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por el momento, las tensiones se desviaron hacia la persona más odiada: Isabel de Farnesio. Ahí es dónde se quería ver la reacción de Fernando y Bárbara, que se esperara fuera un verdadero ajuste de cuentas. Todos confiaban en que Fernando VI a «Isabel, en la farsa de mandar, no le volverá a dar el más ínfimo papel». Un pasquín decía de la madrastra: «Se deshizo aquel Babel / de soberbia en un momento / y, arrumbada cual jumento / sarnoso en el muladar, / solo podrá gobernar / sus naguas y su aposento». En efecto, los reyes cobrarían su primer tributo de popularidad despidiendo a la Farnesio. Era solo un primer gesto.

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      Fernando VI, rey de España

      El fin del Babel farnesiano

      Al fin, un rey popular

      El 9 de julio de 1746 muere Felipe V y el 23 de julio del año siguiente Isabel de Farnesio recibe la orden de retirarse a San Ildefonso. Ha mediado entre ambos acontecimientos solo un año, pero es el año triunfal de los reyes Fernando y Bárbara. Para unos príncipes que tenían al llegar al trono escaso conocimiento de los asuntos públicos, la cascada de decisiones regias no puede ser más sorprendente. Se suele decir que fue cosa de Carvajal y de Ensenada, pero hay tal apoyo de los reyes a los cambios promovidos por los ministros que es imposible minusvalorar el papel que tuvieron en ellos: más modestamente Fernando, de manera francamente decidida Bárbara de Braganza. Por más que Dolores Gómez Molleda dijera que la reina «tuvo un dominio indudable sobre el hombre y otro muy limitado sobre el rey», cuantas decisiones hubo de tomar el monarca necesitaron el placet de Bárbara.

      Toda Europa dio en pensar que el rey era un pelele de la reina y que esta obraba a instancias de su padre Juan V de Portugal por medio de su embajador el vizconde de Vilanova da Cerveira (también llamado de Ponte de Lima, 1683-1760); pero Fernando VI, que conoció los rumores, no se dejó humillar. Era lo que en el fondo se buscaba al exagerar la influencia de Portugal, la pequeña potencia vecina sempiterna depositaria de orgullos y humillaciones mutuas. El embajador inglés B. Keene, que venía de Lisboa, insistió en la predominancia portuguesa en Madrid, lo mismo que el obispo de Rennes, que, en un nuevo intento de menoscabar a Fernando VI había dicho el 11 de julio de 1746, aún sin enterrar el rey difunto, que era «más bien Bárbara quien sucedía a Isabel, que Fernando a Felipe».

      Para los franceses, solo Ensenada podía contrarrestar el influjo de Vilanova sobre la reina, del que temían con razón que intentara desplazar al ministro; por el contrario, en Inglaterra se esperaba del tozudo Carvajal que aprovechara su privilegiada relación con Bárbara —confiada en la «sangre portuguesa del ministro»— para sacar definitivamente a Fernando VI de la sumisión a la familia francesa. Al final, el vertiginoso aluvión de presiones, la torpeza y la precipitación, tuvieron el efecto contrario al deseado y, al poco, el rey, confiado en sus ministros, podía hacer sus primeras manifestaciones de sorprendente independencia. «Ya que no quería ser gobernado por Francia, no lo sería tampoco por Portugal». Se le atribuyó esta frase como tantas otras —«paz con Inglaterra y guerra con nadie»— y se consiguió en este primer año decisivo que el rey fuera respetado.

      Fernando VI llegaba al trono rodeado de una enorme popularidad y afecto de los españoles, pero era presentado en las embajadas y en las cortes europeas como un hombre sin carácter, incapaz de tomar decisiones políticas. Se pensaba que dejaría el gobierno al albur de los más intrigantes de la Corte una vez que Bárbara demostrara su incapacidad natural e incluso que, mediando los «vapores» heredados de su padre que todo el mundo pensaba que aparecerían más pronto que tarde, acabara abdicando, como llegó a presumir Vilanova.

