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por lo que temo que va á pasarme, sino (me ocurre muy á menudo) por cuanto de malo me ha pasado en la vida. Lo repaso, lo recuerdo, lo rumio, y las contrariedades difuntas resucitan; ni aun las grandes, no: las pequeñas, las ruines. Quisiera trocar mi suerte, ser carpintero ó herrero, no hallarme aquí, emprender un viaje, recluirme en Zais; á pesar del contento del estómago, mi cerebro se ensombrece, y de puro nervioso echo chispas como los gatos. ¡Miseria, nulidad de la vida!

      Orden, orden: á escribir sin temblequeteo de pulso.

      Salí de casa (con el pie derecho, por si acaso), y cuidé de sentar también el pie derecho, ante todo, en el portal de Dumbría.

      Asistí á los preparativos. Acomodé yo mismo el retrato sobre un caballete dorado, y drapeé la tela antigua, tul bordado de flores empalidecidas, con el cual hicimos un pabellón gracioso, arrugado por mano de artista, al marco dorado y color madera. Me alejé, me acerqué, le corrí, le encontré al fin el punto de vista bueno; y al sonar las cinco, me escondí, con huída de gamo al través de los matorrales, en las habitaciones interiores: Minia se reía, afirmando que en Madrid, cuando se avisa para las cinco, ni un alma antes de las seis y media. Y así fué.—Á las siete, apostándome impaciente detrás de una cortina, escuché un zumbido de colmena, y destacándose de él, palabras sueltas, exclamaciones. Servían el chocolate, y lo que pude entender se refería á tal operación gastronómica. “Qué bueno es este bizcochón...” Á las ocho fué acallándose el mosconeo de la gente; á la media, silencio, y las señoras de la casa que venían á buscarme, con el rostro destellando satisfacción. Á mi interrogación muda, Minia alzó un dedo.

      —¿Un encargo?

      —Uno solo, por ahora...; pero vale por cien. ¡Trae trébol de cuatro hojas! La condesa de la Palma. Lo mismo fué fijarse en el retrato, que exclamar: “Envíeme usted sin tardanza ese prodigio”.

      —¿Ha dicho prodigio?

      —Textualmente.

      —¿Y cómo es esa señora?

      —Como le podía á usted convenir que fuese la primer gran señora que pide que la retrate. Moralmente, encantadora; culta, de una cortesía y una lealtad en sus amistades, que escasean; con prestigio, con relaciones sobradas para imponerle á usted. Físicamente, un tipo para pastelista: rubia, blanca, ojos azules, facciones menudas, sonrisa de inteligencia, malicia mundana en la expresión. Ya aceptado por esa señora, podemos quitarle á usted los andadores. Ella le guiará. No se alarme usted, no alteramos el programa: habrá otros dos chocolates; verán mi retrato cuantos creamos que es conveniente para usted que lo vean; pero el paso inicial está dado con suerte.

      —Con el pie derecho—murmuré, acordándome de mis precauciones, y sintiéndome tan gozoso que me volvía niño.—De pronto, una inquietud.

      —Así de ropa, ¿cómo me presento en casa de la condesa?

      —¡La condesa, ya le he dicho á usted que es buena é inteligente!—insistió Minia.—No será ella quien se fije en eso; es decir, fijarse sí, no se le escapará; pero se dará cuenta de lo natural del hecho y no se burlará ni por asomos. No por ella; por conveniencia general, encárguese usted algo. Le hace á usted tanta falta como los pinceles.

      ¡Minia llama algo á un traje completo de sociedad, con abrigo; otro traje de mañana, corbatas, camisas, botas, guantes, el demonio! No hay remedio, el sastre sea conmigo. Parezco un pobre vergonzante: así no me admitirían. ¡Ah, mi gabán verdoso, mi pantalón color nuez, con rodilleras, mi sombrero blando, de fieltro, mi pelaje de artista! ¡Yo que aborrezco el frac!

      Paciencia; si he de llegar á ser, á revelarme, necesito subsistir, y la subsistencia así viene, y entretanto á adelantar, á adquirir impecable dibujo; el colorido, después.—Se me figura que he conquistado hoy el pan, y he vuelto á casa con el júbilo innoble de un perro que caza un hueso circundado de piltrafas.

      Fin de Diciembre.—Además del retrato de la Palma—que en efecto es como me la ha descrito Minia—han salido de los dos chocolates de casa de Dumbría otros encargos: una señora quiere el retrato, de cuerpo entero, al óleo, de sus niños; otra, un pastel con manos y busto, envuelto en pieles de chinchilla.

