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a nadie se le hubiera ocurrido semejante locura, semejante absurdez, ¿verdad? Es cierto que el co-branding llevaba llamando la atención desde hacía algún tiempo, con la colaboración entre Yohji Yamamoto y Adidas en unas deportivas con diseño de rosas, o con la marca BA-TSU, que produjo en masa y llevó a las tiendas los uniformes escolares que se utilizaban en la película Battle Royale. Pero estas son colaboraciones al mismo nivel entre creativos de maisons con talentos y áreas de trabajo diferentes que reconocen la labor de cada uno y tienen sentido: deciden sacar al mercado productos híbridos de alta calidad inexistentes hasta la fecha, mezclando las texturas y métodos de trabajo de ambas partes. Para nada se puede equiparar una fusión bancaria con el co-branding. En lugar de eso o de cualquier otra cosa, lo que el inútil de mi padre pretendía hacer ni tenía que ver con las grandes aspiraciones del co-branding ni respondía a las necesidades del mismo. Más bien iba en la línea de que quería probar comidas lujosas, en plan picotear sushi al tiempo que degusta un bistec. O crear la mujer definitiva cortándole la cabeza a Ayumi Hamasaki y pegándosela al cuerpo de una de las hermanas Kanō (a la que también le habría cortado la cabeza), y añadiéndole además la fuerza de Yū-chan, la judoca número uno. Un collage de puro mal gusto. ¡Espabila, padre inútil! Si mezclas sake Daiginjō con Don Perignon, no sabrá bien, y nadie dirá que es maravilloso. Tal vez la tripulación del acorazado espacial Yamato sería más fuerte si fueran los Gorangers, pero eso chirriaría de alguna manera.

      Pese a todo, en Amagasaki esos productos de co-branding ultralujosos y completamente falsos se vendían como churros. No paraban de entrar más y más órdenes de pedido. Pero eso fue lo que puso al inútil de mi padre con el agua al cuello. Un día, el aniki que había ayudado al inútil de mi padre a encontrar trabajo tras su expulsión de la organización hizo una visita a Office Ryūgasaki (S.A.).

      —Qué bien van los productos esos que combinan Universal Studios y Versace, ¿verdad?

      —Todo gracias a usted.

      —Pero verás, nos ha salido el tiro por la culata. Si los vendieras en secreto, no habría ningún problema. Sin embargo, y en contra de lo planeado, se están vendiendo demasiado. Y he aquí el problema. Universal Studios se ha enterado de alguna manera de que algún comerciante está utilizando sin permiso su marca para fabricar productos, y como además han averiguado que esos productos se están vendiendo bastante bien, quieren encontrar al fabricante. Yo tampoco sé mucho sobre la ley de marcas, pero parece que las empresas estadounidenses son muy estrictas al respecto. Si nos llevan a juicio por haber utilizado sin permiso su logo y su marca, nos demandarán con todas las de la ley y nos enfrentaríamos a una multa millonaria. Y, para colmo, estos productos también llevan el logo de Versace… Utilizar igualmente sin permiso el nombre de Versace añadiría más problemas durante el pleito con Universal Studios. Si esto sucede, nos caerían sanciones colosales por ambos lados. Si la cosa saliera mal, podríamos acabar en el trullo. Escúchame bien, nuestra organización no es la empresa matriz de la tuya ni nada por el estilo, porque no queremos de ninguna manera que nos hagan un registro en las oficinas por comerciar con productos falsificados. Quédate con el dinero que has sacado del co-branding. Desde mañana tienes prohibido seguir vendiendo. Y desaparece. Lárgate antes de que la policía o quien sea se ponga en marcha. Y cuídate de volver a las falsificaciones. Porque si lo haces, nos detendrán a todos juntos, a ti, a la organización, y a la empresa que nos hace los encargos.

      Y ese fue el motivo por el que el inútil de mi padre y yo dejamos atrás Amagasaki y nos mudamos precipitadamente a Shimotsuma.

      En Shimotsuma vivía la madre del inútil de mi padre, vamos, mi abuela. Mi abuela había pasado su vida de casada en Amagasaki, donde había dado a luz y criado al inútil de mi padre. Siguió viviendo ahí hasta poco después de que muriera su marido tras la boda del inútil de mi padre, y decidió volver sola a la casa familiar de su pueblo, Shimotsuma, porque sus padres estaban muy mayores y había oído que no podían encargarse ellos solos de trabajar el campo. Para el inútil de mi padre, su madre era la única persona con la que podía contar incondicionalmente en esa situación desesperada; para mí, simplemente era mi abuela. Mi abuela ya se había despedido de sus padres hacía años, y ahora subsistía con la pensión: llevaba una vida tranquila cultivando boniatos, cebolletas o nabos daikon en una huertecita de su jardín, y arrendando un arrozal de su propiedad a un conocido. Tenía una casa antigua de estilo japonés, amplia, con muchas habitaciones, una nevera gigante, una televisión con pantalla LCD… No sé por qué mi abuela tenía tantas cosas caras. La diferencia respecto al estilo de vida que llevábamos en nuestro viejo miniapartamento de Amagasaki, dejando de lado el precio del suelo y de las cosas, era abrumadora.

