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común, en su memoria compartida, en su sentir, el recurso a la Biblia es imprescindible. El historiador Siegfried Herrmann, que considera al Antiguo Testamento «la fuente principal para la historia de Israel y del naciente judaísmo», distingue como otros investigadores los libros no históricos de los que sí lo son y subraya la peculiaridad de esta compilación:

      «En el Antiguo Testamento se trata de una colección de fuentes de todas las épocas de la historia de Israel, pero no con el propósito de presentar una historia completa, sino para rememorar constantemente las intervenciones de Yahvé, el Dios de Israel, que en todos los tiempos se ha manifestado como el viviente, el presente y el único poderoso. Estos documentos de los testimonios de Yahvé de aproximadamente un milenio de historia israelítico-judía fueron contribuyendo gradualmente a trazar el cuadro de esa historia y a hacerlo intuitivo.

      «El proceso de recopilación y asimilación de cada una de las fuentes requirió una prolongada evolución, como es natural. Su resultado se nos presenta en primer lugar bajo la forma del Pentateuco, después en dos exposiciones, que muestran a veces mutuas dependencias pero que son de distinta tendencia, en la obra histórica llamada deuteronomística y en la obra histórica cronística. Bajo múltiples formas esas obras son confirmadas y completadas a base de noticias tomadas de los libros proféticos. Por el contrario, los libros poéticos del antiguo testamento sólo pueden aportar criterios relativos para la datación de las fuentes y para el esclarecimiento de la evolución histórica de Israel. De entre los apócrifos, los libros de los Macabeos sobre todo tienen la categoría de exposición histórica independiente.»

      Además de la Biblia, otras fuentes escritas permiten ampliar nuestro conocimiento de la historia antigua del pueblo hebreo: inscripciones en lápidas, sellos de piedra y fragmentos de cerámica escrita. Indirectamente son útiles los archivos de Alalaj (siglos XVII y XV a.C.) y Ugarit (siglos XIV y XIII a.C.), en escritura cuneiforme, que han mejorado nuestra comprensión de la sociedad siria de entonces, uno de los referentes de la comunidad israelita.

      Entre la documentación egipcia encontrada hay referencias a incursiones faraónicas en Canaán. Pero sin duda alguna el principal archivo egipcio con información sobre la tierra de Canaán, durante el segundo milenio antes de nuestra era, se encontró en el yacimiento de El Amarna. Desde las primeras excavaciones (1887) se han desenterrado más de 350 tablillas escritas en acadio dirigidas unas al faraón Amenofis III y, las más, a su hijo Amenofis IV (Akenatón), ambos del siglo XIV a.C.

      Estos documentos aportan valiosos datos sobre las relaciones políticas y comerciales entre los imperios dependientes de las más poderosas ciudades-estado de Oriente Próximo y Medio en esa época. Las cartas reflejan las disputas entre los reyes locales y la dificultad de los egipcios para mantener la paz mientras los hititas se hacían con el control de la tierra que quedaba al norte de Canaán, y tribus nómadas del desierto invadían la zona meridional y el centro de la región. También suministran información las estelas conmemorativas erigidas en tiempos de faraones de fines del siglo XIV y de la siguiente centuria (Seti I, Merneptá), así como las realizadas por orden de otros gobernantes (Mesha, rey de Moab), al igual que textos orientales y semíticos escritos desde el siglo IX a.C.

      De especial interés son los hallazgos realizados por beduinos y arqueólogos (1947-1956) en once cuevas cercanas a las ruinas de Khirbet Qumrán, junto al Mar Muerto. Más que las vasijas y los pedazos de jarras, los descubrimientos más destacados son los miles de pequeños restos de pergamino y algunos ejemplares más completos, redactados fundamentalmente en hebreo, pero también en arameo y en griego, en tiempos del Segundo Templo.

      El total de fragmentos escritos encontrados en diez de las once cuevas ronda los cincuenta mil, correspondientes a casi 840 manuscritos, fechados por la mayoría de los especialistas entre los años 170 antes de la era cristiana y 68 d.C. A pesar de que sólo de diez conservamos más del cincuenta por ciento del contenido original, y de que nada más que uno está completo, los textos de Qumrán constituyen un material valiosísimo para conocer tanto el judaísmo de aquella época como el contexto histórico y espiritual en el que nació el cristianismo.

