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La Quimera. Emilia Pardo Bazan
Читать онлайн.Название La Quimera
Год выпуска 0
isbn 4057664150219
Автор произведения Emilia Pardo Bazan
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
El conjunto me satisface: los tonos marfileños de la piel los suavizan el encaje, y la carlanca, de perlas redondas y menudas; el pelo liso es una nota intensa y dulce; las manos, admirables, de un dibujo perfecto; y al considerarla atentamente, así en conjunto, comprendo el interés de su figura, la expresión apasionada y soñadora de los ojos y los labios. ¿Mentirá esta cara, como miente la mía?—Dentro del género, este retrato puede ser más que los otros; ¿por qué no intentar que resulte algo delicado y serio? Trabajo, pues, con empeño, guiñando los párpados, alejándome, acercándome, reposando y conversando. La voz de la Ayamonte es simpática, afectuosa, algo velada; la emoción la enronquece en seguida; su conversación revela cultura extraordinaria en mujer, hasta sensibilidad artística; advierto que es la suya una organización fina y nerviosa hasta lo sumo.—¿Se parecerá en esto también á mí?
—¿Señora, no ha notado usted que... es ridículo, no se burle... que hay una vaga semejanza entre la expresión de su cara y la mía?
—Quiera Dios, en favor de usted, que sólo en eso nos asemejemos—contesta con calma triste.
—¿Tan mala es usted por dentro?
—Mala... no. Malaventurada.
Pausa.
—¿Malaventurada...?—repito mientras empiezo á indicar muy en esbozo las tintas amarillentas del blando y rico encaje, para entonar mejor después el rostro.
—...ísima—afirma sonriendo un poco.
No me resuelvo á insistir, y la miro, vertiendo mis pupilas en las suyas. Se demuda, se estremece. Visiblemente se ha estremecido.
¿Qué haré? ¿Seré tonto si cuando se levante para mirar el retrato no la paso el brazo por el talle, ó más bien la tontería consiste en meterme en la camisa de once varas del galanteo?
La Ayamonte me avisa que está algo indispuesta y no vendrá en unos días. Acuden otras señoras, sin preocuparse de la calle; no he notado más síntoma de aprensión en ellas sino que al apearse del coche (lo he visto por la ventana) se remangan mucho el traje y pisan con melindre.
Emprendo la cromotipia de la Sarbonet, una regordeta campechana, teñida de caoba; en realidad, lo que quiere retratar es su abrigo, de chinchilla y armiño verdadero. Tantos pellejos dan unas notas bonitas al lado del raso fofo, á ramos, del traje, y saco de esa mujer vulgar un pastel de los mejores, en el cual hay algo de brío. Me siento de buen humor; tomamos confianza. La Sarbonet descubre el retrato empezado de la Ayamonte, y me cuenta mil chismes. La conoce desde pequeña.
—Pretenciosa, espiritada, romántica... La ha educado del modo más estrafalario su tutor...
Aquí, tos afectada.
—¿Tutor?—repito para estirar una lengua que no lo ha menester.
—Tutor, padrino... ¡qué sé yo! El famoso Doctor Luz, D. Mariano; el último figurín de la medicina, el que nos trae las novedades de Alemania. Á mí me quiso curar la jaqueca con masaje... No se ría usted, ¡qué guasón! Si no amasa él; si envía una amasadora muy borrica, que le pega á uno cada cachete... En fin, que el doctor era el amigo de la casa, que asistió á la madre de Clarita en el parto, de resultas del cual murió; que apadrinó á la chica; que, según dicen, ayudó á salvar la fortuna, algo comprometida por las tonterías del Coronel, el... papá, que, por fortuna, también se las lió pronto; y lo cierto es que Clarita tiene una posición excelente.—Sólo que, ¡la educación! Aquella cabeza es una olla de grillos; tantas cosas raras aprendió... Leyó cuanto quiso, estudió extravagancias... pero...
Mohín púdico, que le cae á la Sarbonet como á un galápago una mitra.
—Pero... corrección... y religiosidad... ¡ni pizca! ¡Más shocking!
Cambio de frente, inspirado por la cara que yo debía de poner:
—Y... ¿quién la arregló el traje? Ella no sería: se viste como una portera...
Ya voy teniendo en mi taller, no sólo á los que se retratan, sino á algunos curiosos, aficionados, inteligentes, ociosos, flanistas, cronistas, clubistas. Vienen desperdigados; no tertulian. Desde el primer día he establecido rigoristamente que si hay una señora retratándose, no se pasa. Los encargos arrecian; he abierto un libro con fechas, plazos, indicaciones. Á no ser así, no me entendería.
