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aspectos de la cultura y del saber. Así brillaron particularmente en campos tan dispares como la astronomía, la geografía, la medicina, la historia, la química, la creación artística y literaria, la farmacología, la jurisprudencia, las matemáticas o la filosofía.

      Y no solo podemos admirar a aquella civilización por su cultura, sino que también debemos hacerlo porque en determinados momentos de su recorrido aportó al mundo un modelo de convivencia muy poco frecuente en aquellos tiempos en los que la intolerancia era lo habitual en los territorios poblados de Europa y Asia. Una convivencia que, pese a las inevitables dificultades por las que atravesó en numerosas ocasiones, representó durante varios siglos un ejemplo para el mundo de su tiempo, e incluso para nuestro mundo actual.

      En al-Andalus convivieron una multitud de pueblos con muy distintos orígenes, que iban desde los eslavos procedentes del este de Europa, los árabes del Próximo Oriente, los bereberes del norte de África, negros procedentes del Sudán, judíos que llegaron desde Palestina y, por supuesto, el sustrato étnico principal, la población descendiente de los hispanogodos que habitaba en este territorio a la llegada del islam.

      Estos pueblos profesaban hasta tres religiones distintas (islamismo, cristianismo y judaísmo), hablaban dos o más lenguas mayoritarias (árabe y mozárabe o lengua romance), pero convivían en un solo Estado al que conocemos con el nombre de al-Andalus.

      Para conocer cómo se desarrolló esta avanzada civilización, es necesario comenzar haciendo una introducción a los dos pueblos que, a comienzos del siglo VIII, chocaron para mantener bajo su poder el territorio de la península Ibérica. Por una parte los visigodos, que acabaron por perder definitivamente Hispania, por otra los musulmanes, que los sustituyeron en el gobierno y que acabaron incorporando a sus dominios lo que a partir de entonces se conocería como al-Andalus.

      En el año 378 tuvo lugar una de las batallas más importantes de la historia. Un numeroso grupo de visigodos (uno de los pueblos germanos que llevaba ya varios siglos presionando sobre las fronteras del Imperio romano), que había atravesado tres años antes el limes o frontera del río Danubio, se enfrentó con las legiones romanas comandadas por su propio emperador en una zona próxima a la ciudad de Adrianópolis, en la actual Turquía europea. La victoria de los visigodos fue total, hasta el punto de que el emperador romano Valente pereció en la batalla.

      Desde ese momento, los visigodos se sintieron libres para saquear a su antojo todas las ricas ciudades que pertenecían al Imperio romano. Los desesperados generales romanos, incapaces de contenerlos, llamaron su auxilio a la mayor parte de las tropas que permanecían acantonadas en la frontera superior junto al limes que constituía el río Rin en Germania.

      Como consecuencia de esta decisión, debilitaron enormemente esta línea defensiva, y así, en el año 406, se produjo la segunda catástrofe. Varias decenas de miles de suevos, vándalos y alanos atravesaron el río favorecidos por el desguarnecimiento de las defensas romanas y se lanzaron hacia el interior del Imperio.

      En solo tres años y después de causar grandes daños con sus saqueos y destrucciones en el territorio de la Galia (la actual Francia), avanzaron hacia el sur hasta atravesar los Pirineos y penetrar en la península Ibérica. En aquella época, esta recibía el nombre de Hispania, del cual se deriva el actual de España.

      Para colmo de males, en el 410, los visigodos sometieron a un terrible saqueo a Roma, la capital del Imperio. Los emperadores que la habían abandonado un poco antes para instalarse en la ciudad mucho más segura de Rávena, no sabían ya qué hacer para acabar con aquella pesadilla.

      Entonces se les ocurrió una “brillante” idea a los consejeros imperiales. Ya que no se podía derrotar a los visigodos, ¿por qué no se llegaba a un acuerdo con ellos que favoreciera a ambas partes? Estos, dado su reducido número, no tenían capacidad para controlar al enorme imperio aunque este atravesara una terrible decadencia. Su fortaleza militar les permitía dirigirse con rapidez de un sitio a otro, arrasando a su paso todos los lugares por los que marchaban, apoderándose de sus riquezas. Pero no tenían capacidad para hacer mucho más.

