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también varían según en qué lengua se realicen. De este modo, un inglés o un francés transcribirán un determinada palabra de forma distinta a alguien que hable español, para adaptarla a la forma específica de pronunciación que exista para esa lengua.

      Y no solo eso, sino que en un mismo idioma pueden existir distintos criterios de transcripción, ya que en ocasiones estos pueden ir evolucionando a lo largo del tiempo, como ha sucedido en el español. Hasta hace no muchas décadas, los filólogos empleaban formas de transcripción distintas a las actuales. Es lo que sucede por ejemplo en el caso del nombre de al-Hakem, que actualmente se escribe como al-Hakam, que es mucho más parecido a su pronunciación en lengua árabe.

      Todo esto representa un evidente problema a la hora de elegir qué sistema emplear. Probablemente, lo más correcto sea quizás el sistema más reciente. Pero esto también presenta muchas dificultades.

      Habitualmente estamos acostumbrados a leer, por ejemplo, Abderramán y no Abd-al-Rahman, y no digamos ya en el caso de aquellas palabras de empleo más tradicional y que se encuentran totalmente arraigadas en el uso de la lengua actual. Nadie pronuncia o escribe Qurtuba o Isbilia o Isbiliya, que son sus nombres árabes, sino que empleamos Córdoba o Sevilla. Tampoco nadie utiliza la palabra Muhammad para referirse al profeta, sino que todas las personas se refieren a él como Mahoma.

      Ante esta situación, cabe preguntarse por tanto, qué hacer. La respuesta no es sencilla, por consiguiente hay que adoptar una decisión salomónica y un tanto subjetiva. Utilizaremos en consecuencia aquellas palabras que a nuestro modo de ver, resulten más frecuentes en la grafía habitual. Ello supone que no seguiremos siempre el mismo sistema de transcripción fonética, sino el que más conocido y habitual nos resulte.

      Hay otros problemas previos que abordar, y entre ellos se encuentran los referidos al planteamiento de determinados conceptos que presentan dificultades en cuanto a su debate historiográfico, e incluso en lo referido al empleo erróneo en su utilización.

      Es el caso, por ejemplo, del concepto que conocemos como Reconquista, entendido tradicionalmente como aquel proceso histórico durante el cual, a lo largo de casi ocho siglos, los reinos cristianos del norte peninsular recuperaron el territorio que se había perdido a manos de los musulmanes a partir del 711, cuando estos derrotaron a los visigodos.

      En nuestra opinión, no es ese el término más adecuado precisamente, pero es tal su aceptación tradicional a lo largo de la historia, que a él tendremos que hacer referencia cuando tengamos la ocasión de hacerlo.

      No será la misma situación que la de otras expresiones que son claramente erróneas y que están fuera de lugar, como son las de mahometanos y moros.

      La primera es incorrecta desde un punto de vista religioso. Mientras que el término cristiano sí es empleado con propiedad, ya que hace referencia a aquellas personas que creen en la divinidad de Jesús de Nazaret, el de mahometano no puede serlo, ya que no existe esa misma creencia divina en la religión islámica con respecto a Mahoma. Este solo se consideró a sí mismo como el profeta que predicó la nueva religión revelada por Alá, o Allah, palabra que en lengua árabe significa igualmente ‘Dios’. De este modo emplearemos el término adecuado, que es el de musulmanes o islámicos, para las personas que profesan esta religión.

      De igual forma no se empleará el término de moros, salvo cuando su uso sea moneda corriente en determinadas expresiones como “el moro Rasis”, “Santiago Matamoros”, etc. La palabra moro deriva de Mauri, que era el nombre que los romanos daban genéricamente a los habitantes del Magreb que vivían en el norte de África y que ya en aquella lejana época, hacia los siglos II y III de nuestra era, invadieron varias veces la península Ibérica.

      Pero este no resulta un término adecuado. Es más, frecuentemente suele ser utilizado con un carácter despectivo y peyorativo para referirse a las personas procedentes de Marruecos, Argelia y Túnez, independientemente de su nacionalidad actual, pues se aplica indistintamente a la población que vive en el norte del África mediterránea.

