Скачать книгу

un Ribera. Creía yo que aquellos clarobscuros y aquellos tonos de Ribera eran falsos. No: en la piel del viejo encuentro el mismo ocre amarillo, la misma tierra de Siena, la misma sombra calcinada de los ascetas riberescos; y su vello y su barba y su pelambrera—á las cuales los artistas le hemos prohibido tocar: es nazareno—son del mismo gris plomo, con toques blanco plata y los tonos y reflejos de una armadura. Al estudiar al viejo, cargo la paleta de colores á la española; mi pincelada se hace amplia, fuerte, y me voy al estilo franco y á las grandes masas. Hasta me sugiere asuntos castizos y anticuados; ayer le boceté de San Jerónimo, con su pedrusco en la derecha.

      Final de Noviembre.—¡Llegan, llegan las de Dumbría! Preciso era; porque se me iban acabando el resuello y la esperanza, y además, en todo este mes no he comido cosa que digiriese; noto el estómago tan frío, que—se lo conté ayer al hermano de mi amigo Cenizate, que es médico—padezco una aprensión rarísima (él la calificó de alucinación, engendrada por la dispepsia): la idea de que me lo cruza, sin interrupción, una glacial corriente de agua.

      Como he adquirido una tetera, me inundo de te para digerir las porquerías; estoy muy nervioso, sueño dislates, y de día miro mi taller desmantelado, mi casa sin muebles, mis perchas sin ropa—y los planes de atraer aquí al gran mundo, y al gran mundo femenino, se me representan como delirios de la calentura.

      Por cierto, á propósito de este delirio, que la carta de ayer de mi romántico amigo de Marineda, Florencio Goizán, es para desmigajarse de risa. Me ha cogido en un día de los de humor más negro, y me lo mitigó... Hay párrafos deliciosos.

      “¡Mortal tres veces feliz!”—me escribe.—“De este aburridero, este rincón donde no se puede ni soñar en ilícitas aventuras—porque detrás de cada vidriera hay una vieja atisbando,—te envidio el jardín que ya empieza á brotar en tu taller. ¡Qué jardín! Desde la altanera flor de lis purpúrea, hasta la original orquídea modernista, no habrá flor de estufa que ahí no pueda lucir en el caprichoso búcaro oriental. ¡Qué mujeres, Cristo! Ya las miro subir tus escaleras con el corazón palpitante; llamar á tu campanilla con trémula mano enguantada de Suecia; entrar con ese delicioso ruge-ruge de sedas que él solo estremece; inundarte el taller de oleadas de ideal y de brisas rusas; reclinarse negligentes en el sofá Luis XV, mientras tú te hincas de rodillas á sus pies sobre un almohadón de terciopelo y empiezas á contar tus ansias. Habrás dispuesto (naturalmente, es de cajón) el refresco en el velador árabe; allí sus emparedados, sus bombones, y allí su vino de Málaga. Y si llegase impensadamente el celoso marido, la dama adoptará pose en el estrado, tú agarrarás tus lápices, el retrato seguirá viento en popa,—y aquí no ha pasado nada, caballeros.

      “Lo más sabroso ha de ser eso: engañar á un necio orgulloso de sus blasones, con el pretexto tan socorrido de los retratos. ¡Porque cuidado que es socorrido! No es pretexto sólo; es ardid de guerra. Si yo fuese padre, amante, marido, cualquier día consiento que tu la retrates y estéis solitos bebiéndoos á tragos largos la mirada horas enteras. Vamos, se necesita ser memo. ¡Ya que la memez es epidémica, incurable, triunfa, mortal tres veces feliz! No te pares en barras, no te achiques al tropezarte con las rimbombantes genealogías: la mujer es mujer, ya nazca en áurea cuna, ya en el arroyo; el flecherillo todo lo iguala; los antepasados de coraza ó ferreruelo no se alzan de sus tumbas, y tú acuérdate de Goya, que prefirió pintar mejillas ducales y borrar luego con los labios el carmín, á legar á la posteridad un nuevo título de gloria. ¡Ah! ¡Quién pudiese estar en tu lugar unos meses siquiera! Desgarra encajes de Venecia, arruga sedas de Lyón, desabrocha collares de perlas, descalza esquifes de raso, y compadece á los amigos que se pudren leyendo cartas sin timbre y sin ortografía, no llevando sus ambiciones más arriba del taller de costura, los dedos picados y el zapato de cuero gordo. Más suerte tienes que un ahorcado; es de esperar que sepas agotarla, y que en el verano, á la sombra de los castaños de Zais ó en la playa de Riazor, nos refieras episodios. ¡Digo, si es que te dignas volver á las natales costas, y no te arrastra el torbellino del gran mundo hacia la isla de Vight ó los arenales de Trouville!”

