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había opuesto al Segundo Pacto de Familia, que al final se firmó, según decía, «con el designio de no cumplirlo», y era el inspirador del abandono de los intereses españoles en Italia cuando en 1745 pactó en secreto en Turín valiéndose de aquel intrigante Champeaux que envió a Fernando los pasquines en 1738. Los desprecios de Argenson hacia España pueden verse escritos en sus Memorias. El rey Fernando le pareció simplemente un «tonto» (fort sot), pero, cuando ya le quedaba poco en el ministerio, acertó en el retrato que hizo de la nueva situación, el 17 de julio de 1746: «El gobierno de España ha sido francés en tiempo de Luis XV, italiano durante el resto del reinado de Felipe V; ahora será castellano y nacional».

      El 12 de enero de 1747 se decretaba el cese del ministro Argenson, que venía desempeñando el cargo desde noviembre de 1744. Ensenada, que intentó con él incluso el soborno a través de Huéscar, había dicho al principio de su ministerio: «sus influjos nunca serán favorables a España». Puisieulx, el sucesor, era muy diferente.

      Para completar la operación de renovación solo faltaba el símbolo: que el rey creyera en su papel de restaurador de la monarquía hispánica, empresa acometida por el plebeyo Ensenada con mucha más habilidad —y más necesidad— que su colega Carvajal, en el fondo un grande apegado a las tradicionales relaciones entre nobleza y monarquía. El hosco Carvajal soñaba con una monarquía restaurada antes que con un rey restaurador de España, una monarquía más austera, menos mundana, más paternalista y pacifista —una vuelta al humanismo cristiano— y menos despótica, es decir: más tradicional en el interior y más discreta en las relaciones internacionales, o lo que es lo mismo, menos francesa.

      Carvajal no solo deseaba un rey español «fabricado» por las circunstancias, sino que, con absoluta imprudencia, efecto de su vena antifrancesa, quería hacer de Fernando VI el nexo de unión con la estirpe austríaca. Todavía en 1753, en Mis pensamientos, se preguntaba «el rey ¿lo es nuestro por Borbón?» A lo que se respondía: «Ya se ve que no», concluyendo sorprendentemente: «el rey es rey nuestro porque es de Austria y nadie puede dudarlo».

      Por el contrario, Ensenada quería una monarquía poderosa, militarmente respetada y rica. Daba igual la forma política empleada en conseguirlo, aún si fuera con sus «machiaveladas», las que desesperaban al genio profundamente cristiano de Carvajal. Por eso, Ensenada creó la imagen de rey restaurador de la grandeza española, un nuevo rey al que proponía como ejemplos dinásticos a Fernando el Católico y Felipe II y, como modelo de práctica política, al gran Luis XIV. Por raro que parezca, Fernando VI llegó a creérselo en los buenos tiempos.

      Tras contemplar este sorprendente panorama, es hora ya de preguntarse ¿quiénes eran los hombres nuevos del rey?

      Son, en esencia, los que constituirán el llamado «primer gobierno de Fernando VI», el que representa los impulsos políticos más reformistas y permite la década cosmopolita de España: el dirigido por Carvajal en Estado; Ensenada en Hacienda, Guerra, Marina e Indias, secundado por el padre Rávago, mucho más que un confesor regio; Alfonso Muñiz, marqués del Campo de Villar (1693-1765), un ensenadista en Gracia y Justicia; Farinelli —sin duda, más que un cantor—; y el general Mina, convencido seguidor de la política de Ensenada, su principal apoyo en las reformas internas en el ejército y su brazo luego en la capitanía general de Cataluña. Habría que añadir los «técnicos» y los intelectuales, Jorge Juan, Antonio de Ulloa, al padre Isla, todos amigos de Ensenada, y a un nutrido grupo de embajadores con Ricardo Wall (1694-1777) y dos hermanos, Jaime Masones de Lima (1696-1778) y el duque de Sotomayor, a la cabeza.

      Son hombres nuevos, profundamente convencidos de que ha llegado la hora de reponer el prestigio de España y de salir de la decadencia y de la tutela política de Francia. Quizás llegaron a soñar con la gran España Imperial como hizo el padre Martín Sarmiento (1695-1771) en su plan de pinturas para el palacio Real de Madrid —un rosario de los más descollantes personajes y hechos españoles de la historia—. Pero, en realidad, concibieron una España más discreta, una España articulada en el concierto de las naciones europeas, viable objeto de reforma e instrumento de progreso. Convencieron de todo ello al rey, lo que fue su primer éxito.