      A los romanos se les ocurrió que podían intentar alcanzar una alianza con los visigodos. De esta forma, se aprovecharían de ellos para su mutuo beneficio. La idea era utilizar su poderío militar, para que de esta forma expulsasen de los territorios invadidos al resto de los pueblos bárbaros. Es necesario aclarar que esta palabra no tenía en aquella época el matiz peyorativo que hoy le damos. Un bárbaro para un romano era sencillamente un extranjero que desconocía la lengua y la cultura romana, no alguien que destruía a su paso todo lo que se encontraba, aunque con el paso del tiempo fue este significado el que se impuso.

      A cambio de esa ayuda, los visigodos recibirían tierras en las que asentarse con el beneplácito del propio emperador romano. Alarico, el rey visigodo, aceptó esta propuesta y se dispuso a cumplir su parte del trato con eficacia y rapidez. En solo tres años habían limpiado la Galia e Hispania de buena parte de sus anteriores invasores.

      Pero los visigodos no deseaban actuar solamente como meros servidores de los intereses romanos, pues aspiraban a más. De este modo, en el 418, un caudillo visigodo llamado Teodorico se proclamó rey independiente del Imperio romano, aunque nominalmente continuara rindiendo vasallaje al emperador. Estableció su capital en Tolosa (la actual Toulouse, en el sur de Francia), dominando la mayor parte del sur de la Galia y la mitad norte de Hispania, aunque no todas sus partes periféricas.

      Y aunque en estas su autoridad no era absoluta, su potencia militar les permitía actuar sobre aquellos pueblos que se mostraban renuentes a aceptar sus órdenes. De esta forma, los vándalos que llevaban veinte años saqueando indiscriminadamente la Península y en especial la Bética, debieron abandonar este territorio en el año 429 y marchar al norte de África. Como dijimos antes, esos escasos veinte años sirvieron, según algunos autores, para que dieran posteriormente su nombre a al-Andalus y a Andalucía.

      Sin embargo, el dominio visigodo siguió siendo muy laxo. En total se calcula que eran como mucho unas 200.000 personas, mientras que el resto de la población hispanorromana podía calcularse en cinco o quizás hasta seis millones de personas. Es decir, los visigodos eran una minoría ante la abrumadora mayoría de personas que ya vivían en Hispania cuando ellos llegaron.

      Pero los visigodos se habían hecho con los resortes del poder, en particular con la propiedad de la tierra. Muchos de ellos se habían convertido en terratenientes cuando arrebataron a los antiguos propietarios latifundistas de origen romano las tierras que estos poseían. Dominaban la tierra, dominaban militarmente a la población y les cobraban impuestos. En ese sistema se basaba principalmente su control sobre el territorio y sus habitantes.

      Pero había algo muy importante que les diferenciaba del resto de la población. Y no era su lengua, su cultura, su ejército, sus propiedades o su Derecho. Era algo que para la mentalidad de la época tenía una importancia casi tan grande o incluso superior a todo lo anterior. Era la religión.

      Desde el siglo IV, el mundo romano se había ido convirtiendo paulatinamente a una nueva religión, el cristianismo, y de esa forma se habían abandonado los cultos paganos. Los visigodos también abrazaron el cristianismo aún antes de penetrar en el Imperio romano. Un evangelizador llamado Ulfilas difundió entre el conjunto de los pueblos godos la doctrina de Jesús de Nazaret. Pero lo hizo predicando una variante del mismo a la que se conoce como arrianismo. Arrio era un presbítero que aseguraba que Jesús no era Dios, sino solo un profeta, el más perfecto de todos los hombres, pero sin la cualidad divina que el catolicismo le atribuye.

      La Iglesia durante el siglo IV se debatía entre un mar de herejías. Muchas comunidades hacían una interpretación particular del Evangelio, por lo que el emperador Constantino decidió unificar a todas ellas. En el Concilio de Nicea se llegó a un acuerdo de compromiso. La doctrina de Nicea se basaba en que en Dios existían tres naturalezas en una misma persona. Esa doctrina trinitaria es la que en la actualidad siguen cientos de millones de personas que profesan el cristianismo.

      Mas los visigodos nunca aceptaron el catolicismo, y eso les creó una insalvable diferencia con sus súbditos que eran católicos. Algunos reyes como Eurico, ratificaron

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