      Así, copiado al pie de la letra.

      ¡Gastan imaginación en Marineda, vaya si la gastan! ¡Y lo cómico es leer esto en el camaranchón que llamo taller, amueblado con una estufa que no tira y el caballete mecánico, y visitado sólo—á tanto la hora—por la modelo, la Eladia, que deja caer, al desnudarse, un corsé muy usado, color lagarto mustio, del cual reniego!

      —¿Chica, no tienes más corsé que éste?

      —No, sorito...

      El tono es tan triste, que arrío dos duros para un corsé nuevo y blanco; al otro día sube con el antiguo. Que su madre está enferma, que tuvo que comprar una medicina “barbaridá de cara...” ¡Bien, adelante! De rabia, la coloco, borrajeo un apunte, y me sale regular; la modelo, destacándose sobre la luz de la vidriera y ajustándose el corsé, con un movimiento airoso de los brazos hacia atrás. No la vuelvo á dar propina: la guita se me va que vuela.

      Diciembre.—Me he reanimado al ponerme al habla con las Dumbrías. Me hicieron cenar allí la noche de la llegada, las provisiones que traían en el tren, que me supieron á gloria, y eran, sobre poco más ó menos, lo que hubiese comido en mi taller—fiambres, pastas.—¿Por qué digerí mejor ya? ¿Es que mis nervios mandan en mí tan absolutamente?

      Á la siguiente mañana me llamaron por teléfono—el teléfono del despacho de aguas minerales, en el piso bajo de mi casa,—para avisarme que vendrían á visitar mi instalación. Han venido, impresionando á la portera, que al cabo ve aquí unas señoras; se han reído mucho de ver cuántas cosas me faltan.

      —Supongo—dijo Minia—que estará usted encantado, porque esta escasez es poesía.

      —No tal—grité.—¡Ay, los soñadores! ¡Señora, esa fantasía de usted! Estoy perramente, y es imposible, aunque llegasen á enterarse de mi existencia, que ninguna dama ponga los pies en tal desván.

      —Muchísimas gracias, por la parte que nos toca...

      —Bueno; ustedes, es otra cosa. Ya me entienden...

      Horas después llamaron á la puerta y entraron dos mozos cargados de trastos. Las Dumbrías, que justamente acaban de arreglar un salón-biblioteca y de cambiar parte de su mobiliario, me remitían estantes para libros, cortinas, una cama de madera, un sofá, algunas sillas. “No nos caben en casa”, decía el billete. “Vaya usted á comer á las ocho, y no espere buen trato, estamos desorganizadas todavía... No tenemos más convidado que usted...” Interpreto: puedo ir con esta ropa. De perlas, la ropa. Es la misma con que vine de Buenos Aires; la hice á principios del verano de allí, que es el invierno de aquí, y por consiguiente, ahora, en otro invierno, después de dos veranos empalmados, porque en Mayo me vine á España, cualquiera adivina el aspecto que ofrece, y lo que abrigará. “Poesía, poesía...”, dirá Minia... “Pulmonía...”, digo yo. Y además, el único gabán se ha puesto del color indefinible del corsé de la modelo. Habrá que equiparse.—¿Habrá...?

      Al salir de casa de Dumbría para ir á dibujar á la Sociedad, una digestión completamente feliz me despeja la cabeza. En fin, el caso es que dentro de unos quince días, el tiempo estrictamente indispensable para “arreglar” algo, darán tres reuniones por la tarde, á las cuales yo no asistiré; expondrán el retrato de Minia, y malo será—opina la baronesa—que no salten encargos.

      —Sea usted, al principio sobre todo, muy transigente. Cobre poco: en Madrid no se atan los perros con longanizas; las necesidades de apariencia de la vida son muchas, y los más ricos y empingorotados miran al microscopio lo que gastan. Préstese usted á ir á las casas á trabajar; vale más, ya que tiene usted el taller en malas condiciones...

      —Pero la luz...

      —La verdadera luz son los cuartos. Déjese de historias.

      De modo que ya se revela mi porvenir. Subir escaleras como los maestros de piano, esperar en la antesala á que me mande pasar la señorita, retratar con luces de interior y á la hora que me ordenen... Y lo más vil es temblar, no á esas humillaciones, sino á que no llegue el caso de sufrirlas;

Скачать книгу