      Los hombres del rey

      El ministerio bifronte

      Se ha hablado mucho sobre el binomio Carvajal-Ensenada, generalmente con ánimo comparativo y deseando que resalte su oposición. En el fondo de su carácter, los dos hombres eran ciertamente opuestos, sin embargo, sus diferencias no obstaculizaron planes de gobierno ni uno intrigó contra el otro ante los reyes, que es lo que importa. Cuando Carvajal pudo —al principio del reinado— no quiso; después, ante el auge de Ensenada, ya no pudo. Quizás Carvajal, un Abrantes, Lancáster, grande de España, universitario y culto, se dio cuenta tarde de que su acrisolada nobleza había servido para cobijar a un en sí nada que su entorno natural pronto empezó a llamar déspota.

      Todos estaban pendientes en la Corte para ver quien de los dos subía o bajaba, según la expresión empleada por el embajador Vauréal, o hacia dónde se inclinaba el favor real: «está vario, ya inclina a un lado, ya a otro», decía Rávago en marzo de 1750. «Este teatro está cada vez más escabroso por la desunión y todo recae sobre mí», añadía el confesor que, ganado por Ensenada y con poco trato con Carvajal, quizás se otorgaba un excesivo papel como intermediario. Pronto, los reyes se inclinarían a favor del marqués, aunque Carvajal siguió gozando del respeto y la admiración de los monarcas. Incluso en su papel más importante, el de provisor de personal en las embajadas, Carvajal fue poco a poco suplantado por Ensenada. El 20 de junio de 1749, al hacer mención a Grimaldo, apoyado por Ensenada, Keene decía «todos los ministros últimamente nombrados lo han sido por Ensenada y no por Carvajal».

      El ministro de Estado tenía un problema que él mismo conocía bien: era incapaz de la amistad. Ante él siempre había que aparentar rectitud. «No juego, no bailo, no puteo», le decía desde París Huéscar que, precisamente, se estaba granjeando fama de lo contrario, de profiter du carnaval y de entretener a una «amiga». Ante el cristianismo profundo del «filosófico» Carvajal no había más que formalidad y decoro. «Su genio es cerrado —decía Rávago en marzo de 1751— y ni él me habla jamás de mis cosas, ni yo de las suyas». Era además absolutamente desinteresado —lo más anormal en el siglo— y se sabía que no admitía ni condecoraciones ni regalos ni alabanzas. No era extraño que le desesperara Ensenada, el alegre, confiado y sobornable ministro, el «amigo», el «jefe», el «maitre» de la «farándula de don Zenón», siempre en fiestas y cenas a las que invitaba a lo mejor de Madrid. El marqués era un perfecto seductor con los reyes que había hecho suya una sentencia del padre Rávago: «los príncipes son todos buenos mientras no se les toca en sus antojos: quien quisiera cortarlos no lo logrará y perderá crédito».

      Ante esto Carvajal, austero y virtuoso, al que Huéscar le decía «serías mejor si no quisieras ser tan bueno», solo podía refunfuñar. Hasta la ópera le molestaba a don José, que se refugiaba en su oficina con cualquier pretexto para no acudir a las fiestas. El ministro parecía no vivir más que para el trabajo y ni se preocupaba de buscar partidarios que le defendieran, ni supo delegar en hechuras. Él mismo se retrataba así cuando llevaba dos años en el gobierno: «Más es mi meditación que mi entendimiento. Soy rígido en los dictámenes y tenaz, y no es por vanidad sino es que no puedo acallar en mi interior las punzadas de lo que entiendo sin razón. Mi modo de disputar es asperísimo y echo a perder mi razón si logro tenerla. En fin, tengo mil defectos».

      Ensenada, por el contrario, nunca reconoció ni uno, ni perdió el tiempo en introspecciones: «Si yo discurriese y fatigase las potencias como ustedes —le decía a su amiga la marquesa de Salas en 1745—, no tendría tiempo para servir mis empleos, porque no me alcanzaría para reñir pendencias y dar suspiros, pero empléole en lo que conduce a desempeñarme, no permito se me hable de mi persona y tiro adelante».

      Junto a los ministros formaban ya algunos de los que serían sus principales hechuras.

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