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2005, 2007).

      Algunos estudios especializados desde esta perspectiva asocian el conflicto al débil papel que desempeñan los megaproyectos en el desarrollo local y territorial, caracterizados, generalmente, por actuar como economías de enclave. Desde la perspectiva de la función que cumplen las comunidades y los Gobiernos locales y regionales, estos tienen un papel frágil y limitado, en particular en la planeación de las actividades y la toma de decisiones.

      Adicionalmente, y por lo general, hay un bajo cumplimiento de normas y responsabilidades sociales, laborales y ambientales; las autoridades tienen un bajo control y monitoreo de los impactos negativos, así como poca o ninguna incidencia en la toma de decisiones o sobre los mecanismos para la redistribución. Es claro que los débiles Gobiernos locales son rebasados por relaciones de poder asimétricas con el Gobierno central y grandes transnacionales, lo que limita su capacidad real de gobierno, comando y control, así como su labor de asegurar el acceso a la información para garantizar la transparencia en la toma de decisiones y en la rendición de cuentas a la ciudadanía.

      Las decisiones “de desarrollo” son legitimadas por estructuras, pautas culturales y sociales históricamente construidas y aceptadas (habitus), como el centralismo, el caciquismo o la formación de clientelas políticas como única forma de acceder a recursos, servicios básicos fundamentales o a algún tipo o participación en las regalías de las dinámicas extractivas recibidas por los megaproyectos. En ocasiones, las asimetrías de poder pueden comprometer la supervivencia de uno u otro grupo social, como es el caso de grupos minoritarios, excluidos, segregados y sometidos por otros más poderosos, que pueden llegar a participar en procesos de genocidio, como sucede en este momento con la mayoría de los pueblos indígenas colombianos, hoy al borde de la extinción. Un ejemplo dramático actual es el de las etnias wayuu, awa o nukak makú, en Colombia, y de muchas otras alrededor del mundo (Duraiappah, 1998; Boyce, 1994; Serje, 2003).

      Así las cosas, son las comunidades, por regla general, quienes afrontan los efectos perjudiciales de las actividades productivas y extractivas dirigidas al desarrollo, y no solo reciben los impactos negativos sobre los recursos naturales de los que dependen, sino también los que les propinan las políticas, en términos de corrupción y captura de rentas. Adicionalmente, deben soportar fuertes flujos de migración, el aumento del costo de vida, de los impuestos, las burbujas especulativas con el suelo urbano y rural y fenómenos como el de la enfermedad holandesa, que conducen al encarecimiento de los medios de vida, que termina por expulsarlos de sus territorios (Serje, 2010; Martínez-Alier, 2004, 2008; Sabatini, 1997a, 1997b; Sabatini y Sepúlveda, 1997).

      Margarita Serje (2010), en la introducción del texto Desarrollo y conflicto, ilustra cómo el desarrollo, como punta de lanza del proyecto civilizador, se presenta como prescripción y requisito para alcanzar la paz y el bienestar, como panacea para prevenir y dirimir conflictos, cuando en realidad debería verse como parte del problema, ya que en muchos casos las iniciativas producen efectos diametralmente opuestos a los que se propusieron y generan no solo graves dinámicas de pobreza, sino que además se constituyen en factores de conflicto. Entre los casos de carácter urbano presentados en el libro comentado se destacan: el caso de los procesos de adecuación e intervenciones hidráulicas del río Tunjuelito y sus nefastos efectos ecológicos y sociales sobre las comunidades indígenas de Bosa, en Bogotá (Martínez-Medina, 2010); el conflicto que enfrentó mediante una acción popular a la JAC del barrio Niza Sur y al Distrito Capital a través de las actuaciones de reordenamiento del uso del área del humedal emprendidos por la EAAB, como parte del proyecto de renovación urbana y conservación ambiental del Humedal Córdoba, en Bogotá, que pretendía talar y transformar el humedal en un parque longitudinal (Serrano-Cardona, 2010).

