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los cambios, y mucho menos para el amor, que todo lo modifica. Pero ya dije que es una mujer con gran tesón, una mujer que a los setenta años come los tomates que ella misma planta y recoge de su huerto. Su obligación es insistir. (A su edad, pensará acertadamente, insistir es sobrevivir.) Le gustaría que yo fuera como uno de esos prohombres intimidatorios que nos miran inquisitivamente a los ojos desde los cuadros del salón. O al menos –una vez demostrado que no alcanzo el nivel que exige nuestro apellido– que fuera un miembro activo de la sociedad, un ser respetable. Le gustaría, en fin, que regarme fuera suficiente –como ocurre con sus queridas plantas– para que yo floreciera. La suya es una tarea condenada al fracaso. Yo me acojo a mi filosofía de renuncia y rechazo en rotundo sus planes de futuro. De mi futuro. Si por ella fuera, cambiaría mi estado (al de casado), mis trajes blancos (por otros más formales), mi desidia (“tienes que trabajar en algo, todo el mundo lo hace”) por un oficio digno, mis ideas sobre el pequeño mundo (por sus ideas sobre el gran mundo), mi escepticismo por su fe.

      Pero ¿de veras quiere cambiarme? No estoy seguro. A veces pienso que en el fondo le gusta cómo soy y lo que soy: el eslabón perdido de una familia célebre, un eslabón que conduce irremisiblemente al abismo. Creo también que tantas reconvenciones por su parte –amables, todo hay que decirlo– forman parte de una estética, de una liturgia, son en definitiva las líneas argumentales de una obra del teatro del absurdo que representamos una vez a la semana ante un público inexistente.

      –Si te dijera que sí, que hay un gran amor en mi vida, un amor que me ha devuelto las ganas de vivir, un amor que se desliza amorosamente noche a noche bajo mis inflamadas sábanas, ¿qué pensarías?

      Tía Ágata detiene la taza alzada a pocos centímetros de su boca y me mira de reojo:

      –No sabía que alguna vez hubieras perdido las ganas de vivir.

      –Tal vez nunca las tuve –espeto con firmeza.

      Tratando de mantener la compostura, añade en tono neutro:

      –Ser trágico no te pega. Hazme caso, no es lo tuyo.

      –Tienes razón –sonrío–. No nací para el drama. Siempre quise ser un bufón, un diletante. Debería conformarme con ese papel: se me da francamente bien.

      Tía Ágata le da por fin el sorbo largamente aplazado a la taza y la deja sobre la mesa. Está muy próxima a mí, segura de sí misma, escoltada por dos llamativos galgos invisibles a sus pies. Apenas nos separan unos centímetros, treinta años y dos visiones confrontadas de la vida.

      –Te diré algo que seguramente te va a animar mucho: no es cierto que quiera a Erlinda más que a ti. Y te diré algo aún más halagador: eres mi sobrino preferido.

      –¡Soy tu único sobrino!

      –¡Eso no tiene nada que ver! –dice mi tía medio en broma–. Aunque tuviera mil sobrinos, serías mi preferido.

      –Ah, eso, efectivamente, me reconforta –sonrío y acaricio su mano, ajada por la inmisericordia del tiempo, incapaz de manifestar respeto ni siquiera por una gran dama.

      –Eres el hijo pródigo que regresa a mi casa una vez a la semana.

      –Vivir una semana sin ti es duro, tía. Tú eres el buen pastor con faldas y yo tu oveja descarriada.

      Al escuchar mi último pie de diálogo, los ojos de tía Ágata, azules y diminutos, emiten un fulgor joven.

      El mundo desde este lugar resulta sereno. Frío, escaso de actividad, previsible… pero un mundo sereno. Es el templo perfecto para que un ser humano inicie su retirada final. Y aquí, de repente, afino mis pensamientos para acabar concluyendo que aún no estoy acabado del todo. Puede incluso que ni siquiera esté iniciado… He de aprovechar mi última –o acaso la primera– oportunidad de hacer algo. Pero…

      –¿… hacer qué? –pregunta mi tía, adivinando mis pensamientos–. Desde que murió tu padre, mi querido hermano, y murió hace mucho tiempo, no has hecho nada. Nada que no sea consumir tiempo y dinero con tus amigos.

