiales de existencia de un tipo particular de condición de clase) y que pueden ser asidas empíricamente bajo la forma de regularidades asociadas a un entorno socialmente estructurado, producen habitus, sistemas de disposiciones duraderas, estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes. (García Inda, 2000, p. 25)

      Ahora que el poder simbólico está directamente ligado con los regímenes de representación, que imponen unas ciertas formas de conocer, ordenar, valorar y entender la realidad (doxa) que son consideradas no solo normales, sino deseables. El juego de la relación dialéctica entre los agenciamientos y las estructuras sociales, el poder simbólico y el contexto de un habitus resulta proclive al conflicto, cuando una cosmovisión, una doxa o una cierta forma de ver y relacionarse con el mundo y comprenderlo se opone a otra; lo cual hace muy difícil la transformación de los conflictos porque los actores involucrados se sitúan en ontologías casi antagónicas. Un caso extremo pero ilustrativo se evidenció en el conflicto que generó la negativa de la comunidad indígena u’wa a permitir la exploración petrolera en su territorio, argumentando que el petróleo es la sangre de la madre tierra, por lo cual no podían permitir su extracción, mientras que para los occidentales el petróleo es simplemente un recurso energético natural no renovable (Fontaine, 2004; Serje, 2003; Uribe, 2005).

      Las pautas culturales han sido reseñadas como las que más fuertemente inciden en la intratabilidad y en las formas como se construye: la otredad y los valores que producen subjetividades enfrentadas, las representaciones que hace cada una de las partes sobre el “oponente”, las formas de ver el mundo y de relacionarse con él, y, en últimas, las epistemologías y cosmovisiones. Es de resaltar que la larga duración de este tipo de enfrentamientos y las permanentes resistencias a la transformación dan lugar a que estas representaciones y construcciones se consoliden y validen por los actores enfrentados.

      Se puede decir que en los países del Sur se ha construido un habitus “proclive al conflicto”, pues, por estar ligado a una larga tradición de dispositivos funcionales con respecto a las dinámicas de extracción colonial y poscolonial de recursos, su actuación tiende a limitar, monopolizar o capitalizar, en beneficio de pequeños grupos de poder, el acceso, control o distribución de los recursos (Acemoglu y Robinson, 2012).

      Esto se evidencia en la recurrente emergencia de conflictos por causa de la minería en Latinoamérica (Percíncula, 2012; Pereira y Segura, 2013) y de los conflictos por agua (Sneddon, Harris, Dimitrov y Özesmi, 2002; Gudynas, 2005, 2007), entre muchos otros.

      El diálogo y la noción de interculturalidad, por ejemplo, plantean la oportunidad de incidencia o transformación en las formas como se ponen en práctica estas ideas paradigmáticas y las posibilidades de incidir y permear en las formas de aplicarlas, lo que nos conduce al siguiente nivel de análisis: las formas y características que adquieren los mecanismos de la gubernamentalidad como importadores de discursos y disciplinas, y como perpetradores de iniciativas de ordenamiento, así como de sus complejos y, a veces, contradictorios efectos sobre la configuración del territorio de la ciudad, como se verá en la historia de las intervenciones urbanísticas de Bogotá en el último siglo.

       El urbanismo, dispositivo de poder aclimatado en el Sur

       La gubernamentalidad urbano-colonial

      Las ciudades hispanoamericanas fueron herederas de los saberes y lógicas de la gubernamentalidad europea y laboratorio de sus prácticas. En 1544 llegaron a Santa Fe las “leyes nuevas”, que establecían el protocolo para fundar ciudades, las cuales solo podían ser habitadas por vecinos “blancos” y su servidumbre. Las normas definían minuciosamente su funcionamiento bajo el orden real colonial. Ya desde el siglo XVII, el papel, las características, las funciones y la planeación de la ciudad europea se habían transformado durante el Renacimiento como fase intermedia del Medioevo a la Modernidad, los cambios en la lógica de gobernar eran promulgados y “mercadeados”, como se puede ver en detalle en El príncipe, de Maquiavelo, que como un manual de gobierno develaba sus artes.

      La racionalidad que debe imperar en el arte que debe ser dominado por el príncipe es la “razón de Estado”, como expone Foucault en “Omnes et singulatim: hacia una crítica de la razón política” (2008). La lógica

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