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Era hombre a quien el talento y los libros inspiraban un respeto idolátrico. La familia de Tristán apetecía unión tan ventajosa por todos conceptos. Todo marchó viento en popa, aunque durante más tiempo de lo que los novios hubieran deseado. Reynoso se opuso resueltamente a que su hermana se casase antes de tener diez y ocho años. Iba a cumplirlos y su dicha a colmarse. Porque realmente amaba profundamente a aquel hombre a pesar de su humor sombrío y fantástico, o tal vez por esto mismo. La armonía de los contrarios no pudo jamás mostrarse de un modo más cabal que en aquella gentil pareja.

      Clara iba a salir de la glorieta con el corazón mortalmente herido, pues en las muchas reyertas que habían tenido nunca habían llegado a palabras tan agrias, cuando entraba Elena en su busca. Al verla de aquella forma, descompuesta y pálida y observar la actitud airada de Tristán, hizo alto sorprendida.

      —¿Qué es eso, habéis reñido...? ¡Qué feo, qué feo en vísperas de boda!

      Pero Clara en aquel momento se abrazó a ella y estalló en sollozos. La estupefacción de su cuñada llegó a los últimos límites.

      —¡Cómo! ¿Qué significa esto...? ¿Qué le ha hecho usted a mi hermana, caballero...? ¡Dígalo usted ahora mismo! ¡Ahora mismo o me pierdo y le tiro a usted del bigote!

      Esta feroz decisión que expresaba muy bien la nativa incompatibilidad de sus preciosas manos con los bigotes masculinos abatió por completo el ánimo ya muy alterado de Tristán.

      —Hágame usted el favor de no poner esos ojos de besugo a medio asfixiar. ¿Lo oye usted? A mí no me gustan los besugos ni crudos ni guisados... ¡Hable usted...! ¡Hable usted en seguida...!

      —Acaso...—profirió el joven balbuciendo.

      Elena llevó a su cuñada hasta la butaca de paja, la hizo sentarse en ella y cubrió su rostro de besos. Después vino a plantarse delante de Tristán que continuaba sentado.

      —¿Acaso qué...? vamos a ver.

      —Acaso haya dicho a Clara algunas palabras mortificantes...

      —¿Y con qué derecho dice usted a Clara palabras mortificantes?

      —Con ninguno.

      —¡Ah, con ninguno! ¿Entonces conviene usted en que es un hombre atrevido, intratable, digno de que le vierta toda la cerveza de esta botella por el cuello abajo?

      —Convengo.

      —¿Confiesa usted, además, que es un novio fastidioso, antipático, pesado, insufrible?

      —Lo confieso.

      —¿Promete usted enmendarse y no decir en adelante a Clara más que palabras suaves y cariñosas?

      —Lo prometo.

      —Está bien. Ahora pida usted perdón de su fechoría que no conozco ni quiero conocer.

      —Clarita—dijo Tristán mirando a su prometida que continuaba tapándose los ojos con la mano—, perdóname lo que te he dicho. Te juro que te adoro, que te quiero con toda mi alma...

      —¿Cómo? ¿Cómo...? ¿Qué modo de pedir perdón es ese...? Hágame usted el favor de hacerlo como se debe.

      Y la esposa de Reynoso señalaba enérgicamente el suelo con su índice. Las mejillas de Tristán se tiñeron de carmín.

      —Bueno: ¿se pone usted colorado? Mejor, así se demuestra que le queda todavía un poco de vergüenza... Saque usted el pañuelo y póngalo debajo que se va a manchar los pantalones en la arena.

      Tristán se arrodilló delante de su novia sonriente y ruborizado.

      —Bésele usted la mano... Digo no... No se la des, Clara, no la merece.

      El perro que estaba echado a los pies de la joven al verse molestado gruñó.

      —¡Muérdele, Fidel...! ¡Muerde a ese antipático, muerde a ese soso...! ¡a ese! ¡a ese!

      El animal, así azuzado, comenzó a gruñir de un modo amenazador y estaba a punto de arrojarse sobre el soso. Clara levantó la cabeza riendo al través de sus lágrimas.