      –He leído tantos libros que podrían hundir esta casa. ¿Eso no es hacer nada?

      –Es una forma deliciosa de perder el tiempo y de hundir la morada de esta humilde anciana, pero nada más.

      –Hablas en los mismos términos en los que piensa Erlinda… o un general en el campo de batalla. Las personas adictas a la acción habláis de la vida contemplativa como si de un pecado se tratara. Siempre miráis por encima del ojo a quienes no llevamos un reloj en la muñeca… Tranquilízate: ya no me quedan amigos con quienes gastar mi tiempo y mi escaso dinero.

      Mi tía suspira.

      –Tú y yo tenemos que hablar en serio. Un poco de seriedad es siempre necesaria –me amonesta.

      –Sí, tienes razón. Perdona. Pero tú misma te lo has preguntado con escepticismo: ¿hacer qué? Cuando uno no tiene la obligación de trabajar se acaba abandonando a la molicie, a la rutina. Vivir de las rentas es deliciosamente pernicioso: mata la ambición y el instinto de supervivencia que todos llevamos dentro. Eso te aparta definitivamente de la batalla y te convierte en un ser humano, frágil e indolente, pero humano.

      –Ahórrate el discurso filosófico. Nadie se libra de la batalla. Y menos tú, que no eres rico precisamente.

      –No lo necesito. Como sabes, cuando murió papá decidí tomarme un tiempo para reflexionar. Y al final no he hecho otra cosa que reflexionar y leer, leer y reflexionar. En realidad tengo más de lo que preciso: papá me dejó una herencia respetable…

      –Que has dilapidado…

      –Que he dilapidado, sí, aunque no del todo. Una herencia que me ha permitido y me permite vivir sin grandes lujos… y sin tener que trabajar.

      –Hay cosas peores que trabajar. Yo lo he hecho durante toda mi vida, y aquí me tienes. Trabajar dignifica. No es un tópico, es un hecho. Tú podrías probarlo; puede que un poco de esfuerzo arrugue tus trajes blancos, pero no te matará. En su tiempo fuiste un magnífico estudiante. Podrías haber hecho carrera.

      (¿Carrera en qué, mi adorable tía?)

      –Tiempo atrás fui joven y ambicioso, te lo concedo. Dos pecados que afortunadamente he borrado de mi biografía.

      –¡Pero algo habrá que te gustaría hacer! –añade inquisitiva, con inesperado énfasis–. Algo que no consideres un trabajo aun siéndolo, algo que te reconforte y te haga sentirte útil.

      ¿Qué es ser útil?, me pregunto. ¿Por qué todo gira en estos términos: lo que es útil y lo que es inútil y por tanto desechable? (Recuerdo la nota que Baudelaire dejó a su madre cuando intentó suicidarse: “Me mato porque soy inútil para los demás”). ¿Para qué sirven los narcisos y los tulipanes, que nacen con una fecha de caducidad tan limitada? ¿Por qué estos retratos del tamaño de una persona me parecen más ridículos que nunca?

      –Dime, tía, ¿adónde quieres llegar? ¿Qué te gustaría que hiciera?

      –Eres tú quien tiene que responder a esa pregunta. ¿No hay nada que te atraiga?

      Podría responder de manera exhaustiva. En realidad no soy ningún asceta: me atraen demasiadas cosas, todas ellas terrenales. Pero prefiero no enumerarlas. Tía Ágata está hoy más susceptible de lo que habitual.

      –Sí, hay algo –digo al fin.

      –¿…?

      –Sigo pensando en mi proyecto.

      –¿Qué proyecto? No recuerdo que nunca hayas tenido un proyecto –dice sin la menor ironía.

      –Siempre he tenido un proyecto, no lo suficientemente oculto… ¿O acaso no recuerdas que te hablé de mis Raros?

      –Ah, ese proyecto.

      –Llevo recogiendo material desde los dieciocho años. En todo este tiempo he pensado mucho en ese proyecto, pero nunca me he atrevido a llevarlo a la práctica. Pero el pasado sábado me encontré

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