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tranquilamente con el bandido, aunque a respetable distancia uno de otro. Acercose velozmente a ellos y cuando ya estuvo próximo exclamó con sorpresa:

      —¡Si es el paisano Barragán...! Pero Barragán ¿tú por aquí...?

      Y sin vacilar se acercó a él y ambos quedaron abrazados.

      Elena en el colmo de la desesperación le gritaba:

      —¡Germán, no le abraces! ¡por la Virgen no le abraces...! ¡Mira que va a echarte un lazo al cuello...!

      —¡Pero, mujer, si es el paisano Barragán! ¿No ves que es el paisano Barragán...? Ven acá, Barragán, ven a saludar a mi mujer.

      —¡No, no!—gritó Elena dando un salto atrás y disponiéndose a correr.

      Costó trabajo convencerla de que el paisano Barragán no era un secuestrador y aún no pudo llegar a convencerse por completo. La verdad es que jamás bandido ni criminal alguno tuvo un aspecto más aterrador.

      —Pero hombre, ¿sigues todavía con la manía de dejarte esas barbas disparatadas?—manifestó Reynoso, un poco amostazado por el susto que había recibido su esposa. Sin duda creía que la traza terrorífica de su amigo dependía exclusivamente de la barba. Era un error. No dependía de la barba, ni de la nariz, ni de los ojos, ni de los cabellos, sino de la aciaga combinación que la naturaleza pérfidamente se propuso hacer con todos estos elementos. ¡Cuántos disgustos le había costado!

      Los ojos de Barragán quisieron sonreír y sonrieron en efecto, como si un buldog se hallase dotado de esta facultad.

      —¿Crees tú que la barba...?

      —Sí, hombre, sí. Quítatela.

      —¡Pero si me la quité hace dos años y al día siguiente me llevaron a la cárcel en Veracruz!

      Don Germán soltó a reír y le abrazó de nuevo. Elena le tiró de la manga diciéndole por lo bajo:

      —¡Basta, Germán, basta!

      En efecto, el paisano Barragán, según explicaba más tarde Reynoso a sus amigos, nunca había logrado quitarse de encima aquella gran traza de ladrón, aunque lo intentó repetidas veces. Por consejo de sus amigos empezó en cierta ocasión a vestirse de levita y sombrero de copa; pero con esta indumentaria estaba tan horrible, tan patibulario que los mismos amigos le aconsejaron que se volviese a la chaqueta y al sombrero de fieltro. Había nacido en Escorial (por eso le llamaba siempre paisano), pero le había conocido en Guatemala, donde también se empleaba en el comercio del café, con el cual logró juntar un pequeño capital. Poco antes de regresar Reynoso a España se había trasladado de Guatemala a México, y no supo ya más de él sino que allí se había casado.

      A los gritos habían acudido también el jardinero y su mujer y un peón de los que trabajaban por allí cerca. Todos emprendieron juntos el camino de la casa satisfechos de que no hubiera acaecido nada malo. Pero Barragán tocó en el hombro a Reynoso y le dijo:

      —Dispénsame un instante que vaya a recoger el caballo.

      —¡El caballo!—exclamó su amigo en el colmo de la sorpresa—. ¿Pero has venido a caballo?

      —Sí, he venido desde Madrid... Ya te explicaré... Seguid andando, que yo os alcanzo en seguida, porque está amarrado ahí cerca.

      Siguieron, en efecto, a paso lento el camino que ceñía el muro. Reynoso aprovechó la ocasión para darles brevemente noticias de su amigo.

      —Por lo demás—terminó diciendo—Barragán es de los hombres más honrados que he conocido. Un poco agarrado en cuanto al dinero, pero decente, pacífico, conciliador, incapaz de hacer daño a nadie... En fin, un cordero.

      —¡Un lobo!—murmuró Elena al oído de Clara volviendo al mismo tiempo la cabeza atrás con susto.

