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además estaba muy unido a este cura piadoso y poco intrigante, muy amigo también de Ensenada, por lo que aceptó a regañadientes separarse de él. El 17 de abril de 1747 firmaba la orden de exoneración y el envío a Francia de Fèvre, entre la expectación de los más íntimos que, como la reina, esperaban la reacción del rey al conocer a su nuevo confesor. «Dios quiera que lo halle bien al gusto y que le consuele», decía Bárbara.

      El obispo había mediado para impedir el cambio, «pero con locura, y ha hecho hacer falsísimos pasos a la reina viuda», decía Carvajal unos días después. El padre Fèvre era sustituido por el también jesuita padre Rávago (1685-1763), amigo de Carvajal y de Ensenada, que pronto logró vencer los escrúpulos de Fernando VI. «Si vieras al rey no le conocerías —le decía Carvajal a Huéscar el 13 de mayo—. Desde que tiene este confesor es tal su alegría, su dilatación de ánimo y su total mudanza, que no cabe explicarlo. Es obra de Dios el habernos librado del que nos libró y habernos dado el que nos dio».

      La idea de Ensenada de nombrar confesor de la reina al también jesuita padre Isla se encontró con la vehemente negativa del jocoso cura leonés que siempre despreció «las prisiones cortesanas, donde al más astuto nacen canas». Con su habitual gracejo le escribía a Ensenada, a quien veneraba como «el mayor ministro que haya tenido la monarquía», «yo no soy ni para confesor de Vuecencia». En su correspondencia se puede observar que Isla no solo rechazaba el cargo por su natural aversión a la política cortesana sino también porque Rávago le parecía vano y hasta peligroso. Avisado de la situación política, Isla no desconocía que también entre los jesuitas había división de pareceres: «están por él cuantos no estuvieron por su antecesor».

      En cualquier caso, Rávago gozaba de gran predicamento y, algo insólito, parece que su nombramiento no desató las habituales guerras de frailes y que se hizo respetar por todos. Sin duda alguna, consiguió una superioridad sorprendente sobre la conciencia del rey, hasta el punto que en algunos momentos se llegó a temer que su severidad en el confesionario aumentara los escrúpulos de Fernando VI. La propia reina tenía cuidado de evitar estos extremos, conocedora de la miedosa religiosidad de su devoto marido y del dominio del jesuita. De la acción de Rávago durante los primeros años podría decirse lo que Blanco White escribiría cincuenta años después: «quien tiene la conciencia del hombre en su poder, tiene al hombre entero en su poder».

      El conde de Montijo (1692-1763) era otro «afligido». Lo había sido todo con Isabel. Era su mayordomo mayor desde 1745 y había sido embajador en Londres (1732-1735) y presidente del Consejo de Indias (1737-1747). Aspiraba a ser gobernador del Consejo de Castilla, incluso a algo más con el nuevo rey, pero era desde hacía años enemigo de Carvajal y pronto vio tronchadas sus aspiraciones. Los apresurados nombramientos regios del 22 al 28 de julio se lo demostraron. El obispo de Oviedo, Gaspar Vázquez Tablada, era gobernador del Consejo de Castilla, el conde de Maceda (1689-1754) gobernador de Madrid y el obispo Francisco Pérez de Prado (1677-1755) inquisidor general. El duque de Huéscar, ligado a Carvajal, que ya empezaba a «hacer figura», recibía el nombramiento de embajador en París y el duque de Sotomayor (1684-1768) el de embajador en Lisboa, mientras Mina era el nuevo general de los ejércitos de Italia. En seis días, Montijo vio que su hora había pasado. Acompañó a la reina viuda a los Afligidos, luego a San Ildefonso y en diciembre de 1747 presentó la dimisión de sus cargos y se retiró, dejando a Scotti de factotum de Isabel.

      El marqués de Villarías, Sebastián de la Cuadra (1687-1766), que venía desempeñando la secretaría de Estado desde la muerte de Patiño en 1736, fue la víctima más reveladora del alcance de los cambios. Su caída en diciembre de 1746 puso de manifiesto que Carvajal era el hombre fuerte del momento y que Ensenada triunfaba sobre el que era su rival desde hacía años y ganaba el placet de los nuevos soberanos. Villarías era la cabeza visible del grupo de los vizcaínos, gente oriunda de las Provincias Vascongadas y del Reino de Navarra con la que había cubierto muchos puestos de la administración y de la Corte. Adicto completamente a Isabel, Villarías era visto por Bárbara como un peligro permanente acechando a Fernando a través de otro vizcaíno, Arizaga, el ayo del rey, «el cual nunca se unió conmigo —decía la reina a su padre Juan V— porque lo que quiere es tener él toda la confianza y procura por todos los medios quitarle al rey que la tenga conmigo».

