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de los numerosos enfermos que las Damas Apostólicas visitaban en sus domicilios. Una de ellas, Asunción Muñoz, le recordaba hablando con los niños y los pobres que acudían al comedor de caridad, ocupándose de sus problemas materiales y procurando acercarlos al Señor.

      Su afán sacerdotal le impulsaba hacia un trabajo como el que ahora podría emprender –explica González-Simancas–. Ya en otras ocasiones había procurado acercarse a los más necesitados, pero nunca se le había presentado una oportunidad como aquella para poder tocar de cerca tanta y tan abundante pobreza, enfermedad y dolor como se escondía en los barrios populares de Madrid.

      Desde 1917-1918 presentía que el Señor le pedía algo que aún desconocía y pensó que colaborar ministerialmente en el apostolado con enfermos que realizaban aquellas mujeres desde el Patronato de enfermos, lejos de desviarle de ese querer de Dios, haría madurar su corazón sacerdotal. Y así sucedió, como él mismo dejaría constancia escrita en mayo de 1932, al recordar esa etapa de su vida: «En el Patronato de enfermos quiso el Señor que yo encontrara mi corazón de sacerdote»14.

      * * *

      «Corazón de sacerdote». Esta expresión proporciona la clave para entender aquel desvivirse cotidiano de Escrivá por los pobres, y los que ahora se denominan «los últimos». No le movía solo el ejemplo paterno, el afán por la justicia y la preocupación por los más necesitados que había visto en sus padres; ni su experiencia personal de la pobreza y de las carencias materiales. Tampoco era fruto únicamente de la fuerte «concienciación social» (usando términos actuales) que había recibido en la Universidad, gracias a las enseñanzas de algunos de sus profesores en la Facultad de Derecho15.

      «No resultaba fácil –señalaba Pilar Sagüés– que las parroquias fueran a atender a aquellos numerosos enfermos que las religiosas iban visitando y a las que ayudábamos las personas de fuera. En cambio, don Josemaría aceptaba con mucho gusto aquella hoja, o sea la lista de enfermos, y nunca ponía dificultades para realizar aquel trabajo. Iba visitando a todos aquellos enfermos a los que confesaba y atendía dándoles consuelo y ánimos y ayudándoles a llevar sus dolores con espíritu sobrenatural. También les llevaba la Sagrada Comunión»16.

      La expresión de Sagüés «no resultaba fácil que las parroquias fueran a atender a aquellos numerosos enfermos» pone de manifiesto una paradoja de aquella sociedad. Los enfermos de los hospitales y los que vivían en las barriadas más pobres no estaban suficientemente atendidos desde el punto de vista pastoral, a pesar de que Madrid contaba con un alto número de sacerdotes y una de las grandes preocupaciones del obispo era que regresaran a sus diócesis de origen los numerosos clérigos extradiocesanos que residían en la ciudad.

      Las cifras son elocuentes. En 1930 Madrid contaba con mil trescientos treinta y tres sacerdotes seculares y cinco mil doscientos setenta y siete religiosos y religiosas, con la presencia de veintiséis órdenes religiosas y un total de seiscientos sacerdotes religiosos17. Sin embargo solo veintiocho sacerdotes se ocupaban espiritual y humanamente de las ciento cuarenta mil personas que malvivían en los suburbios.

      La atención pastoral de esas zonas necesitadas –como señala González Gullón– era muy deficitaria; en parte, por razones estructurales: no se construyeron los templos y edificios necesarios para llevarla a cabo. Si se hubiera seguido una distribución lógica de acuerdo con el número de habitantes, en 1931 se habrían erigido noventa y cinco parroquias, en vez de las veintinueve que había. Desde 1923 a 1930 solo se construyeron dos templos al sur del extrarradio: el de Parla, en 1927, y el de San Miguel, en 1930.

