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      Además de estas tres ideas, que iban creando un ambiente de cada vez mayor contestación a la España oficial, surgió, paralelo a ellos, el tema de la mujer. En el ambiente reaccionario y tradicional de la España de Franco, la Sección Femenina de Falange, dirigida por Pilar Primo de Rivera, marcaba las pautas de conducta de las mujeres españolas, especialmente en los ambientes rurales. La conservación de las tradiciones, la sujeción de la mujer al varón, fuera padre, hermano o marido, y la educación exclusivamente de cara a las tareas familiares eran las directrices fundamentales.

      La figura de Lilí Álvarez destacó muy pronto cuando apareció su libro En tierra extraña8, que en dos años alcanzó cuatro ediciones. En él defendía el papel de los seglares dentro de la Iglesia, incluidas las mujeres en pie de igualdad y no de minoría de edad. También el libro de Mary Salas, Nosotras las solteras9, planteaba la teología del trabajo como realización personal y no como castigo bíblico, reclamando para las mujeres un papel social profesional. Se respiraba en ellos una religiosidad y teología vividas antes que estudiadas y aprendidas.

      La Rama de Mujeres de Acción Católica había tenido una inflexión más piadosa, continuando con su trayectoria anterior a la guerra, pero evolucionó, en general, con arreglo a esas mismas pautas que hemos descrito. En ese contexto, el gran mérito de Pilar Bellosillo, junto con la mayoría de las dirigentes que la acompañaron, fue el de variar el punto de mira desde una religiosidad centrada en lo litúrgico y las obras de caridad, de la mano de esa espiritualidad seglar y la autonomía de la conciencia, hacia una «promoción de la mujer», que fue abriendo progresivamente nuevas ideas hacia la igualdad con los varones, tanto en los derechos como en las responsabilidades.

      Podemos decir que el tema de la mujer fue un tema estrella que fue abriéndose paso cada vez con más fuerza a lo largo de esos años. Al principio, necesitaba buscar y encontrar apoyos en los textos de los papas, sobre todo en Pío XII y Juan XXIII. Cuando este último, en la encíclica Pacem in terris lo proclamó como uno de los «signos de los tiempos» que caracterizan la sociedad actual, la centralidad e importancia del tema logró su punto álgido. Pero la igualdad de la mujer, proclamada por el concilio Vaticano II y defendida por Pablo VI en diferentes ocasiones, encontró en el posconcilio fuertes resistencias para su cumplimiento, al igual que todos los temas que habían aflorado en aquel ambiente de libertad: la importancia del laico en la Iglesia, la voluntad del ecumenismo y el diálogo con los no creyentes. Sin embargo, se hacía ya muy difícil una vuelta atrás, regresar a la situación anterior de sometimiento ciego a los dictámenes de la jerarquía.

      Conviene señalar que ese período, que podemos enmarcar entre los años cincuenta hasta los setenta, fue de una riqueza y una profundización religiosa extraordinarias. Los textos de los teólogos, tanto los arriba citados como muchos otros que fueron surgiendo, eran leídos con mucha atención y cuidadosamente comentados y discutidos en los grupos cristianos. Y si bien es cierto que los aires renovadores del concilio Vaticano II fueron frenados desde muchos ángulos por la propia Iglesia católica, tampoco podemos negar que la crisis de autoridad, la honestidad en la autocrítica y la libertad de conciencia que inauguraron y, en definitiva, la nueva concepción de la Iglesia como pueblo de Dios, no perdieron ya fuerza dentro de la comunidad cristiana. Las jerarquías eclesiásticas más conservadoras que pretendieron parar ese proceso, desautorizaron a dirigentes laicos y a consiliarios en un proceso que provocó una tremenda crisis durante los años 1966 y 1968, que desembocó en la práctica desaparición de aquellos movimientos seglares, en particular, de la Acción Católica. Consiliarios de tanto prestigio intelectual y moral como Miguel Benzo, Felipe Fernández Alía y Juan Gaztañaga fueron cesados y sustituidos por otros de menor compromiso y conflictividad.