      Hice un examen de admisión y me transfirieron a un instituto cerca de la estación de Shimotsuma. Pero como ya comenté anteriormente, desde la casa de mi abuela, que ahora era mi casa, hasta la estación había media hora andando (o veinte minutos corriendo, ¿eh?). A pesar de eso, era un trayecto normal para los compañeros que iban a ese instituto, lo que no quita que fuera terrible. Por eso se estableció un sistema en el que el autobús escolar pasa por el centro de Shimotsuma para ajustarse al inicio y al final de la jornada escolar, aunque si lo pierdes no te queda otra que hacer el recorrido al instituto andando. Y por eso los estudiantes del instituto de Shimotsuma tienen necesariamente bicicleta. Si pierdes el autobús escolar porque te has retrasado, no te queda otra que ir en bicicleta; y si no hay clase o es festivo y quieres llegar a la estación, tampoco te queda otra que utilizar una bicicleta. Además había un montón de indeseables, delincuentes juveniles y yankis que iban en moto, pero por lo general no las llevaban al recinto escolar porque la normativa del centro prohibía a los alumnos sacarse el carné de moto. Cerca del instituto había un pequeño templo sintoísta abandonado que nadie limpiaba y que no tenía ni sacerdote, y que los delincuentes juveniles utilizaban como aparcamiento. Mi abuela me hizo saber el día que me mudé que mi vida aquí sería muy incómoda si no compraba una bicicleta, pero no podía hacerme a la idea de montar en una. Es que soy una lolita. No hay nada raro en ir al instituto montada en bicicleta con el uniforme escolar, pero creo que va en contra de la disciplina de la lolita usar la bicicleta cuando no hay clase, o sea, cuando voy vestida como una.

      Lo cierto es que tuve una bicicleta y también montaba en ella vestida de lolita, aunque era muy peligroso. Los encajes del miriñaque y la falda se enganchaban en la cadena y se ponían perdidos de grasa, y como no me hacía para nada con la distancia entre la planta del pie y el pedal al pisar con la plataforma de las Rocking Horse, me caía de bruces si frenaba de golpe o intentaba tomar una curva. Pero esos son solo los motivos superficiales que me hacían desconfiar de montar en bicicleta. La razón por la que no lo hago es que no hay ninguna a la venta que estimule mi alma femenina. Aunque sea tan práctica y necesaria para la vida cotidiana, no puedo comprar y poseer algo que no case con mi estética. Sí haría mía una bicicleta que fuera bonita y pegara completamente con el estilo lolita, como una de esas que estaban de moda en la época victoriana, con dos ruedas enormes a ambos lados del sillín y una pequeña colocada delante del volante; e incluso una de dos ruedas como esas que llaman biciclos, con la rueda delantera grotescamente grande y la trasera grotescamente pequeña, que sin duda no aprendería a montar porque sería superdifícil y me caería de lado, dándome de bruces contra un poste y sangrando a chorros por la nariz. Sin embargo, en el mundo actual ese tipo de bicicletas no se vende en ningún sitio. En todas las tiendas especializadas a las que he llamado preguntando si las tenían a la venta me contestaron que no, y que no hay fabricantes que las hagan. Probé a buscar en una página de internet y encontré unos cuantos vendedores. Tenían unos precios considerablemente elevados para ser bicicletas, pero aun así escribí preguntando por su condición. Todas las respuestas decían invariablemente que «la bicicleta es una antigüedad, en perfecto estado para ser usada como objeto de exposición, pero imposible de montar en la vida real». En una ocasión descubrí un sitio que fabricaba y vendía biciclos, pero estaba en Inglaterra, y naturalmente las explicaciones, el procedimiento de compra y demás estaban escritos en inglés, y con mi nivel del idioma me fue imposible completar la compra.

      Por lo tanto, renuncié a montar en bicicleta. Todavía hoy voy caminando pasito a pasito hasta la estación de Shimotsuma por la triste carretera provincial atrapada entre campos, ¿qué digo campos?, arrozales, y, cuando piensas que se han acabado los arrozales, aparece de pronto un karaoke que se parece bastante

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