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ni acompañaron a su madre en los momentos tan difíciles y dolorosos por los que tuvieron que pasar. Sin embargo nunca murmuró de nadie»20.

      Consiguió, tras muchas dificultades, ser capellán, adjunto y eventual, en la iglesia de San Pedro Nolasco, regida por los jesuitas. Y siguió dando clases particulares, porque con lo que obtenía por ese trabajo pastoral no podía mantener a su familia. Años después denominaría ese periodo como un tiempo de «providenciales injusticias»21, al considerarlas parte del plan de Dios para purificarle, fortalecerle y prepararle para una misión que aún desconocía.

      Con lo que Josemaría obtenía por las clases particulares y la pequeña pensión que abonaban dos sobrinos, los Camo Albás, a los que hospedaban en casa, los Escrivá no lograban mantenerse económicamente, hasta que llegó un momento en el que la situación se volvió insostenible. Josemaría intentaba acabar lo antes posible sus estudios de Derecho para poder remediar aquellas penurias, pero las necesidades económicas le obligaban a dar más clases particulares, con lo que le quedaba menos tiempo para estudiar y asistir a la Facultad.

      Eso hizo que un catedrático le suspendiera en Historia de España, por no haber asistido a sus clases, aunque Escrivá no estaba obligado a ello por ser alumno libre. Le escribió una carta pidiéndole que le diese garantías de que podía aprobar en la convocatoria siguiente. Al ver lo sucedido, el catedrático reconoció su error y le dijo que ya estaba aprobado: bastaba con que se presentara al examen.

      Hizo amistad con muchos compañeros: Manuel Romeo, los hermanos Jiménez Arnau, David Mainar, Juan Antonio Iranzo, Domingo Fumanal, Arturo Landa, Luis Palos... Entre ellos había creyentes y no creyentes, como Pascual Galbe. Todos subrayan su simpatía y «extraordinario don de gentes»22 y le recuerdan ayudándoles espiritualmente y «haciendo además que entre nosotros nos conociésemos más y nos tratáramos y nos ayudáramos en lo que podíamos: estudios, apuntes, etc.»23.

      Era de esperar que un joven sacerdote recién ordenado al que no dan ningún encargo pastoral en su diócesis, tras pedirlo reiteradamente –las cosas hubieran sucedido de otro modo si viviera el cardenal Soldevila– se encontrara irritado, frustrado o, al menos, entristecido por las circunstancias. De las contradicciones puede obtenerse el fruto envenenado de la mala experiencia, el resentimiento y la amargura, o la experiencia liberadora que sabe sacar la mejor lección de cada suceso y aprende a relativizar los hechos, dándole a cada contrariedad la importancia que tiene.

      Los testimonios de los que le conocieron confirman que a Escrivá le sucedió lo segundo y se comportó de igual manera que su padre en los momentos de dificultad. «Era muy alegre –escribe Iranzo– y tenía un gran sentido del humor. Aguantaba con sencillez las intemperancias –palabras malsonantes, chistes subidos de tono– de los compañeros, y sabía salir airoso de situaciones que para otros habrían sido comprometidas»24. Luis Palos subraya su afán por «ayudar a todos en todos los aspectos, también por supuesto en el espiritual»25.

      Arturo Landa recuerda que logró hacerse amigo de los universitarios más alejados de la fe, porque sabía «respetar las ideas que los demás pudiesen tener y abría su amistad a todos»26. Y a pesar de su falta de tiempo, los domingos por la tarde acompañaba a un grupo de estudiantes que daban catequesis a los niños de los arrabales de Zaragoza.

      A partir de octubre de 1926 comenzó a dar dos o tres clases por semana, de siete a ocho de la tarde, de Derecho Canónico, Derecho Romano y otras disciplinas en un centro académico –el Instituto Amado27– que acababa de abrir en la ciudad el capitán Santiago Amado Lóriga. Se ignora por medio de quién estableció contacto con el capitán Amado; quizá gracias al comandante Manuel Romeo Aparicio, padre de Manuel y José Romeo Rivera, con los que tenía amistad.

