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contagiado algo. O a lo mejor tenía que ver con lo que había ocurrido dieciocho meses atrás. De cualquier manera, no había estado escuchando a Eriol divagar. Su amigo era, al fin y al cabo, de ese tipo de personas que daban mil rodeos antes de pedirte un favor, y aún no se encontraba lo bastante espabilada para soportarlo.

      —¿Crees que podrías pasarte por la comisaría a eso de las siete? Es un asunto delicado.

      ¿Las siete? ¿En serio? ¿Y la llamaba cuatro horas antes? Algo dentro de su cerebro empezó a gritar y patalear. Puede que se tratase de la única neurona que permanecía despierta a esa hora.

      —En realidad, Eriol, a las siete comienzo a trabajar. —Mentira. Era su día de descanso—. Estaré allí a las cinco.

      Colgó antes de que su interlocutor procesase lo que había dicho y pudiese protestar… o ella explotar. Últimamente se encontraba al límite.

      Se sintió tentada a abrir la caja que se encontraba bajo su cama, pero no creía ser aún capaz de soportarlo. Optó por buscar en el armario un modelo recatado para evitar tener que aguantar los «ingeniosos» chistes del honorable Cuerpo de Policía de Elveside. Finalmente, tras mucho rebuscar y dejar el suelo de la habitación hecho un desastre, logró encontrar una sencilla blusa y unos pantalones oscuros. Su uniforme de batalla.

      «Pantalones. Siempre pantalones, querida. ¿De qué te escondes?».

      Alejó esa irritante, a la par que conocida, voz masculina de su cabeza pellizcándose el puente de la nariz. Con una mueca, salió del apartamento y cerró la puerta sin mirar atrás.

      Al esquivar a un ciclista madrugador, en busca de una cafetería decente donde pudiese encontrar un café bien cargado y con mucho azúcar —la cafeína y la glucosa eran lo único que le permitían aguantar su rutina diaria—, reflexionó sobre por qué no se había retirado aún. En el periódico la habían ascendido y cobraba suficiente dinero para mantenerse con solo ese empleo. De hecho, hacía unos meses le habían subido el sueldo, algo por lo que protestó al no creer merecerlo. Sospechaba que era una especie de consuelo debido a su «depresión». Pero Jack había insistido y logrado salirse con la suya. Ya no necesitaba ese hobby policíaco y, siendo sincera, tampoco lo veía ya tan emocionante. En ciertas ocasiones la aburría y enfadaba a partes iguales. Le traía recuerdos que, por su salud mental y emocional, estaban bien donde los escondía. Sin embargo, en cierto modo se sentía responsable, y creía que debía compensar su actitud de hacía dos años. Demostrar al mundo que volvía a ser la misma.

      No era policía. Tenía veintiún años cuando empezó a trabajar en el diario local, compatibilizando la carrera de Periodismo y la de Psicología. Allí se encargó de la redacción de noticias para la sección económica del periódico. Un puesto demasiado aburrido del que pronto se hartó. Una noche, poco antes de entregar un artículo, decidió tirar de su abundante imaginación y hacer una creativa interpretación de la situación financiera de la ciudad que, lejos de ganarse una bronca de su editor, provocó el efecto contrario: la felicitó, soltó una sonora carcajada y le propuso un cambio de sección, enviándola derechita a artículos de opinión. Juliette no tardó en adaptarse a su nuevo puesto. Se sentía como pez en el agua, impregnando su columna de humor negro y teorías conspiratorias. Hasta que un nuevo criminal se convirtió en la pesadilla de toda la localidad, y ella se vio en la necesidad de dar su opinión sobre este nuevo sujeto.

      Acertó. De pleno.

      No solo en su motivación, sino en el tipo de lugar donde se escondía, quién sería su próxima víctima e incluso su posible pasado en una familia desestructurada. La policía la sometió a un interrogatorio y la dejaron ir, pensando que había sido una simple casualidad. Pero a este caso aislado le sucedieron Devon Dempsey, un electricista que asesinaba a familias a base de impulsos eléctricos, y Esdras Gaiman, un caníbal cuyo menú estaba compuesto por jóvenes alumnas de instituto.