      Pilar Bellosillo, la dirigente española de mayor rango internacional actuó en ese momento como portavoz de la Acción Católica con el papa Pablo VI, tratando de que por lo menos no ignorase la gravedad de la situación. Su postura fue la de buscar una mediación a un conflicto que desgarró profundamente la conciencia eclesial de los cristianos del momento. Y si bien no consiguió resultados espectaculares, fue a raíz de su intervención cuando el Papa comenzó a nombrar obispos auxiliares en las diócesis españolas, que fueran relevando a la vieja generación vinculada todavía fuertemente al franquismo. Aquella crisis de la Acción Católica constituyó una más de las rupturas de la Iglesia oficial con la sociedad civil que se vienen produciendo en España en los últimos siglos, solo que esta vez, con los grupos cristianos propiamente dichos. Suceso que, sin duda, hay que poner en el origen de la difícil relación que se establece actualmente entre Iglesia y sociedad. Claramente, la profunda revisión de la Iglesia que significó el Concilio desde una renovada perspectiva religiosa y su voluntad de respeto a lo secular no tuvieron igual eco en la jerarquía y en los cristianos de base.

      Esta etapa de crisis fue vivida plenamente por Pilar. Y su evolución y su comprensión del sentido de la vida y de las cosas vistas desde hoy se enmarcan a la perfección en las preocupaciones de la crónica de esa época. Tuvo el mérito y la suerte de vivir esos cambios desde una posición privilegiada de dirigente de movimientos católicos internacionales. Pero en un proceso que evolucionó muy rápidamente y que para muchas personas fue excesivo y desbordó su capacidad de asimilación, Pilar supo mantener una postura digna y coherente, sin poner en cuestión su fe ni su amor a la Iglesia, recogiendo, asumiendo y edificando las nuevas situaciones y valores que se presentaban, con una gran serenidad y capacidad de encaje.

       Datos personales

      Pilar había nacido el 22 de diciembre de 1913 en Madrid, en una familia tradicional de estirpe soriana. Según ella misma nos dice, su padre era un católico de talante liberal y su madre tenía una fe de estilo más tradicional10. Ella era la segunda de 8 hermanos, en un entorno familiar muy unido que fue muy importante para ella. En todos sus escritos autobiográficos aparecen alusiones a la gran familia que la rodeaba: abuelos, tíos, primos y primas, sobrinos y sobrinas. En septiembre de 1984 llegó a reunirse con 375 entre todos ellos. El lugar de encuentro, la casa familiar de los abuelos, la cual está en una aldea soriana, Derroñadas, que apenas aparece en los mapas, lejos de cualquier pueblo grande. Allí acudía todos los veranos y períodos de descanso, y cuando no podía hacerlo por tareas diversas, confiesa que lo añora, que echa de menos tanto el entorno natural, que le da paz, que le inspira ideas de integración en la naturaleza, muy importantes también para comprender el ritmo de su pensamiento, como la compañía familiar, que le da soporte afectivo, seguridad y equilibrio.

      En ese ambiente sitúa Pilar también, el nacimiento de su fe cristiana. Fue una profunda creyente, con una fe sólida en Dios, expresada meridianamente en todos sus escritos, tanto en los íntimos, como en los que presentó al público. Gozaba de una gran confianza en la figura de Jesús que la mantuvo mientras vivió, convencida del sentido y la importancia de su tarea y de su vida, y que permaneció a pesar de los avatares y disgustos que la institución eclesiástica, por la que tanto trabajó, pudo producirle.

      Sus primeros estudios los realizó en la propia casa familiar, con maestras particulares, y después de un curso en el colegio de la Asunción de Madrid, hizo la carrera de Magisterio en la Academia Véritas, de la Institución Teresiana entre los años 1931 y 1935. Allí conoció personalmente al padre Pedro Poveda11, del que recuerda que «estaba por la promoción total de la mujer». «Ahí está –nos dice–, el inicio de mi personal liberación: cuando soy capaz de definirme como alguien libre y responsable y voy progresivamente tomando conciencia de mi grandeza y dignidad». Define como características de la educación de las teresianas la formación humana al mismo tiempo que la formación cristiana, junto con una gran fe en Dios expresada en todos los ámbitos de la vida.

      También realizó estudios de Asistente social en la Escuela de Formación Familiar y Social, de la calle Lagasca de Madrid, regentada por miembros de Les Filles de Marie, y comenzó a trabajar, antes de la guerra, como voluntaria en una academia para obreras gestionada por la Acción Católica. Cuando la situación política fue haciéndose más y más tensa, marchó a Portugal con su madre y sus hermanos. Sin embargo, Pilar tuvo tiempo de presentarse a unas oposiciones a magisterio en el mes de julio de 1936, que aprobó,

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