      En aquella Academia se podían estudiar numerosas materias de bachillerato y preparar el ingreso en las escuelas de ingenieros o en las academias militares, así como los cursos preparatorios de algunas facultades28. Cuando terminaban las clases, al igual que hacía en la Facultad de Derecho, Escrivá «solía quedarse un rato con los alumnos de tertulia. En esas conversaciones se veía su deseo de ayudar a todos, tanto en cuestiones académicas como en el terreno espiritual»29.

      Sorteando dificultades, más mal que bien, logró mantener a su familia, hasta que en enero de 1927 terminó la carrera y obtuvo la licenciatura en Derecho.

      Seguía buscando una salida para remediar aquella situación de penuria permanente: «No sé cómo podremos vivir... –escribía–. Realmente –ya lo contaré a su tiempo– vivimos así, desde que yo tenía catorce años, aunque se agudizó la situación a raíz de morir papá»30.

      A comienzos de marzo un amigo claretiano, Prudencio Cáncer, le comentó que los redentoristas que atendían la iglesia de San Miguel de Madrid buscaban con urgencia un sacerdote que pudiese celebrar la Misa de seis menos diez de la mañana31. Escrivá empezó a considerar la posibilidad de trasladarse a la capital, porque llevaba dos años ordenado y en la diócesis seguían sin darle un encargo pastoral. Lo habló con su amigo y maestro Pou de Foxá, que le aconsejó ese traslado. Tal como estaban las cosas –le dijo– en Zaragoza no tenía nada que hacer32.

      Escribió al Rector de San Miguel. Un día se encontró por la calle con Domingo Fumanal, un compañero de clase, que le preguntó:

      —¿Y qué harás en Madrid?

      —Me colocaré de preceptor o trabajaré dando clases33.

      Seguía planteándose la necesidad de llevar a cabo lo que Dios quería de él; algo por lo que se había hecho sacerdote y todavía ignoraba. ¿Qué era eso que, con expresión aragonesa, barruntaba (presentía) dentro del alma? Aún no lo sabía.

      «¡Señor, que vea! –seguía rezando–. ¡Que sea! ¡Que sea! ¡Que sea eso que Tú quieres, y que yo ignoro!».

      V

      Llegada a Madrid (abril de 1927)

       19 de abril de 1927. Madrid

      «Si pudiera venir pronto –le urgía a Escrivá por carta el Rector de la iglesia de San Miguel, contestándole a vuelta de correo– se lo agradecería, por ser este tiempo en el que más necesitamos de sacerdotes». El 17 de marzo el arzobispo de Zaragoza le concedió el permiso para trasladarse a Madrid y, tras dos años de silencio por parte de la curia, tres días después, cuando ya lo tenía todo dispuesto y preparado para hacer el viaje, le notificaron que debía atender durante la Semana de Pasión y la Semana Santa la parroquia de un pueblecito, Fombuena –que cuenta en la actualidad con cincuenta y cuatro habitantes–, desde el 2 al 18 de abril.

      Aquel encargo retrasaba un mes su llegada a Madrid y corría el peligro de que en la iglesia de San Miguel no quisieran esperarle y buscaran a otro. Sin embargo, siguiendo el consejo de su madre, escribió al Rector diciéndole que se incorporaría en cuanto terminara la Pascua1, y el 2 de abril, a falta de otro lugar para alojarse, su familia partió para Fonz y él para Fombuena.

      Diecisiete días después, el 19 de abril, llegó a la madrileña estación de Atocha y se dirigió inmediatamente a la iglesia de San Miguel, un hermoso templo barroco que sería convertido, tres años después, en Basílica Menor. El estipendio por las Misas era de 5,50 pesetas, una cantidad que no le permitía traer a los suyos a la capital.

      Según la Guía de la Ciudad de Madrid, era «creencia general que la población efectiva se acerca a un millón de almas». La capital estaba dejando de ser una urbe administrativa, con un ritmo de vida sosegado, para convertirse en una metrópoli moderna. Contaba con algunos barrios en los que convivían personas de diversos ámbitos sociales. Las llamadas clases bajas se instalaban en los sótanos y las buhardillas; las altas, en el llamado piso principal, y el resto reproducía casi la escala social.

      «El barrio de Salamanca –señalan Montero y Cervera–, buena parte del

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