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destripado por el azadón y enseñando sus riñones, las patatas; allá en el fondo, el cómaro que limita el predio.—Y los colores chillones de las ropas, y el verde insolente de la vegetación, y el cielo brumoso—y la augusta verdad. Me embriago componiendo, olvido las mezquindades ajenas y propias; el cuadro adelanta; me parece que lo saco de mis entrañas; lo besaría.

      Á las doce, la portera me sube un par de huevos estrellados y un chorizo frito.

      —Déjelo usted ahí...

      Ni lo miro. Incansable, continúo. Una contracción del estómago, una onda de saliva en la boca, me avisan de que la bestia pide su ración. Trago los huevos fríos (¡están atroces!), y vuelta al cuadro. ¡Es que sale bien de veras! Á las dos, la velada voz de la Ayamonte en la antesala:

      —¿Que está enfermo?

      —No, señora; un poco indispuesto ná más... Se ha acostao.

      Y la voz, enronquecida:

      —Si se empeora, avíseme, calle... número... Anochecido, volveré á preguntar.

      ¡Al diablo! Á mi recolección de patatas. Sin moverme, he pintado desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde; y ya no veo, siento vértigo, me duele todo; pero el cuadro está ahí, planteado, completo, faltando únicamente pormenores de ejecución. Me enderezo; las piernas me tiemblan; obscurece ya, y tambaleándome me dirijo á mi alcoba, me acuesto, me arropo con el poncho, y, sin transición, me quedo dormido con sueño profundísimo, de piedra.

      ¡Las diez de la noche! Duermo ha largo tiempo. Despierto aturdido, en la obscuridad. Doy luz eléctrica, y miro el reloj. Alboroto á la portera.

      —Pronto, algo de comer... Al café de más cerca... Chuletas, magras, tortilla...

      —Esa señora, la el retrato, dos veces ha venío á preguntar...

      Una esquela á la Ayamonte, para fijar sesión. Que la lleven mañana temprano. Devoro la cena con placer de cerdo; me acuesto, lastrado, y otra vez el sueño brutal, abrumador, como un mazazo. Esto ha sido una orgía nerviosa, y claro, al salir de ella, la sedación se impone.

      Febrero.—¡Incidente! La Ayamonte acude puntual al otro día, á las dos y media, á pesar de que hace un frío espantoso y cae una ligera nevada.

      —¿Cómo ha atravesado usted? Caliéntese esos piececitos... Prolongaremos la sesión, porque hoy no vendrá, de seguro, nadie más que usted. Las demás modelos, con este día, y atravesar á pie la calle de Jardines...

      Lo que he dicho es casi una inconveniencia. Lo noto, porque la veo fruncir el ceño; sus pupilas se llenan de sombra. Viene envuelta en pieles: jaquette de nutria, abierta sobre un corpiño de raso negro; boa muy largo, manguito enorme.

      —¡Por Dios! No se vista hoy, señora—murmuro para hacer olvidar mi tontería.—Se agriparía usted otra vez. Estudiaremos las manos. ¿Me permite usted que?...

      Avanzo y se las coloco; á mi proximidad la veo conmovida, y escucho distintamente, al través del raso, el salto impetuoso del corazón.

      —Vamos, ya está... Me quiere...—pienso con marmórea indiferencia.

      Y, en alto, la sarta de imbecilidades:

      —Descansemos. Hablemos un momento... ¿Verdad que usted me lo permite? Tiene usted una mano divina.—En vez de besarla, me bajo y rozo con la boca la frente descolorida, tersa, el lacio pelo.

      Primero, el movimiento instintivo, sin cálculo, de echarse atrás; luego, una sonrisa de resignación, aceptando probablemente la fatalidad de que el sentimiento haya de concretarse en el gesto eterno, monótono, sin diferencia ni respeto á la categoría de las almas. Yo, que por lo mismo que no siento hondo soy apremiante, nada trovador, veo la sonrisa, sé comprenderla, y adopto una actitud en que hay respeto y arrullo: medio sentado, medio inclinado, la rodeo el talle con un brazo, y mi mano busca el calor y la suavidad de la nutria. Acaso el contacto con la densa piel del animal es lo único que me produce grata sensación. Por lo demás, empiezo á encontrar que todo esto es ridículo, y que lo mejor sería estudiar las manos concienzudamente. Mientras discurro así, conservando mi dura lucidez, la rutina me obliga á murmurar al oído de Clara cosas tiernas, los inevitables “¿Verdad que tenía que suceder?”—los “¿Á que no te lo figurabas cuando entraste aquí?” La chubersqui, mal arreglada hoy, calienta poco; y el frío que me engarrota bajo la blusa de dril, es lo que me impulsa á acercar la cara á otra cara fría también como el hielo, y por la cual veo, con asombro, deslizarse despacio, glaciales, perlinas, dos lágrimas.

