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cera; disciplínese la voluntad; precava el desengaño. ¡Beba cada día un sorbo de decepción: el vaso entero, de una sentada, es dosis mortal! Un sorbo es muy provechoso; aunque mejor sería no necesitarlo, no haber soñado, y ser como los ciápodos, que tienen la cabeza junto al suelo—lo más bajito posible; rasando la tierra; tanto, que sus pelos se vuelven raíces...

      —Habla usted así porque ya ha llegado.

      —¡Hablo así porque estoy en un momento de sinceridad, virtud ó cualidad antipática por esencia, presencia y potencia...! Y quizás estoy en un momento de sinceridad, porque anochecerá pronto, porque el aspecto del campo es solemne, y la humareda de las cabañas flota con magia sobre el telón de selva. El paisaje, en mí, determina el estado de alma. No me haga usted caso.

      Silvio, al contrario, se impresionó. Era un océano amargo y hondo, sin límites, lo que se asomaba á los ojos, á la fisonomía de la compositora, lo que gemía en su voz. Creyérase escuchar el murmurio fúnebre, amplio, del mar de Cantabria.

      —¡Aun así!—exclamó el artista.—¡Aunque me cueste eso y más!

      —¡Taikun!—llamó Minia, cambiando de tono, recluyéndose en sí.—¡Aquí, monigote! Vamos, quieto... Ya tienes la lana llena de hojas, tonto; ven, te las quito para que te luzcas.—Y con placidez afectuosa, volviéndose al pintor:—Su aspiración de usted, ¿conformes, supongo?, es incompatible con la felicidad, que consiste en desear cosas accesibles, pequeñas, vulgares, corrientes, en cultivar manías inofensivas y obscuras, como reunir variedades de claveles y tulipanes, coleccionar botones ó hebillas de cinturón... Y usted renuncia á ser feliz: convenido. ¿Renuncia usted también al triunfo? ¡Ah! Renuncie. ¡Sea modesto, fórmese un corazón humilde y puro, como los de los grandes artistas desconocidos de la Edad Media... y quizás...! Usted, hoy pastelista, sería antaño miniaturista y monje. En su celda, después del rezo, diseñaría y policromaría lirios y mariposas; nacería una primavera en la vitela, un jardín sobrenatural como el del Cordero místico de Van Eyck. Cuando sonase el Angelus, ¡que está sonando ahora! ¿no lo oye? allá en la parroquial de Monegro,—vería usted entre el azul de las lejanías una figura escueta, virginal, y un ser de alas tornasoladas, divino: ambos descenderían de sus pinceles á la página del horario... Nadie conocería su nombre de usted: muda la infame fama... la imprenta por inventar... ¡Oh delicia! ¿Qué falta hace el nombre? El arte anónimo es el Romancero, es las Catedrales... Usted, de seguro, está dispuesto á batallar por la victoria de unas letras y unas sílabas: ¡Silvio Lago! Veneno de áspides hay en el culto del nombre. Por el nombre nos desempeñamos tras la originalidad—y el arte uniforme, poderoso, se acaba; sólo hay el picadillo; falta la redoma que nos integre y amase con el jigote la persona.

      —¿Y usted se ha contentado con arte anónimo?

      —No... Por eso he recibido en mitad del pecho todas las puñaladas. El arte anónimo era como el sayal: vestidura idéntica, que identificaba aparentemente. Dentro latía el corazón, el cerebro funcionaba, la inspiración nada perdía. Hoy... es un infierno. Y en usted, además, ¡la complicación económica! Cuenta usted veintitrés años, batalla desde los catorce, y aún no ha juntado sus granos de trigo, pendiente de que en Madrid le demos á conocer por... por el aspecto industrial... ¿Me excedo?

      —No, no; siga... ¡Al fin, alguien que me habla así! Pegue usted fuerte, no duele; al contrario.

      —Le damos á conocer... retrata usted... ¿á cuánta gente necesitará retratar?

      —Cuatro retratos al mes, á doscientas pesetas; ocho ó diez días de trabajo... y me bastará. Los restantes veinte días... para dibujar mucho; academias, desnudos. ¡Dibujar! la ortodoxia, la probidad de la pintura. Así que dibuje... como aspiro, ¡á un estudio de notabilidad! ¡á postrarme ante Sorolla, por la luz, el aire, la pincelada!

      —¿Sorolla?—repitió con extrañeza Minia.

      —¿No le admira usted? ¡Pinta tanto ó más que Velázquez!