      Sin embargo, los reyes, empezaron a sorprender cuando decidieron despachar juntos y volver a la vieja costumbre de la consulta de los viernes con el Consejo de Castilla, con cuyo presidente el rey departía después de la sesión a solas. Bárbara no pasó por alto cuando describía el acto a su padre que «esto hacía veinticuatro años que no se hacía». También restablecieron las audiencias públicas nada más comenzar el reinado, en agosto, y modificaron el protocolo de audiencias de ministros y embajadores, especialmente en lo relativo a la costumbre de Felipe V de departir con el embajador francés a cualquier hora. En octubre de 1746, el obispo comprobaba irritado que sus privilegios habían terminado mientras Ensenada escribía orgulloso sobre la «estocada» que había recibido su mayor enemigo: «Se ha quitado enteramente al obispo de Rennes la costumbre de las conversaciones con el Amo».

      Pero además de estas señales, hay todavía más en el proyecto regio: una firme decisión de elegir personas de su confianza y rechazar a las que provenían del reinado anterior, aquellas de las que Fernando y Bárbara temían la influencia de la reina viuda y sus hechuras. En un año, los nuevos reyes cambiarán del todo el gobierno: el confesor, varios embajadores, el inquisidor general, el gobernador del Consejo de Castilla, buena parte del personal cortesano de la casa del rey —aprovechando que Isabel quiere mantener con ella a sus leales—, y algunos altos mandos del ejército.

      Fernando VI declaró que mantendría en sus puestos a todos los cortesanos que heredó de su padre y así lo hizo durante unos meses, pero del viejo aparato de Felipe e Isabel quedó muy poco tras el verano de 1747. La excepción la protagonizaron los que supieron cambiar con inteligencia, es decir, los que se separaron del palacio de los Afligidos, la primera casa que se puso a la reina viuda en Madrid.

      El panorama a un año de morir Felipe V no puede ser más distinto de lo que se auguraba. La evidente alegría del rey y la reina y sus apariciones públicas, su presencia animada en las fiestas y la normalidad de los actos públicos y privados sorprendían a toda la Corte. El rey tímido, melancólico y huidizo, se mostraba tan alegre que cansaba a la propia reina en los bailes, hablaba con todo el mundo y podía decirle al popular embajador Keene cuando este le dirigió un cumplido por su lozanía en un baile que «el ganado está cansado», en referencia a las señoras.

      La primera decisión familiar fue espectacular: Isabel de Farnesio salía del palacio del Buen Retiro el 2 de agosto de 1746 en compañía de sus hijos el infante cardenal Luis y María Antonia. Iba con ellos una larga comitiva de cortesanos, encabezada por el marqués de Scotti y el conde de Montijo, que había repartido dinero a algunos agitadores para que dieran vivas a la reina a su paso por Madrid. No sirvió de nada, pues la jornada estuvo rodeada de una enorme tristeza para los «afligidos» en contraste con la alegría popular que desató la primera decisión de los nuevos reyes.

      Isabel y sus hijos iban a vivir a la casa de los marqueses de Osuna, situada en la plazuela de los Afligidos, de donde vendría el significativo mote de sus seguidores. Era un casón noble, pero bien diferente a los escenarios regios que la reina viuda había no solo habitado, sino creado. La Granja era obra suya, así como las reformas de todos los palacios en los que pasó más de treinta años de su vida. No es extraño que el obispo de Rennes, que la insultó hasta el extremo, viera en la «burguesa de Madrid», cuando presenció la despedida de su palacio, «un ser vivo que asistía a su propio entierro». La reina recorrió las habitaciones enlutadas, triste y nostálgica, en medio del silencio de los cortesanos. Su único consuelo, los vivas pagados que luego recibió en las calles, fue recibido por el obispo como «extraña prueba de la miseria y la vanidad humana en una persona que había hecho temblar al mundo durante treinta años».

      En los Afligidos se daban cita todos los que se creían perjudicados por los nuevos reyes, entre ellos el obispo de Rennes que esperaba obtener el capelo cardenalicio si conseguía casar de nuevo al delfín con una infanta española, pues María Teresa había muerto pocos días después que Felipe V. Su indiscreción al enviar a Versalles noticia de los rumores de que la reina y Farinelli se entendían —probablemente salidos de los Afligidos— era indignante, pero se le creyó solo un instrumento de la verdadera fuente de los dicterios contra los nuevos reyes y no se le tocó mientras duró la guerra en Italia.

      Privaba también en los Afligidos el confesor francés, el padre Fèvre (1689-1768), el Arlequín. Podía mantenerse por ser oficialmente

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