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en uno de esos tugurios del centro que tanto detestas, tía, negros e inhóspitos como una mina de carbón. Hacía años que no nos veíamos, justo desde el entierro de su infortunado hermano. Decididamente, bebimos más de la cuenta. Hablamos y hablamos desaforadamente, sin orden ni concierto. Ya sabes cómo somos los hombres cuando bebemos en petit comité. En algo hemos de dilapidar nuestro tiempo… Está bien, no te impacientes, iré al grano... De alguna manera, no sé por qué, le hablé de Raros, sin ningún tipo de intención por mi parte, sin demasiados detalles. Para mi sorpresa, a él le gustó mucho la idea, tanto que me propuso que escribiera el manuscrito. Se encargaría de publicar mis raros, aseguró. Así lo dijo, “tus raros”, sustantivando el adjetivo y añadiendo el posesivo “tus”, ese dardo envenenado que pretendía insuflar en mí el gusanillo por la propiedad, por el padrinazgo. No le concedí mucha importancia: ha creado una editorial con uno de sus primos y pensé que su ofrecimiento era solo una manera como otra cualquiera de darse importancia. Deduje que disfrutaba interpretando el papel de editor pujante a la busca de nuevos talentos, solo eso. Al cabo de seis o siete cervezas me marché a casa tras intercambiar nuestros números de teléfono. Dos días después me telefoneó desde su despacho. Quería decirme que había estado pensando en mi proyecto y que su ofrecimiento de publicación era firme. Su editorial está especializada en temas históricos y cree que esta suerte de biografía de personajes raros –la mayoría de ellos poco conocidos– podría encontrar su hueco en el mercado. Sería –así lo dijo– una delicatessen entre obligados Napoleones, Gandhis y Churchills.

      –¿Y?

      –Y… nada.

      Mi tía, entregada a su taza de té, ha estado escuchando demasiado rato sin decir nada. Es su turno para hacer preguntas, su oportunidad de insistir, su enésimo intento de supervivencia:

      –¿De veras quieres escribir ese libro?

      –¿Qué esperas de él?

      –¿Por qué no lo has escrito antes?

      –¿Por qué quieres escribirlo precisamente ahora?

      Mi respuesta es siempre la misma: “No lo sé”.

      –Hmmm… Entonces escríbelo –sentencia–. Si vivimos es precisamente para salir de dudas.

      Sería difícil encontrar la menor similitud entre el majestuoso y recoleto chalé de mi tía y este desvencijado ático en el que vivo, a pocas calles de la céntrica Plaza de Santa Ana. Pero este es mi refugio particular, yo lo he creado, yo lo he alimentado durante años con obstinada indiferencia, con mi silencio vital. Este desorden es mi obra: mi única obra.

      Sentado en el suelo alfombrado como un niño el día de los Reyes Magos, esparzo mi colección de raros con alegría. Tantos años coleccionando recortes de prensa, anotando ideas en un cuaderno. ¿Qué hacer con estos recortes, con estos apuntes? ¿Qué hacer con el hombre que habito? Creo que inconscientemente visité ayer a tía Ágata con la sibilina intención de encontrar alguna excusa que me permitiera retirarme de este proyecto, que, he de confesarlo, en realidad nunca pensé llevar a cabo. La recomendación de mi tía –lapidaria y brumosa, pero recomendación en cualquier caso– me ha desconcertado.

      Es la primera vez en mucho tiempo que me enfrento a una decisión más importante que la de escoger entre dos marcas de cerveza en el supermercado. Sé que el proyecto puede ser delicioso, que podría entregarme a él con devoción. Pero, por otra parte, es tan reconfortante dejar pasar los días sin hacer nada… Me da miedo, además, ofrecerle al mundo este álbum de raros tan personal que con tanto empeño he atesorado durante años. Sería una forma de desnudarme quitándole la ropa a otros.

      Ahora dudo. Y es esta duda, haciendo buena la frase lacónica con la que mi tía me invitó a desarrollar este proyecto, la que me incita a pensar que debo sentarme a escribir sin más demora.

