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      —Calla, calla, Tristán; estás diciendo disparates. Tú no sabes lo que es sentir la brisa matinal en las mejillas porque te has acostumbrado al aire viciado de la cervecería y del círculo; no gozas con el sol porque vives la mayor parte de la vida con luz artificial; te repugna el caminar porque has estado demasiado tiempo tendido en las butacas... Pero yo soy otra cosa... yo he nacido en el campo; el sol me conoce y las nubes también y las piedras y los abrojos... Para mí es un gran disgusto que tú no seas cazador.

      —¿De veras...? Pues no tengas cuidado, hermosa mía, que por tu amor soy capaz, no diré de cazar patos y conejos, sino hasta tigres y leones... Aún más: soy capaz, si tú lo exiges, hasta de pescar con caña.

      —¡No tanto!—exclamó la joven riendo—. Bastará con que alguna vez me acompañes. Te prometo no llevarte lejos.

      —¡Qué hermosa eres, Clara! Si no fueses el emblema de la belleza serías el de la salud y de la fuerza. Dice Gustavo Núñez que si me dieses una bofetada me harías polvo... y voy creyendo que tiene razón.

      —¿Pues cuándo me ha visto tu amigo Gustavo Núñez?

      —Días pasados cuando íbamos de compras con Elena.

      —Debe de ser muy burlón ese amigo.

      —Es el hombre más gracioso que conozco.

      Y acto continuo se puso a hacer el elogio caluroso de aquel su amigo Gustavo, un pintor eminente que hacía ya algunos años había obtenido primera medalla en la Exposición, un hombre de mundo, elegante, fino, culto ¡y con unas salidas! Todo el mundo las celebraba en Madrid. Sofocado por la risa nuestro joven narró algunas de ellas.

      Clara escuchaba con fingida atención. En realidad estaba distraída. Aquellos chistes de café, aquella maledicencia que se revelaba en ellos no podía producir efecto en una naturaleza sencilla y recta como la suya. Así que cuando Tristán dio tregua a su panegírico desvió la conversación a otro sitio. Le preguntó por las obras del cuarto, por una joya que había encargado a Holanda, por los muebles que les estaban construyendo.

      La conversación languideció al cabo. Tristán comenzó a mostrarse preocupado, a emplear un estilo más conciso, que poco a poco se convirtió en displicente. Clara lo observó, pero como ya estaba acostumbrada a estos cambios repentinos de humor, que rara vez persistían largo tiempo, no hizo en ello mucho alto. Sin embargo, se trataba de asuntos que atañían a su próximo enlace y el acento de su novio sonaba por momentos más displicente.

      —¿Qué te pasa?—preguntó al fin desazonada—. Hace un momento eras más suave y más blando que una piel de liebre y ahora pinchas por todas partes como los cardos del monte.

      Tristán hizo un gesto de indiferencia y permaneció silencioso.

      —¿He dicho algo que pudiera molestarte?

      El mismo silencio.

      —O hablas o me marcho—dijo con energía haciendo ademán de levantarse.

      Tristán clavó en ella sus ojos con expresión colérica.

      —Me estás probando de esa forma—dijo con acritud—que mis recelos no son infundados. Desde hace algún tiempo parece que todo el mundo pone empeño en hacerme comprender que debo estar no sólo satisfecho sino muy agradecido a que se me conceda tu mano. Es decir, quieren a toda costa persuadirme de que soy un quídam que ha buscado su negocio y lo ha hallado al fin...

      —¿Qué palabras son esas, Tristán, tan feas... tan indignas de ti?

      —Sí, que soy por lo visto un buscavidas—insistió el joven con más violencia—y que si me caso contigo no lo hago tanto por amor como por tu dote... Hace un momento tu mismo hermano me decía que debo estar satisfecho porque tú no vienes a mí con las manos vacías... ¿Qué quiere decir eso? O no quiere decir nada o es una grosería...

      —Eso no es cierto—profirió la joven con acento vibrante de indignación—, no puede ser más que un mal sueño de los muchos que tú tienes... Y si Germán hubiera pronunciado esas palabras lo habría hecho burlando y sin intención de causarte la más pequeña ofensa, porque mi hermano es el hombre más bueno y más delicado de la tierra.

