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Tiberghien y Sanz del Río, de forma clara y asequible para los no iniciados.

      Traza Giner, siguiendo muy de cerca a Krause, las diferencias individuales relativas al sexo: el hombre se caracteriza por su tendencia a afirmarse frente al mundo, mientras que la mujer es más proclive a replegarse; por ello el varón «representa el elemento impulsivo, progresivo, innovador, reformista» frente al espíritu femenino, más adherido a la tradición y a la conservación de lo existente. Asimismo, la inteligencia domina en el hombre, el sentimiento en la mujer; de ahí que el varón prefiera las actividades científicas y la mujer las artísticas. El hombre, por su parte, posee mayor capacidad para la abstracción, mientras que la mujer propende a interesarse por lo individual y concreto.

      De estos antagonismos se deriva un diferente modo de entender la vida que ambos sexos han de desarrollar hasta el máximo de sus posibilidades porque, aunque distinto, es complementario y halla su sublimación en el matrimonio.

      Esta concepción del sexo como oposición primaria entre los individuos, divergente y a la vez complementaria, muy deudora de Krause y Sanz del Río, es desarrollada con mayor amplitud por Giner en sus Principios de Derecho Natural, publicados en 1874. El matrimonio es precisamente la institución que armoniza la oposición de los sexos, originando una nueva personalidad entre los cónyuges, personalidad que ha de cimentarse en la «igualdad» jurídica de ambos y en su mutuo consentimiento; aunque con grandes precauciones y admitiendo que el matrimonio es por naturaleza indisoluble, no debe prolongarse cuando sus fines de convivencia enriquecedora y procreación no se realizan.

      Vemos así cómo, en la esfera del Derecho Natural referente al matrimonio y la familia, Giner contempla la sublimación de las oposiciones hombre/mujer mediante el desempeño de funciones distintas pero complementarias, y cualitativamente de igual trascendencia social. La mujer (esposa, madre…) tiene un papel importante que desempeñar, una misión «natural» que cumplir, cuyo resultado es incierto dada la imperfección de las leyes humanas, que menosprecian la función de la mujer y producen así grandes males.

      Un ejemplo de error legal es la prohibición de investigar la paternidad natural, establecida por el Código Napoleónico, fuente de sangrantes injusticias contra la mujer abandonada y el hijo ilegítimo. Giner clama contra una situación muy arraigada en la sociedad española:

      El desajuste proviene de una larga tradición que desconfía instintivamente de la virtud de la mujer al tiempo que regala al hombre verdadera patente de corso en este sentido, sancionando así una doble moral, repulsiva a las aspiraciones armónicas krausistas.

      La mujer, más postergada que el hombre en nuestro país, mereció su atención en cuanto «femenina mitad», cuya rehabilitación es necesaria para lograr el «ideal de la humanidad» a que tendían los krausistas; la defendió como maestra idónea de la primera infancia, se preocupó por sus perspectivas profesionales (de ahí su participación activa en las empresas educativas de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer y su admiración por los establecimientos de enseñanza superior femenina de otros países) y por su preparación para la convivencia saludable y sin trabas junto al hombre (y, así, abogó por la coeducación).

      José Castillejo matiza el interés de Giner por la educación de la mujer, dándole sentido distinto al de Emilia Pardo Bazán o Alice Pestana, sin duda por prejuicios en cuanto al término «feminismo». Y así dice:

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