      Barragán llegaba ya con el caballo del diestro. Reynoso ordenó al peón que allí venía que lo llevase a la cuadra, y emparejándose después con su amigo marcharon un poco delante. Este le informó, mientras llegaban a la puerta del parque y lo atravesaban, de los últimos sucesos de su vida. Se había casado, en efecto, en México con una viuda que ya tenía dos hijos bien crecidos, casi hombres. («¡Claro—decía para sus adentros Reynoso—una joven no se atrevería contigo!») Al poco tiempo empezaron las disensiones en el seno de la familia. La madre tenía muy mimados a sus chicos y les dejaba gastar cuanto querían. Como no tenía mucho dinero que darles, se empeñaba en que él subvencionase a sus vicios.

      —Naturalmente, yo...

      —Ya, ya; no me digas más.

      Pues bien, el asunto se había ido poniendo tan serio, las pretensiones de los mocitos crecieron a tal punto, que ya le injuriaban y le amenazaban cuando no soltaba los cuartos. Por fin, uno de ellos le disparó un tiro...

      —¿Qué dices?—exclamó don Germán.

      —¡Ni más ni menos...! Es posible que fuera por asustarme nada más, porque la bala quedó incrustada en el techo... pero de todos modos...

      —¡Ya lo creo que de todos modos!

      —En fin, decidí escaparme. Realicé a la callandita casi todo mi dinero y lo envié en letras a Europa. Después una mañana les dejé plantados, tomé el vapor y anduve viajando algunos meses por Inglaterra y Alemania para despistarlos, porque sospecho que me seguirán los pasos. Por fin, vine a Madrid, y allí estoy desde hace quince días. Tenía grandes deseos de verte, pero, francamente, el Escorial es un sitio peligroso para mí porque han de suponer que he venido a recalar a esta tierra.

      —¡Pero hombre, parece mentira que con ese aspecto tremendón y esas barbas tengas miedo de tus hijastros!

      —Es que no los conoces, Germán. ¡Mis hijastros son dos gauchos, dos leopardos!

      —¡Pero tú pareces un tigre!—repuso riendo Reynoso.

      Mientras esto sucedía en las afueras del parque, dentro de él Tristán llevaba a cabo un gravísimo descubrimiento. Hostigado por los recelos que Cirilo y Visita le infundían y ardiendo en deseos de cerciorarse de la intriga que contra él se tramaba, no dudó en faltar a la delicadeza espiándolos. Sabía que el matrimonio se hallaba en el cenador con el marquesito, y hacia allá se dirigió sin hacer ruido. Metiéndose en el macizo de las cañas que lo circundaban, observó en qué situación se hallaban colocados y se aproximó buscándoles la espalda. Las primeras palabras que oyó le dejaron yerto.

      —¡Pero si ya está arreglado!—exclamaba el marquesito.

      —Lo que está arreglado se desarregla y lo que está hecho se deshace—respondía Visita.

      Una ola de sangre subió al rostro de Tristán. Estuvo a punto de caer. Quiso avanzar más para escuchar la conversación que se le escapaba por haber bajado la voz los interlocutores, pero uno de los perros que allí estaban lo olfateó y se puso a ladrar. Entonces no tuvo más remedio que descubrirse, fingir que llegaba en aquel momento haciendo de tripas corazón, sonreír y dirigir palabras amables a aquellos traidores. Ellos le recibieron con la más perfecta tranquilidad fingiendo pasmosamente que tenían gusto en verle por allí y preguntándole por Clara. Imposible llevar a grado más alto la hipocresía. ¡Qué abismo de maldad es el corazón humano!

      No hacía mucho rato que estaban allí sentados cuando llegó la caravana que conducía en triunfo al paisano Barragán. El marquesito y Cirilo, al verle, se pusieron en pie y sus ojos no pudieron menos de expresar la sorpresa y la inquietud. El mismo Tristán, a pesar de hallarse bajo el peso de un desengaño doloroso, miró con estupor a aquel extraño personaje. Reynoso lo presentó con palabras afectuosas y cordiales, desvaneciendo la primera desagradable impresión. Se narró en medio de algazara la terrible aventura de Elena y el valor desplegado por Clara en aquellas críticas circunstancias. Tristán, cuyo corazón estaba henchido de amargura, tomó la palabra para dejar caer una gota de hiel.

      —Nada tiene de extraño el susto de Elena. Los peligros

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