      ¡Al óleo! Mi conciencia protesta. No sé pintar al óleo. En el pastel me desenredo; en el óleo estoy á ciegas. Antes de pintar al óleo un retrato, debo ir á lavarles los pinceles á Sala ó á Sorolla, y á barrerles el taller dos años; después, hablaríamos. El óleo es la única pintura positiva. Estuve á pique de negarme en seco. Las quinientas pesetas de cada retrato al óleo me subyugaron. La baronesa de Dumbría no se explicaba mis escrúpulos; Minia, sí; ¡pero, quinientas! y con el sastre amenazando...

      En La Época, por primera vez, leo mi nombre, flanqueado de epítetos lisonjeros. Es una crónica de las reuniones de Dumbría; elogian el retrato de la compositora, anuncian el de la Palma, recuerdan las tradiciones aristocráticas del pastel, consignan que después de la muerte de Madrazo no ha quedado en Madrid un retratista de damas—y pronostican que ese retratista puedo ser yo.

      ¡Lagarto, lagarto! Otro es mi sueño...

      El Imparcial también me dedica un párrafo. Me llama “modesto artista”. ¡Modesto! ¡Rayo! Modesto, no; ¡cargue Satanás con la modestia!

      Á la siguiente noche, en la Sociedad, mientras Cenizate me suelta un fogoso abrazo de felicitación, percibo en los demás, y especialmente en los que creía algo amigos míos, una ironía y una sorpresa malévola, gestos impertinentes. En un grupo se dan al codo y ríen; en otro bajan la nariz y se chapuzan en el dibujo. Solano, el impresionista, me vuelve la espalda. No existo. ¿Envidia ya? ¿Envidia de qué? Ellos lo único que deben envidiar es la gloria; eso sí que lo envidio yo, con rabiosos transportes y con respeto fanático á los gloriosos (si es contradictorio, también es verdad). ¿Pero envidiarme el pan, y un pan tan triste? ¡Miseria, miseria, miseria!

      Además de la envidia, percibo otra cosa todavía más mortificante, ¡el desprecio!

      La simpatía de mis compañeros me animaba. Hoy parece que me miran por cima del hombro; no desdeñan mis aptitudes: desdeñan al tránsfuga, al intrigante.

      —No hagas caso—aconsejó Cenizate cuando salimos juntos.—Tonterías. Uno de esos amaneramientos de taller. El estribillo de que para ser artista hay que ser un puerco-espín, hablar en carretero y en chulo, no tratar sino á las modelos. Mejor si te llevan en palmas en los salones y te sonríen las deidades.

      ¡Este ya se figura!... ¡Otro como Goizán!

      La Palma—noto que aquí nadie dice la duquesa de Alba, sino la Alba, la Osuna, la Laguna,—la Palma me acoge con bondad suma, y está muy contenta de su retrato, del parecido, de todo. Su casa es un palacio, en una calle anticuada y solitaria, donde se ignora el ruido de los tranvías. En otras épocas se celebraron allí grandes bailes; ahora sólo tertulias íntimas, tresillos, tal cual comida—según me dice la misma condesa. Ella ha hablado de mí á su círculo, y espera decidir á alguna elegante á que se deje retratar, en cuyo caso me pondré muy rápidamente de moda. Pregunto qué elegantes son esas y en qué se diferencian de las otras damas; si son más bonitas, más ilustres, ó se visten por otro estilo; qué tienen de particular para que si se encaprichan le pongan á uno en candelero. La Palma sonríe; sus ojos azules chispean picaresca é indulgente jovialidad.

      —Amigo artista—me dice en su correcto y reposado tono habitual,—no quiero adelantarle á usted impresiones de sociedad, porque usted no es de los que necesitan que les den la sopa con cuchara de bayeta. Me alegraría mucho, por usted, que Lina Moros consintiese; es una hermosura... ya verá usted. Con Lina Moros triunfaría usted en toda la línea. Le conviene á usted retratar de esas bellezas profesionales.

      Pedí detalles, rasgos.

      —¡Aguarde usted! Si tengo aquí la fotografía.

      Quedé deslumbrado. Aunque conozco las triquiñuelas de los fotógrafos de alto copete, y cómo ponen y cómo hacen... lo propio que yo hago, ¡infeliz de mí!, sé también hasta dónde alcanza

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