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Hallar vestigios resulta además difícil al no poderse excavar el lugar por razones religiosas. No obstante poco puede quedar del mismo por el número e importancia de las construcciones que se levantaron sobre sus ruinas (segundo templo, templo pagano de Adriano y mezquitas islámicas). Sólo la Biblia describe con detalle el templo de Salomón. Se piensa que las tumbas de los reyes de Judá también están en la «ciudad de David», pero no se han descubierto.

      En 587 a.C. las tropas de Nabuconodosor II, tras casi diez años controlando la política en Jerusalén, sitiaron la ciudad, que se había revelado contra el yugo babilonio. Tras su destrucción (586 a.C.) buena parte del pueblo hebreo fue deportado a Babilonia. Según Konner «la arqueología sugiere que, de los 75.000 habitantes de Judea, entre cinco y veinte mil se fueron a Babilonia». Para ellos empezó el exilio y para muchos otros la diáspora. Durante la breve etapa babilónica (586-538 a.C.), de todos modos, en Judá sobrevivieron los lugares que se rindieron, mientras los núcleos de resistencia se destruyeron y permanecieron en ruinas.

      El Imperio babilónico fue sustituido por medos y persas. En 538 a.C. el rey persa Ciro permitió la vuelta a Judea de los deportados que lo desearon, que se establecieron en una reducida zona extendida menos de cuarenta kilómetros por la comarca montañosa central. El territorio se había convertido en una pequeña provincia de la quinta satrapía, una de las grandes unidades administrativas del Imperio persa. Durante el largo dominio de Persia (538 a.C.-332 a.C.) las tierras de Oriente Próximo, divididas en entidades políticas gobernadas por dinastías locales, reflejan sin embargo dos áreas culturales distintas: la zona montañosa, orientalizada, sigue pautas materiales que encontramos en el mundo mesopotámico (asirio, babilónico, persa) y egipcio; la costa, en cambio, se encuentra cada vez más helenizada, debido probablemente a los fenicios.

      Las excavaciones han puesto al descubierto restos de fortificaciones en varias ciudades (entre otras, Jerusalén, Samaria, Laquíš, Dor, Acco y Jafa) así como dos edificios religiosos (el templo solar de Laquíš y el templo de Makmish). La cerámica local es pobre, pero la importada muy abundante, especialmente la griega en las ciudades costeras. Lo mismo ocurre con los sellos. El intercambio comercial creciente se manifiesta en la presencia de monedas fenicias, áticas, persas y, desde fines del siglo V, también filisto-árabes.

      La prolongada etapa helenístico-asmonea (332-63 a.C.) se caracterizó por una creciente influencia griega, especialmente durante el reinado de Tolomeo II Filadelfo (285-246 a.C.) en el que se construyeron ciudades siguiendo el tipo de polis griega. Hay objetos de tradición local pero la huella de Grecia se refleja en pequeñas figuras huecas de estilo ático, en la cerámica, en los sellos, en el sistema de pesas y en las monedas. En esta época los samaritanos construyeron el templo del Monte Garizín, que rodearon de un muro como lo estaba el de Jerusalén.

      Del período romano (63 a.C.-70 d.C.) hay numerosos restos de las construcciones realizadas en tiempos de Herodes el Grande (Sebaste, Cesarea marítima), Herodes Antipas (yacimientos en Séforis, Livias-Julias y Tiberias) y Filipo. Destacan especialmente las edificaciones con técnicas arquitectónicas romanas (el arco y sus desarrollos espaciales) realizadas en tiempos de Herodes el Grande (palacio real y muro del recinto del Templo de Jerusalén, palacios en el Herodión, Jericó y Masada, santuario de Hebrón, templos en honor de Augusto en Sebaste y Cesarea marítima), los restos del barrio herodiano de Jerusalén, las canalizaciones de agua en esta ciudad, en Jericó y en Cesarea marítima y los vestigios de edificios públicos de carácter lúdico diseminados por el territorio (termas, teatros, estadios, hipódromos, etc.). Monedas y multitud de objetos evidencian también la impronta que dejó el dominio romano en esas tierras.

      Ya recordamos el valor de los textos bíblicos como fuente arqueológica fundamental. Sin embargo, a veces surgen obras que caen en el error de conceder a las excavaciones más valor del que tienen. Al negar historicidad a narraciones bíblicas por carecer de restos materiales que las certifiquen, o al deducir de ciertos hallazgos resultados que exceden las conclusiones lógicas, la historia queda presa de un continuo vaivén especulativo y pendiente de lo último que aparece. Además, se han perdido muchas huellas del pasado y quizá otras muchas quedan por descubrir.