Ello es verdad, este caso inverosímil ocurre; me he puesto de moda en un par de meses, y llevo camino de que se me disputen, pues ya comienzan los recaditos avinagrados, las esquelas imperiosas, los gritillos nerviosos, por teléfono, que indican la exasperación del deseo. “¿Qué dice? ¿Que no puede hasta dentro de dos semanas? ¡Pero si para entonces tengo que irme á Sevilla! Ahora, ahora mismo”. Según creen personas expertas, no deja de contribuir á este apuro el rumor de que voy á subir los precios. Noto que en Madrid la gente, al abrir el portamonedas, hace un esguince involuntario. Es que la vida moderna entra aquí con sus exigencias y refinamientos, y no encuentra preparados ni los bolsillos ni las voluntades; se ha trabajado poco, se ha vegetado entre orgullo é inercia, esperando quizás estacionarse en el período de la alcarraza y el coche de colleras, mientras en Europa se multiplica el goce y los automóviles echan demonios; las fortunas aquí deben, pues, de ser mediocres, y, en general, desproporcionadas con la posición y las ansias de confortable. La gente vive de pantalla: palcos, coches, trapos quizás, y lo que no tiene que ver con esto (mis pasteles, verbigracia) es un renglón extraordinario... Total, que me asaetean á prisas, por si subo. Total, que debo subir.
No por eso espero mejorar mucho mi situación económica. He cobrado dos ó tres retratos ya, he dado un ten-paciencia á los anticuarios y estoy con el agua al cuello. Aún no he podido abonar la factura del sastre, que ya me la ha presentado políticamente una vez; las cuentas de carbón y plaza, administradas por la portera, hinchan, hinchan; el de la tienda de marcos también echa sus indirectas; y hay mil imprevistos, y el segundo plazo de la venta de mis cuatro terrones aún falta tiempo para que llegue á mi poder. Y entretanto mi estudio se ve visitado por gente de buen tono; á veces me deslizo á ofrecer una taza de te incorrectamente servida, cachifollada, entre el revoltijo de los lápices, los bocetos, las paletas cargadas y las cajas de colores; me han invitado á algunos saraos; no he ido, tengo pocas ganas—y evitaré prodigarme y ser pintor faldero, al menos en este respecto...—¡Ah! el mote de pintor faldero sale de la Sociedad de Acuarelistas, donde cada vez soy más impopular; los bombos de Monteamor en La Época me cuestan ver muchas caras de cuerno y muchos gestos burlones. Por Cenizate sé lo que de mí se murmura. Nunca seré nada; no tengo de talento ni tanto así; soy un adulador, un degradado; me ensalzan porque intrigo, porque mi tipo afeminado encapricha á las señoras—á las bribonas, es lo literal;—sigo la brillante carrera de retratista guapo... etcétera.
Nadie se acusa con mayor severidad que me acuso yo; pero, al fin y á la postre, cuando me azotan así, es cuando me sublevo. ¿Qué hicieron ellos, vamos á ver; qué hacen, qué harán? ¿Se nos prepara una nueva generación de gran altura? ¿Dejan tantas obras maestras las Exposiciones? Ellos y yo, por ahora, garrapateamos, manchamos, tanteamos... Acaso ellos, en mi pellejo, descubierto este filón de los retratos fáciles, no continuarían abrasándose, como yo, en el ansia devoradora de lo otro...
Al enterarme de estas chismografías bohemias, no pegué ojo en toda la noche; me levanté temprano, con el estómago revuelto, amarilla la tez; me parecía tener calentura; di orden á la portera de que despachase á todo el que viniese, diciendo que me encuentro algo indispuesto y no puedo recibir—á pesar de ser el día en que me pide otra vez sesión la Ayamonte.—Y, dominando un jaquecón que me parte las sienes, atiborrándome de te, con el pulso temblón, vuelvo de cara á la pared los retratos empezados, sin precauciones para no borrarlos, y cogiendo un lienzo, armando mi paleta, empiezo á bocetar un cuadro al óleo—Recolección de la patata en la Mariña.
Este cuadro puedo decir que lo tengo en apuntes, en notas tomadas directamente, aldeanas. Al volver á verlas, después de tanto tiempo y tan lejos de donde las recogí, ¡qué alegría!—me parecen fuertes y sinceras. La vieja que se cubre con el paraguas