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se detuvo y se giró para observarla, durante demasiado tiempo para tratarse de un extraño.

      Las hojas doradas caían como una cascada sobre su cabeza, mientras que Juliette hacía aspavientos para sacudirlas de su pelo. El taxista acababa de dejarla ante una imponente verja, tan oscura como el ónice, cerrada a cal y canto.

      Buscó algún timbre con el que pudiese alertar de su presencia a alguien, pero no parecía haber nadie. Ni coches ni peatones. A este vacío escenario se le sumaba un silencio que a Juliette le ponía los vellos de punta. La urbanización en la que se encontraba, con su entrada de corte gótico y sus tímidos habitantes, bien podría ser un cementerio. E iba a llegar tarde.

      Estaba a punto de coger el teléfono para llamar a su anfitriona cuando, con un suspiro, recordó que no había señal alguna. Eriol le avisó cuando le proporcionó el contacto. Lo que olvidó mencionar era que la señora Eden residía en un barrio sacado de una novela de Stephen King. Por un momento temió encontrarse al temible payaso Pennywise saliendo de una de las alcantarillas.

      Tan inmersa estaba en sus pensamientos que no fue consciente del coche que se acercaba hasta que el claxon la hizo soltar un breve, y algo ridículo, chillido.

      Una ventanilla bajó y se asomó un anciano de sonrisa amable y ojos claros. Un gracioso bigote, más blanco que gris, acompañaba al rostro y provocó que Juliette cayese rendida ante el personaje.

      —¿Puedo ayudarla, señorita?

      —Eso espero. Vengo a ver a la señora Eden, pero parece que no hay nadie que me permita pasar.

      —¿A Leonor? Eso le encantará. La pobre está algo sola, ¿sabe? Aunque jamás lo reconocerá ante nadie. ¡Es muy testaruda! —Salió del coche para dirigirse con pasos cansados a la verja—. Ojalá no haya esperado mucho. Patrick no viene los fines de semana y todos tenemos llave.

      El hombre abrió la puerta con un suspiro exhausto y Juliette se acercó a ayudarle a empujarla. Con un cabeceo le dio las gracias en silencio y juntos terminaron de abrirla.

      —Su casa se encuentra al final del vecindario. Si quiere la llevo. Está junto a la mía —dijo mientras volvía al coche.

      —Se lo agradezco. De ese modo no tendré que rezar para no perderme —respondió ella y siguió al anciano.

      —Suba. Esta ciudad es peligrosa, y el barrio no es lo que era. Con las cosas que están pasando preferimos no recibir visitas.

      El coche atravesó la cancela y, mientras su acompañante volvía a bajarse para cerrarla, Juliette decidió no desperdiciar la oportunidad de obtener más información sobre el caso.

      —¿Qué cosas, señor? ¿Ha pasado algo? —preguntó al ayudar de nuevo al hombre.

      —Digamos que nos han visitado antiguos residentes y no están muy contentos.

      —¿Qué querían?

      —Quién sabe… —murmuró, y pronto pareció recuperar el ánimo—. ¡Pero bueno! ¿Dónde están mis modales? Soy Theodore Carter, pero puede llamarme Teddy. Es un placer conocerla, señorita.

      Aquello arrancó una carcajada a Juliette. Se acomodó en el frío asiento de cuero beige y estrechó la mano que le ofrecía su inesperado chófer.

      —Juliette. Juliette Libston. Encantada, señor Carter.

      —Juliette… ¿Es usted francesa? —le dedicó una mirada curiosa.

      —No, es por mi abuela. Nació allí —consciente de que no iba a poder retomar el tema que le interesaba, aceptó de buen grado hablar de una de las personas a las que más quería—. En Villefranche, concretamente.

      —Oh, suena encantador. Yo apenas he salido del país. ¿Su abuela sigue viviendo allí?

      La joven le habló de su querida abuela Élise y la pequeña ciudad costera en la que se crio. De cómo su marido y ella tuvieron que mudarse a Elveside por motivos laborales del difunto abuelo Jacques.