      A esas carencias materiales se unían las personales:

      El Prelado tenía –le sobraban– solicitudes de sacerdotes que deseaban trabajar en Madrid, pero ni estos deseaban ir a los suburbios, ni el obispo los consideraba idóneos para tal trabajo. El extrarradio exigía sacerdotes que renunciaran a ingresos económicos consistentes –la feligresía era en su mayoría obrera–, hombres dispuestos a buscar a los feligreses en sus casas, que aportaran ideas de progreso social en barrios influenciados por partidos políticos y sindicatos de orientación anticatólica. Elementos, en definitiva, que requerían ser afrontados por un clero especializado y de gran celo18.

      También se dieron dificultades prácticas, como el miedo a vivir en zonas anticlericales [...]. La evangelización del extrarradio quedó para aquellos sacerdotes jóvenes que, movidos por un gran celo pastoral, estaban dispuestos a dedicar sus energías a una tarea difícil19.

      Un sacerdote de la época, Félix Verdasco, traza en sus memorias un cuadro desalentador:

      En aquel Madrid que todavía no había podido desprenderse del polvo retardado del siglo XIX –escribe–, aún era frecuente el tipo galdosiano de clérigo, ocioso y paseante en la Corte, frecuentador de tertulias, amigo del buen vino y de la buena mesa. Una vueltecita por la Puerta del Sol, y al momento topábase uno con bastantes de estos sacerdotes que, en honor a la verdad, eran casi todos extradiocesanos.

      Unos, dejando por unos días a sus lejanas ovejas, venían a la Corte a echar una cana al aire. Otros, rebotados de sus diócesis, aquí traían sus vidas rotas, resentidos y amargados. [...] El liberalismo no recluyó a los curas al fondo de las sacristías, porque estos llevaban dentro de ellas hacía muchos, muchísimos años, por su propia voluntad. Confiados en la fe del pueblo español, dejaron este «vivir de las rentas» y apenas si se dieron a un apostolado externo, contentándose con el rutinarismo del culto y el estudio y el cultivo de las letras por parte de una minoría. Las cosas como son...20.

      Y se echaba en falta en la mayoría de los laicos un comportamiento coherente con su fe en lo que se refiere a la justicia social, la atención a los más necesitados, etc.21. Comentaba Escrivá:

      Es frecuente, aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que solo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos. No se trata de egoísmo: es sencillamente falta de formación, porque nadie les ha dicho nunca claramente que la virtud de la piedad –parte de la virtud cardinal de la justicia– y el sentido de la solidaridad se concretan también en ese estar presentes, en este conocer y contribuir a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad22.

      Por otra parte, pocos intelectuales creyentes estaban preparados para enfrentarse a los nuevos retos. Aunque algunos católicos habían creado medios de comunicación que contaban con las últimas técnicas, su contenido –en opinión de Montero y Cervera– «no difería demasiado –en lo cultural y social especialmente– de lo que venía siendo la prensa católica tradicional, por no decir tradicionalista en sentido lato»23.

      Además, muchos sacerdotes y laicos de aquel tiempo eran deudores de «una herencia cultural católica de carácter marcadamente tradicionalista y empeñada en una oposición a las nuevas ideas, que, en general, se perciben como enemigas y ante las que no cabe el diálogo propiamente; solo el argumentar para combatirlas. Esta actitud defensiva se transmitía, en general, al clero en su formación»24. Esto explica en parte que numerosos laicos desconociesen las enseñanzas sociales del magisterio de la Iglesia o sus implicaciones prácticas. Y entre los que las conocían, fueron pocos en Madrid los que se preocuparon por llevarlas a la práctica.

      Se concluye que parte de aquella comunidad eclesial «se había olvidado de los pobres». Se daban, naturalmente, honrosas excepciones, como el trabajo abnegado que llevaban a cabo religiosos y religiosas dedicados a la enseñanza, la catequesis y la beneficencia. Y entre los laicos había actuaciones sobresalientes, como las señoras que colaboraban con las Damas Apostólicas, o los jóvenes y mayores que participaban en las conferencias de San Vicente de Paúl y otros apostolados similares. Pero en total fueron muy pocos los sacerdotes, religiosos y laicos que se ocuparon de estas tareas de misericordia y de justicia, en un momento decisivo de transformación social.

      Las causas de esa falta de atención fueron diversas y complejas. González Gullón las analiza con detalle en su estudio El

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