      Con un movimiento de desagrado, compruebo en mi interior la extraña impresión de siempre: el instintivo desprecio hacia la mujer que se me rinde. ¿No hay en esto algo de anormal, no es una inferioridad de mi alma?—¿Ó es que me ha embrujado, al nacer, la celosa Quimera?

      La Vizcondesa de Ayamonte, al Doctor D. Mariano Luz Irazo, en Berlín.

      Madrid.

      Padrino mío querido: ¿á quién sino á ti ha de volver los ojos la pobre Clara, cuando se ve otra vez envuelta, arrebatada por lo que tú llamas mi huracán?

      Bien sabes que no tengo á nadie más, padrino. Y mira si es triste repetir esta verdad, al punto en que el huracán sopla y me lleva en volandas. Los condenados por pasión, en el remolino del Infierno de Dante, van siquiera dos á dos, eternamente enlazados; á fe que eso sólo convertirá el infierno en cielo. ¡Ay del que gira y gira suelto, á incalculable distancia de quien debiera ser su compañero hasta más allá de la vida terrestre!

      Veo desde aquí la cara preocupada y ceñuda que pones. Ahora te explicas por qué he dejado pasar tres ó cuatro semanas conformándote con postales lacónicas como telegramas. Padrino: aunque te quiero más y de otro modo que á un padre—¡ya lo creo! ¡con qué padre se tiene semejante confianza!,—y á pesar de todas tus doctrinas, experimento siempre confusión, sobre todo en los comienzos, mientras dura la penumbra y la indecisión del amanecer, y me da á un tiempo alegría y pena que te enteres, con encontrarme segura de tu indulgencia admirable de filósofo y de tu cariño infinito, tan probado.

      ¡Cuidado que te debo favores en este mundo! Déjame que los recuente: si no es por agradecerlos, no: si es por acariciarme el corazón con la memoria de que alguien me ha querido de veras y me seguirá queriendo sin cambio ni tibieza posible.—Si la desgracia de quedar huérfana tan temprano pudiese compensarse, me la hubiese compensado tu abnegación. Al principio dedicaste toda tu ciencia—¡mira si es dedicar!—á robustecerme: tuviste que pelear como una fiera, mejor dicho, como un héroe, con mi delicadísima complexión y mi propensión á recoger el contagio ó el germen infeccioso que pasase. ¿Te acuerdas de mi ataque de angina diftérica? ¿Querrás creer que constantemente te veo inclinado sobre mi camita, como eras entonces, con la tez morena, las barbazas negras, el pelo revuelto, negrísimo también, la frente pequeña, que ya surcaban precoces arrugas? ¡Ahora ha nevado sobre tu frente inteligente, y estás más simpático aún, padrino!

      En aquel tiempo eras joven. ¿Por qué no te casaste? Nadie me quitará de la cabeza que por mejor consagrarte á mí. Al mismo tiempo que tratabas de formarme una sangre rica, unos pulmones anchos, me cultivabas—¡con qué precauciones de floricultor!—el entendimiento. Sin sujetarme á promiscuidades de colegio, enemigo de conventos, me educabas en casa, trayéndome aquella governes, la célebre y buena Miss Butter (á la cual ni tú ni yo reconocíamos la menor autoridad pedagógica), sólo para que me custodiase, á estilo dueñesco, cuando me daban lección profesores varones, escogidos. Y después de las lecciones, tú charlabas conmigo, me metías libros en las manos, me los quitabas apenas creías que me fatigaba la lectura; me llevabas á jugar en el Retiro, al concierto. El método lo aborrecíamos. Me decías tú:

      —El estudio es igual que la comida. Si el estómago no está preparado, no apetece, no secreta el juguito que lo dispone á la función... se indigesta lo que se come.

      En cambio, no me pusiste trabas ni antiojeras. ¡Qué de cosas aprendí, al correr de mi capricho, tan diferentes de las que suelen

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