      —No se trata de pintura ni de admiración. Sorolla es enteramente adverso, me parece, á los gérmenes que usted lleva en sí. Cada cual debe abundar en su propio sentido, desarrollar sus tendencias. ¿No estima usted la elegancia, la distinción? ¿No era Van Dyck, ante todo, un aristócrata?

      —No; yo sólo estimo la fuerza. Ó pintaré como un hombre, virilmente, ó soy capaz de pegarme un tiro.

      El Angelus seguía sonando; sus lágrimas de plata caían en la atmósfera acolchada de bruma transparente. Los obreros que trabajaban en terminar la torre de Levante, la más alta de las tres de Alborada, se escurrieron de los andamios y cruzaron en fila de hormiguero dando las buenas noches, zuequeando y haciendo crujir la arena. Eran picapedreros, mozos la mayor parte, y el sábado les alborozaban la cobranza, el descanso, el bailoteo en perspectiva. Obscurecían la terraza con sus cuerpos vestidos de telas pobres; olían acremente á sudor; el ambiente se enturbió cuando ellos desfilaron.

      —Tal vez éstos—observó Silvio,—si consiguen lo que se proponen, si llevan adelante sus colectivismos, traerán, andando el tiempo, otra etapa de arte anónimo. Encasillados los artistas, cubiertas sus apremiantes necesidades, trabajarán sin exasperación de la vanidad, sin el aguijón del nombre. En Buenos Aires he conocido á bastantes socialistas... Los anarquistas, sin embargo, nos salvarán del anonimato, idea á que no me puedo habituar.

      —Porque es usted todavía medio chiquillo. Si vive y paladea las ambrosías... ya me contará el sabor de boca que le dejan.

      Un imperceptible orbayo, un soplo frío que extinguió la hoguera lejana del Poniente. La noche. Un globo de oro que al elevarse palidecía, se convertía en enorme perla gris y nacarada: la luna. Y la gran escenógrafa traía su telón romántico preparado, la fachada lateral de las torres toda en sombra, el frontispicio luminosamente blanco, los detalles de arquitectura adquiriendo un realce y una significación de misterio, el bosque ensanchado por la obscuridad, las acacias más grandiosas con su desmelenado ramaje, y allá en último término, el valle anegado en una nebulosidad azul que borraba los contornos y le daba apariencias de lago encerrado entre nubes y vapores de una delicadeza etérea.

      El domingo siguiente oyeron misa en la capilla de Alborada. Llovía, llovía; plantas y flores se bañaban voluptuosamente, agradecidas; el otoño había sido bochornoso y seco. De las fauces de piedra de las gárgolas, un chorro continuo descendía á estrellarse en la enarenada tierra. El capellán no consintió, sin embargo, quedarse á comer en espera de la escampada. Despachado el caraqueño, trasegado el último sorbo de agua donde se disolvían caramelosos residuos de azucarillo, se encasquetó el sombrero de ala ancha, se colgó el rudo capotón, y encajándose á lomos de su montura, salió hacia la carretera, á trote corto, protegido por un paraguas monumental. Silvio presentó á Minia una hoja de álbum con la donosa caricatura ecuestre del clérigo.

      —¡Pobre hombre!—sonrió la compositora.—¡Bah! Su misa vale exactamente como si la dijese Lacordaire, que era tan elocuente y tan apuesto. Nuestro corazón es soberbio; lo tenemos asediado por los sentidos. No nos basta Cristo en cuerpo y sangre; nos lo ha de consagrar un cura pulido, un cura bien—que no sea ese casi labriego, con tierra entre las uñas.

      —¡Quién tuviese fe religiosa!—suspiró Silvio.—Á mí el corazón, como le dije á usted, se me ha encallecido; otro inconveniente para ser el monje miniaturista, apacible en su celda.

      —Sí, la fe era una de las felicidades; y probablemente, la única que no sabe á ceniza. Suponer que hoy no cabe tener fe, es igual á suponer que ya no nacen las azucenas aunque las sembremos. No repita usted esa muletilla cargante de la fe deseada é inaccesible. Humildad, purificación, preparar el nido á la golondrina: ella vendrá.

      —¿Y si no se comprenden ciertas cosas?... Vamos á ver: ¿cómo se arregla uno si los dogmas repugnan á la razón?

      Minia guardó silencio un instante. Silencio desalentado. La paralizaba aquel argumento pobre y mísero, pero que, para ser rebatido, exige una transfusión de alma del creyente al incrédulo; y pensaba que las almas son solitarias, incomunicables, huertos cerrados, selladas fuentes... Silvio

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