      Es también preciso aclarar la utilización del concepto árabe, que debe ser empleado fundamentalmente en dos tipos de acepciones. Por un lado, para denominar de esa forma a las personas procedentes de la península Arábiga, es decir, a los habitantes del territorio en el que Mahoma predicó en el siglo VII la nueva religión del islam.

      En segundo lugar ha de utilizarse esa palabra para referirse al idioma predominante entre los invasores de la Península, aunque como ya veremos, el árabe no fue la única lengua que hablaban los pueblos que llegaron a Hispania, y ni siquiera fue la más hablada en ella durante el período de al-Andalus, aunque sí fue la más importante.

      Independientemente de lo que desde un punto de vista etimológico signifique la palabra al-Andalus, para nosotros debe quedar claro que con ese nombre se designa a todo el territorio de la península Ibérica que durante la Edad Media estuvo controlado por los musulmanes, como mínimo hasta el siglo XIII, aunque también puede hacerse extensible al posterior reino nazarí de Granada.

      A lo largo de esta obra desarrollaremos la historia de una de las civilizaciones más importantes que hubo en el mundo medieval, y ¿por qué no decirlo también? una de las más interesantes que ha habido a lo largo de la historia.

      Desgraciadamente para al-Andalus, la evolución histórica posterior no ha jugado a favor del mantenimiento de su memoria como debería haberlo hecho. La historiografía española, y con mucho mayor motivo la europea, la juzgó a partir del siglo XVI como una especie de paréntesis histórico, como si hubiera sido la llegada a España y Portugal de un pueblo extranjero, incómodo, al que había que expulsar cuanto antes de un territorio que no le correspondía, ya que no se le consideraba como algo propio de la historia de esos países.

      Mal que les pese, no han sido los pueblos y naciones musulmanas las que han escrito la historia posterior que todos conocemos hoy día. Esa historia procede básicamente de historiadores de religión cristiana que vivían en los países de Europa occidental, y estos, aún reconociendo la originalidad de la cultura andalusí, han tratado a esta casi siempre desde una perspectiva secundaria e incluso en ocasiones hasta con un manifiesto menosprecio.

      En este caso, con al-Andalus ha sucedido algo parecido a lo que ocurrió en el otro extremo del mundo Mediterráneo con el Imperio bizantino y con su capital Constantinopla, “el imperio olvidado”, como lo han bautizado algunos historiadores con una perspectiva más amplia que la mayoría de sus colegas.

      En efecto, tanto la España cristiana, como el mundo musulmán, han valorado poco adecuadamente hasta hace muy pocas décadas la importancia histórica que tuvo al-Andalus en el mundo de su tiempo. Sí, otro ejemplo similar tenemos con Bizancio. Ni los actuales turcos se consideran herederos directos de aquella refinada civilización, ni los griegos de hoy día, que han recibido tanto su lengua como su cultura, han sabido valorar y conservar en su justa medida la importancia que tuvo aquel período histórico, hoy escasamente recordado incluso en los libros de texto.

      Y este olvido resulta mucho más grave en el caso de al-Andalus, cuando se trató de una cultura que a lo largo de casi ochocientos años dejó un legado imperecedero que prácticamente resulta único en la Europa actual. Así, todavía podemos extasiarnos contemplando los suntuosos palacios en que vivían sus gobernantes, los espléndidos jardines por los que paseaban, las grandiosas mezquitas en las que rezaban, los elevados alminares desde los que llamaban a la oración, los alcázares inexpugnables en los que se defendían, los resistentes puentes que favorecían el tráfico y los intercambios comerciales, la útil red de canales y acequias que construyeron para regar las fértiles huertas…

      Pero aunque todo esto no permaneciera en pie, se mantendría vivo (aunque siguiéramos desconociendo el origen de nuestra cultura) el legado cultural que transmitió a la Europa de su tiempo y, por extensión, a la mayor parte del mundo actual. Y es que, en una época en la que buena parte del mundo occidental vivía en la oscuridad y el retraso cultural, en la mayor parte de España y de Portugal existía una civilización mucho más avanzada que recogió el legado del mundo clásico y lo conservó y perfeccionó de una manera fundamental para su conservación posterior.

      Pero

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