      (“Escribiré a pesar de todo: es mi batalla por la existencia”, anotó Kafka en su diario el 31 de julio de 1914.)

      Vélez ha vuelto a telefonearme hoy. Quiere que le envíe un calendario de entregas parciales de cada capítulo de Raros (!!!). No me he atrevido a manifestarle mi escepticismo. Sigo pensando que Raros sería un buen libro, y tengo material de sobra. No es la obra en sí lo que me asusta, sino el autor. Me asusta ser incapaz de darle forma al proyecto y defraudar las expectativas de Vélez. No es fácil regresar al campo de batalla cuando uno lleva tanto tiempo observando la trifulca desde la colina, tumbado en una hamaca. Es la primera vez en muchos años que alguien centra sus expectativas en mí, la primera vez en muchos años que alguien me toma en serio.

      raro, ra

      (Del lat. rarus)

      1. adj. Que se comporta de un modo inhabitual

      2. adj. Extraordinario, poco común o frecuente

      3. adj. Escaso en su clase o especie

      4. adj. Insigne, sobresaliente o excelente en su línea

      5. adj. Extravagante de genio o de comportamiento y propenso a singularizarse

      6. adj. Dicho principalmente de un gas enrarecido: Que tiene poca densidad y consistencia

      de raro en raro

      1. loc. adv. raramente (de tarde en tarde)

      Real Academia Española © Todos los derechos reservados

      Repaso minuciosamente las acepciones que el diccionario de la Real Academia Española le dedica al adjetivo raro, que yo pretendo convertir en un sustantivo. Dentro de la inevitable dispersión que engloba a mis personajes, debo encontrar algún hilo conductor. El asunto no es fácil. Tiendo a poner demasiados reparos a estas acepciones. Vayamos con la número 1: no considero que un comportamiento inhabitual sea suficiente para que alguien sea considerado raro. Algunos de mis personajes tuvieron vidas aparentemente normales (Rose Valland, por ejemplo). Lo que debe marcar la rareza, creo, no es el comportamiento inhabitual del día a día sino la trayectoria final, el cómputo de una vida. Es ahí donde deben marcar la diferencia.

      Y sobre el punto 4, considero que es demasiado limitador. Algunos raros lo son pese a no haber sido insignes, sobresalientes o excelentes, tres adjetivos pomposos que pueden acabar hundiendo la naturaleza humilde del adjetivo raro. Desconfío también del punto 5. La extravagancia puede ser una actitud más que una naturaleza. Me consta que algunas personas se esfuerzan en ser extravagantes o tienden a singularizarse precisamente porque son conscientes de su normalidad, de su mediocridad. Me atrae mucho, sin embargo, el punto 3: “escaso en su clase o especie”. No sirve para definir en exclusividad lo que es para mí un raro, pero empieza a acercarse al concepto. Quiero y debo escribir sobre personas escasas en su especie, o que –aun no siendo únicas– sirvan como modelo de atipicidad entre los suyos. El caso de Syd Barret –uno de mis raros preferidos– puede que encuentre demasiados espejos en su época (marcada por las drogas, el sexo y el rock), pero es al mismo tiempo, con sus singularidades, un magnífico escaparate del rarismo de la época.

      Pretendo primar también las dobles vidas. Me fascinan esos personajes que son una cosa y la contraria, que ofrecen al mundo una imagen y guardan para sí otra. A veces, en los casos más notables, esta dualidad alcanza niveles tan notables, han sido trabajadas esas vidas paralelas con tanto acierto durante el paso de los años, que el individuo afectado acaba por no saber cuál es la verdadera y cuál la falsa.

      Recapitulando: no me resulta fácil definir qué es un raro. El diccionario no me ayuda demasiado.

      Pero ¿por qué me asusta tanto no encontrar un hilo conductor? ¡Ese hilo conductor existe, ese hilo conductor soy yo! Yo soy quien los ha reunido en un álbum y soy yo quien tratará de poner el foco en sus vidas (algunas de ellas completamente desconocidas para el común de los mortales).

      Este no será un libro de raros canónicos. Será mi libro de raros, y punto.

      Menos divagar. Es hora de poner manos a la obra.

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