      —¡Quieto, Fidel!

       Índice

      UNA VISITA Y OTRAS VISITAS

      Apenas se había llevado a feliz término la reconciliación de los novios oyéronse en el parque altas y alegres voces y carcajadas.

      —¿Cómo? ¿Están ahí Visita y Cirilo?—exclamó Elena con el semblante iluminado de alegría.

      Y acto continuo salió corriendo de la glorieta. Clara y Tristán la siguieron. Los dos huéspedes venían acompañados de don Germán conversando y riendo. El marido, que arrastraba mucho el pie izquierdo y parecía también imposibilitado del brazo correspondiente, se apoyaba en el de su esposa. Esta era alta, rubia, corpulenta y sus ojos abiertos, inmóviles, mostraban que estaba ciega. Ninguno de los dos pasaría de treinta años.

      —¡Pero qué sorpresa!—dijo Elena besando con efusión a la ciega y estrechando la mano sana del paralítico.

      —¡Sorpresa la nuestra, querida...! Llegamos a la estación, nos apeamos del tren y ni un alma que nos dé los buenos días. Pues señor, ¿qué hacemos...? La carta sin duda no ha llegado a sus manos, nos dijimos. ¡Ni un coche siquiera por allí! Era necesario pasaros un recado y esperar más de una hora. En esto ve Cirilo un carro de bueyes que había venido a traer madera. «¡Eh, buen hombre! ¿Quiere usted llevarnos al Sotillo?»—«Por allí tengo que pasar; amóntense ustedes.»

      —¡En un carro de bueyes!—exclamó Elena.

      Tristán se excusó de no haberles visto aunque había venido en el mismo tren. Saltó del coche precipitadamente, salió con la misma velocidad de la estación y montó en el landau que le aguardaba fuera.

      —En nada nos ha perjudicado usted. Hemos hecho el viaje más divertido que os podéis imaginar. El carretero tendió una manta y yo me acosté sobre ella. Este iba en pie mirando el paisaje y contándome todo lo que miraba. Los bueyes resoplando, el buen hombre cantando todo el camino y nosotros riendo. ¡Qué sacudidas! ¡Qué traqueteo! Una de las veces éste no pudo sujetarse y cayó sobre mí y sin querer me dio un beso...

      —Sería muy bien queriendo; Cirilo es pícaro—dijo Elena.

      —¡No, no; sin querer! ¡Qué risa, hija mía, qué risa...! El carretero pensó que nos había pasado algo y vino asustado, pero al vernos reír de tan buena gana soltó también la carcajada como un tonto... Allá le levantamos como pudimos. El buen hombre dijo que si quería podía amarrarle para que no se cayese. Este aceptó en seguida y se dejó amarrar como un santo. Yo me desternillaba de risa...

      —Ha sido un viaje delicioso—corroboró Cirilo con toda su alma.

      Tristán disimuladamente sacudía la cabeza mirando a Clara con expresión de burla y sorpresa; pero aquélla, gozando con la risa de Visita, no le hacía caso. Era en efecto la risa de la ciega tan fresca, tan comunicativa que no se la podía oír sin sentirse tentado de ella.

      Aquel matrimonio tenía un parentesco lejano con don Germán. Cirilo era hijo de un primo en tercero o cuarto grado de su padre; ella de un modesto empleado en Hacienda. Cuando Reynoso llegó de América, Cirilo trabajaba con corto sueldo en una casa de banca y estaba ya en relaciones amorosas con su actual esposa; ambos perfectamente sanos. Era un joven activo, inteligente, de una honradez a prueba. Don Germán, que advirtió en seguida estas cualidades, le protegió con toda decisión; le nombró su administrador y su agente, y logró que Escudero hiciese lo mismo. Viéndose ya en posición desahogada pensó en casarse; pero en aquella misma sazón su prometida comenzó a padecer de la vista y en poco tiempo quedó ciega por atrofia del nervio óptico, enfermedad

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