      Entre los ejemplos de proyectos de desarrollo desastrosos, que generan pobreza y deterioro ambiental en Colombia, se encuentra la construcción y puesta en marcha de grandes centrales hidroeléctricas —como corresponde a Hidroituango (en Antioquia), El Cercado (en La Guajira), Betania y El Quimbo (en el Huila), Salvajina (en el Cauca), La Miel (en Caldas), Sogamoso (en Santander), El Guavio y Chivor (en Boyacá) y Urrá, en sus fases I y II (en Córdoba)— que han tenido, en distintos momentos, graves efectos ecológicos y socioeconómicos sobre las comunidades, que habitaban parte de los territorios que fueron inundados (para el caso de Urrá I y II y la comunidad embera, véase Rodríguez, 2008; Durango Álvarez, 2008). Otro ejemplo fue la apertura de la vía al mar con la construcción de la carretera Barranquilla-Ciénaga en los años setenta, que prácticamente destruyó el delta exterior del río Magdalena (Ciénaga Grande de Santa Marta) e impactó seriamente a las comunidades de pescadores asentadas dentro de la zona, que dependían de los recursos de la ciénaga para su sustento (Botero y Mancera, 1996; Vilardy, 2007; Vilardy y González, 2011).

       Green grabs

      Respecto al tema de la delimitación de áreas protegidas, Robbins (2004), por la vía deconstructivista, sostiene en sus análisis que, con la excusa de la conservación, la “sostenibilidad”, “la comunidad” y “la naturaleza”, se ha arrebatado a las comunidades y pobladores locales (por clase, género o etnicidad) el control de sus territorios y recursos, fenómeno acuñado en inglés como green grabs. En efecto, los grupos más poderosos, so pretexto de conservar el medioambiente, adoptan ciertas prácticas discursivas y escenificaciones que terminan por desarticular los medios de vida de grupos locales, su cultura y sus formas de organización, y terminan por despojarlos de sus derechos consuetudinarios, sus territorios y sus recursos (véase Fairhead, Leach y Scoones, 2012).

       Lo ambiental, el poder y la intratabilidad

      La noción de lo ambiental como la categoría epistemológicamente más amplia incorpora todo lo que nos rodea, lo que construimos, las relaciones que establecemos entre nosotros mismos como seres humanos y con la naturaleza, por esta razón el conflicto ambiental se inscribe dentro de lo que se ha acuñado como lo complejo (Ángel Maya, 1996; Capra, 1996). Para Ángel Maya (1996, p. 2) lo ambiental “abarca la totalidad de la vida, incluso la del hombre mismo y la de la cultura”. Esta definición es muy rica e interesante, sin embargo, al definir lo ambiental como una totalidad se hace difícil identificar las partes que lo componen, jerarquías, niveles y relaciones organizadoras fundamentales.

      Por otra parte, el poder es un componente fundamental de los conflictos, desde sus elementos más toscos a los más sofisticados. Es así como

      una gran mayoría de los conflictos se originan en la manera como los individuos o grupos de individuos concretan y ejercitan el poder o tácticas de dominación ya sea por razones egocéntricas, para que sus intereses y deseos prevalezcan, o para que otros individuos cambien sus acciones para obtener ventajas. (Rettberg y Nasi, 2005, p. 76)

      El concepto de poder, desde los estudios sobre conflicto, es considerado ambiguo y, podría decirse, poco profundo; se ejerce poder duro o poder suave, para ilustrar se cita a Boulding (1989) cuando habla de formas de ejercicio de poder; “poder amenazante (haz lo que quiero o yo haré lo que tú no quieres), el poder suave se dividiría en dos: 1) intercambio de poder (haz lo que quiero y yo haré lo que quieres), o 2) poder integrado (juntos podemos hacer algo mejor para ambos) como forma de transformación positiva” (Ramsbotham, Woodhouse y Miall, 2005, p. 15). Es claro que en los conflictos que involucran los recursos naturales, como en la mayoría de los conflictos, estos están anclados en las distintas esferas y ámbitos de ejercicio, actuación, representación y materialización del poder.

      Como se anotó en el acápite sobre conflicto armado y recursos naturales, los recursos naturales son, por lo regular, objeto de disputa en los países del Sur por ser abundantes, valiosos y apetecidos como fuente de riqueza “disponible” o “motor” del desarrollo, pero muchas veces generan el efecto contrario: espirales virulentas de conflicto, pobreza y depredación de la naturaleza y genocidio, como ha sido documentado en los estudios referentes a la “maldición de los recursos naturales” alrededor el mundo.

      Es frecuente que en los países del Sur el poder simbólico actúe privilegiando el uso de los recursos naturales para “el desarrollo”, asociado a prácticas como la amenaza, la violencia y el despojo, lo que genera fuertes círculos viciosos de conflicto y pobreza

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