      Por lo demás, resulta asombrosa la cantidad de textos de la Biblia de épocas milenarias. Se cuentan por millares los fragmentos descubiertos que se redactaron antes de nuestra era. Desde este punto de vista y con mucha diferencia, ninguna obra de la Antigüedad puede compararse con la Biblia. Las sociedades mesopotámicas, egipcia, griega, romana y las civilizaciones orientales no nos han legado escritos de una sola obra religiosa, política, filosófica, jurídica o literaria ―o de partes de la misma― en número comparable a la Biblia. También por eso puede decirse, como hace el escriturista Lucas Grollenberg, que «Israel conservó los recuerdos de su origen más que ningún otro pueblo de la Antigüedad».

      Sin embargo, no está de más volver a recordar que la Biblia ha sido y sigue siendo un texto sagrado para judíos y cristianos. Unos y otros consideran que, en comparación con su trascendencia teológica, el indiscutible interés histórico y literario de la Biblia queda relegado a un plano marginal. Desde esta perspectiva, como adelantamos, no extraña que los textos bíblicos hayan podido omitir hechos de relevancia política, cultural, social o económica por la sencilla razón de que su principal objetivo no es ser una crónica histórica. Los judíos y los cristianos admiten igualmente la posibilidad de que ciertos relatos bíblicos no hayan sucedido o hayan ocurrido de manera distinta a la versión que de ellos se ofrece. Tal eventualidad tampoco les sorprende. Para comprender la Biblia, piensan, es imprescindible tener en cuenta la variedad de géneros literarios de sus distintos textos. Con todo, abundantes hallazgos materiales han probado ya la historicidad de numerosas narraciones bíblicas.

      Quienes creen que la Biblia es fuente de revelación divina, medio de comunicación de Dios a la humanidad, sostienen que el Ser Supremo se nos ha manifestado de dos modos: uno indirecto, a través de las criaturas, gracias a las cuales pueden conocerse imperfectamente la existencia divina y sus atributos, de la misma manera que las obras de un artista remiten a su autor; y otro directo, con un mensaje específico revelado por Dios con ciertos hechos y concretado en determinadas palabras. ¿Cómo es posible que esta creencia haya calado en cientos de millones de personas hasta convertirse en referencia fundamental para sus vidas?

      Puede argumentarse que la secular y multitudinaria fe en el valor sagrado de la Biblia responde sólo a razones históricas, culturales, económicas, sociales o a una combinación de ellas. Pero resulta cuanto menos frívolo pensar que la causa principal de esta convicción radica en la falta de formación. Entre los creyentes hay personas de épocas históricas y culturas muy diversas y, en los últimos siglos, al igual que muchos carecen de gran formación intelectual, otros millones sí la tienen: filósofos, historiadores, médicos, químicos, biólogos, matemáticos, ingenieros, economistas, arquitectos, abogados, periodistas, políticos, artistas y tantos otros profesionales entre los que abundan figuras mundialmente destacadas por sus contribuciones en bien de la Humanidad. Desde luego, conviene pararse a pensar esto de vez en cuando para evitar juicios precipitados y erróneos.

      Dicho esto, y antes de centrarnos en los textos bíblicos que muestran los orígenes del pueblo hebreo, recordaremos brevemente los grandes acontecimientos previos que, según la narración bíblica, ocurrieron. Por lo general, tales alusiones son imprescindibles para comprender hechos, modos de pensar y costumbres que se introdujeron de forma progresiva en la vida hebrea. En otras ocasiones el conocimiento de la historia anterior ―o al menos de lo que esos hebreos pensaron que ocurrió―, la expresión de sentimientos y la descripción de tradiciones remotas ayudan a juzgar la coherencia o incoherencia de eventos posteriores. Y es que, como en tantos otros casos, en la formación del pueblo hebreo es constante la relación entre el pasado y el presente.

      Los capítulos iniciales del Génesis (1 al 11), primer libro de la Biblia, narran desde una perspectiva sagrada la historia de los orígenes del mundo, la historia primitiva. Al calificar de «sagrada» la perspectiva de los escritores bíblicos queremos reiterar su deseo principal no tanto de relatar unos hechos históricos, que también, cuanto de mostrar que Dios dirige la historia humana.

      ¿Y qué información

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