      —No soy un náufrago, hija mía—siguió diciendo con sonrisa amarga y como si no hubiese oído la interrupción de su prometida—, no soy un náufrago que corriendo un temporal deshecho viene a refugiarse en tu puerto para abrigarse dentro de él. Yo he navegado siempre con las velas desplegadas en un mar de aceite, iluminado por el sol radiante, empujado por la brisa y acompañado de las musas y las gracias. Estoy acostumbrado a vencer; he hallado en la vida todas las puertas abiertas y todos los corazones también. Cuando me acerqué a ti y te ofrecí el mío no reparé si estabas dorada o plateada: te vi buena, inocente, hermosa y me bastó para quererte y me sigue bastando.

      —¿Tiene eso algo que ver con la ofensa que has inferido a mi hermano?

      —Primero me la ha inferido él a mí. Estoy fatigado... estoy harto de recoger alusiones más o menos embozadas a tu fortuna presente y futura. Esto hiere mi amor propio y no estoy dispuesto a sacrificarlo por ningún matrimonio, ni contigo ni con nadie.

      —¿Quieres decir que no me estimas lo bastante para sufrir por mí ninguna molestia?

      —Esa clase de molestias no.

      —Entonces tu amor es más ligero que esa niebla que cae sobre las charcas y que barre un pequeño soplo de viento.

      —Ligero o pesado, mi amor es como yo, y yo soy como la naturaleza me ha hecho. El gozo de unirme a ti no es bastante poderoso para cambiar mi condición...

      —No necesitas hablar más... ¡Basta...! Leo en tu corazón bien claramente que buscas un pretexto para romper nuestra unión. No te esfuerces tanto, porque si no estás satisfecho y no esperas ser feliz, yo te devuelvo tu palabra.

      —En tu actitud altiva advierto que estás infiltrada de la misma idea de que están llenos al parecer tus parientes y tus amigos. ¿Me devuelves mi palabra? Pues yo la recojo. Mi dignidad se subleva ante esa idea.

      Tristán profirió estas palabras exasperado como si realmente acabaran de dar a su dignidad un golpe de pronóstico reservado. La joven se puso pálida y llevándose la mano al corazón se alzó del asiento para salir de la glorieta.

      Tristán había sido su primero y su único amor. Cuando se conocieron ella tenía trece años y él veintiuno. La impresión que en su naturaleza infantil produjo aquel joven guapo, elegante y de cuya inteligencia toda la familia se hacía lenguas no se borró jamás. Paró él muy poco la atención en ella, embriagado por sus triunfos en la cátedra y en la sociedad; la trató con la protección amable que concede un grande hombre a un niño. Pero don Germán hizo su segundo viaje a América, transcurrió más de un año sin verla y cuando al cabo se encontraron Clara se había transformado en mujer. Nuestro joven la miró entonces con más atención y bajando de su pedestal académico la trató con menos condescendencia. Se vieron a menudo, unas veces en casa de Escudero, otras en el Sotillo, adonde éste solía ir con su familia algunos días. En cada una de estas entrevistas el sabio ateneísta perdía un poco de su majestad. Esta ruina llegó a tal punto que hay quien asegura haberle visto pegando calcografías en los cristales en compañía de aquella niña grande y, lo que es más absurdo, ella dando a la cuerda sujeta a un árbol por el otro cabo y él con las mejillas inflamadas y los cabellos pegados a la frente saltando y gritando «¡tocino! ¡tocino!» Realmente hay cosas que la imaginación no puede representarse. Preferimos creer que ésta es una de tantas calumnias a las que han estado siempre expuestos los hombres serios y científicos. De todos modos cierto es, porque hay personas que lo certifican, entre ellas mademoiselle Amelie, el aya de Clara, que un día porque le ganó dos partidas de tennis ella le llamó antipático, le dijo que no le quería y se fue muy desabrida y que él entonces desahogó su pecho en el de la citada mademoiselle y lloró a hilo como un buey. Pero aun aquí la historia llega a nosotros tan envuelta y obscurecida por la leyenda que es casi imposible discernir

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