      Se sumergieron en una agradable charla sobre la familia de Juliette, tan solo interrumpida por breves comentarios de Teddy cuando pasaban por alguna vivienda peculiar o cuyos residentes merecía la pena mencionar.

      La verdad es que Lakeville, como el señor Carter se había referido a su hogar, era un bonito lugar para vivir. Sus grandes calles, bordeadas por casas con amplios porches, estaban impregnadas de una familiaridad que Juliette solo había sentido cuando visitaba su amada biblioteca. Y, a diferencia del resto de las urbanizaciones de alta clase, los jardines públicos no se encontraban cuidados. Tenían cierto aire salvaje que los convertía en pequeños bosquecillos, al contrario que los jardines particulares.

      La competitividad entre vecinos era más que evidente: si uno tenía un gran manzano, el siguiente lucía dos aún más grandes. Igual con rosales, farolillos o incluso el césped. Y ni hablar de los ornamentos. Mirase donde mirase encontraba setos con forma de conejo, enanos de piedra y enredaderas que cubrían las ventanas a modo de cortinas.

      «Ojalá tuviese mi cámara», pensó, y enseguida supo que era un síntoma de mejoría, pues llevaba años sin pensar en sus aficiones.

      El coche se detuvo frente a una vivienda dividida en dos por un horrible vallado. La casa de la izquierda disponía de una fachada amarilla con puertas ojivales de madera clara. En la segunda planta resaltaba una pequeña terraza donde se vislumbraban maceteros con flores, margaritas quizás, de color blanco. Un velador en el costado resguardaba del sol a una mesa redonda de mármol junto a un par de sillones de mimbre. Un rincón exquisito y apetecible. Pero sin duda lo que más le gustó fue el aroma a madreselva que desprendía la entrada, y el enorme ciruelo en medio del jardín, cargado de frutos que recoger. Su abuela Élise era popular por su mermelada casera de ciruela. Cuando llegaba el momento, la familia se reunía para recogerlas antes de que maduraran. Aunque su mermelada preferida era la de limón, cuya receta solo conocían Juliette y su abuela. Aquel solitario árbol le trajo dulces recuerdos.

      Consciente de llevar parada demasiado tiempo, se dio la vuelta para dar las gracias a Teddy. Lo encontró fuera del coche con una sonrisa de comprensión.

      —Precioso, ¿verdad? —comentó el anciano, a lo que Juliette solo pudo responder con un asentimiento—. Lo ha hecho todo ella.

      —Es tan acogedor… No lo esperaba así.

      Esa casa gritaba a plena voz la palabra hogar y parecía impregnada de momentos felices. En la mayoría de los casos, los domicilios de los criminales manifestaban alguna huella que advirtiese de la profesión de sus propietarios. Sobre todo, en una ciudad tan gris y sucia como Elveside. Pero aquella urbanización tenía una personalidad… Era un refugio, un templo.

      —Un oasis —musitó en voz baja.

      —¿Perdona, cariño?

      —Nada, nada —dijo de regreso al mundo real—. Muchas gracias, señor Carter.

      —Ha sido un placer. Si necesitas ayuda para salir, o un chófer para llegar a casa, allí me encontrarás. —Señaló una fachada de ladrillo rojizo en la acera de enfrente—. Quién sabe, igual hasta te invite a limonada. Mi nieto está hecho un chef.

      —Eso me encantaría.

      El anciano hizo un gesto de despedida y volvió a entrar en el coche. Cuando parecía estar a punto de marcharse, volvió a dirigirse a la joven.

      —¿Juliette?

      —¿Sí?

      —No seas dura con ella. Ha pasado por mucho y los policías no le dan un respiro. —La perspicacia del anciano la sorprendió por un instante—. Pareces buena persona, por eso te lo pido.

      —Tranquilo, señor Carter, no soy policía —ante la mirada de desconfianza que le brindaba su nuevo amigo, se apresuró a aclarar sus dudas—. Trabajo como asesora. Quieren saber más sobre ella para poder creerla.

      «O acusarla de estar mintiendo», evitó añadir.

      A

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