      Bárbara había obrado por amor a su marido —«será lo que yo más sienta, que me lo aparten del cariño que me tiene», decía a su padre—, pero también había sido orientada por el embajador Vilanova sobre los hombres menos adictos a Portugal y, en definitiva, se guiaba por su propio criterio, formado en el largo tiempo de espera como princesa de Asturias. La reina confesaba confiar en Carvajal por su «sangre portuguesa» y sabía que, por el contrario, Villarías y Arizaga y su «partido» eran contrarios a los intereses de Portugal, como buenos peones de Isabel.

      En esa confusa situación, el astuto marqués de la Ensenada, Zenón de Somodevilla y Bengoechea (1702-1781), ministro desde 1743, se había ladeado hacia donde su instinto le previno que se hallaba el poder: el entorno del futuro ministro Carvajal, ya apoyado por la reina y por la familia Alba, con la que siempre mantuvo una especial relación. No es extraño que Huéscar (al fin y al cabo un Alba) pensara que Ensenada había mediado en la promoción de su amigo Carvajal, a quien en efecto había protegido en Indias contra Montijo hacía unos años, pero se trataba de una más de las astucias del marqués. Ensenada, en efecto, hizo todo lo que pudo para exhibirse como el gran protector de Carvajal en su camino a la Secretaría de Estado, a la que llegó al fin el 4 de diciembre como ministro, pues no aceptó el título de secretario; pero este, tiempo después, en carta de 21 de setiembre de 1747, dejaría claro a Huéscar el asunto: «Te aseguro que en los principios B (Ensenada) me debió enteramente la vida civil y después muchas veces la conservación de ella». En efecto, Carvajal llegó a ser tan incontestable que salvó a Ensenada de todos los ataques desde el principio.

      Contaron también en el haber del marqués las profundas desavenencias con Villarías y el embajador Campoflorido, que detestaban a Huéscar. Pero, Ensenada estuvo muy silencioso durante estos meses; sabía que corría peligro. El propio Vilanova quería su destitución. El hidalguillo medrado Ensenada tuvo que nadar en aguas turbulentas y no se entregó a los ganadores hasta que pudo pertrecharse de garantías personales suficientes. Trabajó lo indecible para que las fiestas de proclamación del rey fueran espectaculares y buscó halagar directamente a los reyes utilizando su encanto personal y el apoyo de Rávago —antes también el de su amigo Fèvre— y de Farinelli, que amplificaban sus méritos; pero solo cuando se supo bienquisto con la reina pudo empezar a airear su poder.

      Al servir para mostrar el poder de Carvajal, la caída de Villarías contribuyó también a desmontar las pocas expectativas que podían albergar los grandes. El conde de Maceda, su cabeza visible, fue el primero en caer. Había seguido el dictamen de Villarías que quería privar a Bárbara de su presencia en el despacho del rey con los ministros y hasta había ido más allá proponiendo un consejo en el que habría algunos amigos suyos. Pero sus aspiraciones fueron frenadas drásticamente por Carvajal. En febrero de 1747 Maceda no le dirigía la palabra al ya ministro de Estado, que declaraba a Huéscar «varias intentonas han hecho las gentes, pero creo que conocen que es en vano». Haría falta que el conde se viera sin apoyos para que la ofensiva se desatara, lo que esperaba astutamente Carvajal. En mayo, ya presumía Huéscar que Mojarrilla —así le llamaban a Maceda— «hará disparates», a la vez que destapaba al que Carvajal le apuntaba como segundo en el grupo de oposición, el marqués de San Juan de Piedras Albas (1697-1771), sumiller de corps de Fernando VI.

      Tras el duro golpe de la salida de Isabel a su destierro en La Granja en julio y el decreto definitivo de exoneración de Villarías del cargo de consolación en Gracia y Justicia (8 de octubre de 1747) que le había dejado Carvajal, Maceda se vio obligado a presentar la dimisión (15 de octubre) mientras San Juan pedía permiso para retirarse de la Corte el mismo día. Para no excitar más los resentimientos, Carvajal dilató la solución del caso del último, que dejaría todos sus empleos en marzo de 1748, y suprimió el cargo de gobernador que había disfrutado Maceda volviendo al antiguo de corregidor.

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