      De otras fuentes para conocer la historia antigua del pueblo hebreo se ha cuestionado su fiabilidad en la datación y localización de los acontecimientos narrados, o en la interpretación de los mismos, al pensarse que han podido emplear documentos falsos para su elaboración; en otros casos las dudas o el rechazo se deben a la parcialidad tendenciosa que muestran los cronistas. Aun así, resultan interesantes las referencias de historiadores griegos y latinos como Polibio, Estrabón, Tito Livio, Plutarco, Tácito y Suetonio, o las realizadas por el filósofo judío Filón de Alejandría.

      Más relevantes son las obras de Flavio Josefo (La guerra de los judíos, Las antigüedades judías, Autobiografía y Acerca de la antigüedad de los judíos) que, a su riqueza descriptiva, añaden la singularidad de constituir los primeros libros de historia judía profana. Proporcionan asimismo datos históricos de provecho diversos textos apócrifos, rabínicos (los escritos que codifican la ley judía ―la Misná, la Tosefta y los Talmudes de Jerusalén y de Babilonia― y los midrases o comentarios de los pasajes bíblicos) así como los manuscritos encontrados en el desierto de Judea desde mediados del siglo pasado.

      Junto con las fuentes escritas bíblicas y extrabíblicas, nuestra información sobre la historia antigua hebrea se complementa con los continuos hallazgos de lo que se ha dado en llamar «cultura material». Su amplia tipología incluye restos óseos humanos y animales, vestigios de flora silvestre y de especies vegetales cultivadas, ruinas de construcciones (viviendas, calles, templos, palacios, fortificaciones, murallas), tumbas, representaciones artísticas o de culto (relieves, pinturas, esculturas), herramientas de trabajo (hachas, azadas, hoces), objetos suntuarios (collares, anillos, pulseras, pendientes), armas (puntas de flecha, lanzas, dagas, escudos), monedas, utensilios domésticos (vasos, copas, botellas, jarras, cuencos, cucharas, cuchillos) y otras piezas de barro, piedra, metal y marfil que contribuyen a avalar, perfilar, ilustrar, matizar o enriquecer las informaciones de otras fuentes.

      No pretendemos reseñar aquí todos los restos arqueológicos encontrados en Israel (en la actualidad, se han reconocido y protegido unos veinte mil yacimientos) y en otras naciones vecinas, que ayudan a contextualizar los primeros tiempos del pueblo hebreo. Pero tampoco debemos marginarlos. Por eso, hemos optado por ofrecer un resumen de la secuencia temporal que proponen los arqueólogos y, a continuación, una versión más ampliada de las principales etapas históricas que marca la Biblia, tras cotejar su contenido con los hallazgos materiales. A pesar de que los descubrimientos continúan, como ocurre en cualquier campo científico, hay que trabajar con los datos que disponemos en la actualidad.

      Por lo que respecta a los textos bíblicos, a la dificultad de precisar en determinados casos su contenido histórico se añade la ardua tarea de establecer una cronología fiable. De ahí que otros restos arqueológicos ayuden a contrastar las narraciones. Sin embargo, ciertos enfoques teóricos del pasado exigieron a la arqueología mucho más de lo que puede dar, convirtiendo el éxito de los resultados esperados (algunos tan inauditos como encontrar el Arca de Noé o las ruinas de Sodoma y Gomorra) en condición para perseverar en el acto de fe o incluso para realizarlo. Tales pretensiones son rechazables por incoherentes y absurdas.

      Además, al no ser la arqueología una ciencia exacta es habitual que los arqueólogos discrepen en la fiabilidad o importancia de unas mismas fuentes. Esto ha provocado que, en determinados casos, se hayan presentado series temporales dispares sobre los mismos períodos culturales. A partir de estudios de varios autores, el historiador Siegfried Herrmann ha unificado las distintas fases cronológicas de Canaán y Siria y ofrece una división entre «períodos prehistóricos» y «períodos históricos».

      En la Enciclopedia judaica, por su parte, se establece la siguiente graduación temporal:

000-4000 a.C.Neolítico
4000-3150 a.C.Calcolítico
3150-2900 a.C.Bronce Antiguo I
2900-2600 a.C.Bronce Antiguo II
2600-2300 a.C.Bronce Antiguo III
2200-1950 a.C.Bronce Medio I
1950-1550 a.C.Bronce Medio II
1550-1400 a.C.Bronce

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