      Si uno es casualidad, tres te llevan directa a la pila de sospechosos. La interrogaron, hablaron con su jefe, con sus amigos, con todos sus conocidos, pero tenía coartada. Siempre la tenía. Para ser una chica que apreciaba tanto la soledad, disponía de una vida social que su yo adolescente jamás habría imaginado. Su única justificación era que las evidencias estaban allí, y ella solo las había interpretado del modo correcto. Tras esto, el doctor del Departamento de Criminalística la sometió a una evaluación psicológica y llegó por fin a una conclusión.

      Julie —como sus compañeros ya insistían en llamarla— era inteligente, intuitiva y capaz de ver cosas que para los demás pasaban desapercibidas, patrones que se repetían con los que lograba meterse en la cabeza de criminales y anticiparse a sus actos.

      No le sorprendió. Tenía la capacidad de citar en qué página se encontraba determinada fotografía de un libro, encontrar sin problema su coche en un abarrotado aparcamiento, saber quiénes eran de fiar y quiénes no… Había pasado años observando, almacenando información y detalles desde su ventana, con demasiado miedo para vivir su propia vida.

      Además, la sometieron al test de Davis, donde obtuvo un resultado perfecto que demostraba que formaba parte de lo que se conocía como «superreconocedores». Personas con la habilidad para memorizar, reconocer y asociar rostros a situaciones concretas. Una capacidad muy valorada en el ámbito policial, pues facilitaba labores de reconocimiento incluso en imágenes con escasa definición.

      Le ofrecieron colaborar con la policía en ciertas ocasiones. Los estudios en Psicología inclinaron aún más la balanza a favor de su contratación, sobre todo en una comisaría con tan pocos recursos. Aceptó, le pareció divertido. Y el «en ciertas ocasiones» se convirtió en veinticuatro casos resueltos en cinco meses. La policía recibió condecoraciones y galardones, y sus artículos, aunque nunca revelaron esta parte de su vida por su seguridad, eran los favoritos de toda la ciudad.

      La obligaron a adoptar un seudónimo para firmar su columna, como medida de protección de su identidad. Su editor sugirió que se hiciese llamar «el Ángel Despierto». Le iba como anillo al dedo.

      Elveside era una ciudad como cualquier otra del estado de Illinois. Relativamente cerca de Chicago, solo compartía con ella su elevado índice de criminalidad, pero carecía de la sofisticación de sus rascacielos e increíble arquitectura. Cuando vivías en Elveside, a menudo olvidabas que existía algo como la Ciudad de los Vientos. No había nada en ella que la hiciese destacar, salvo un número de crímenes casi tan alto como el de una urbe cuatro veces mayor.

      No siempre fue así. Hubo una época en la que Elveside podía considerarse, si bien no bonita, al menos sí amigable. Aunque eso fuera casi un siglo atrás, aún se conservaban algunos carteles que invitaban a empezar una vida llena de oportunidades gracias a su puerto fluvial y su nueva zona de negocios. Sin embargo, esto atrajo también a delincuentes que buscaban un lugar donde esconderse. Así fueron formando sus propios barrios y comunidades. Los antecesores de los Elvetrash, término que proviene del original Elverats, se afincaron cerca del río, en una zona muy útil para sus trapicheos. La manzana podrida se encontraba en las altas esferas, en manos de aquellos que debían protegerlos. Bastaron un par de alcaldes codiciosos y una comisaría corrupta para abrir una brecha entre los barrios marginales y los de clase alta. Elveside se convirtió en una mancha, en el polvo que se barre bajo la alfombra. Poco a poco, la ciudad se aisló del exterior, destruyéndose a sí misma en el proceso.

      Todo el mundo quería marcharse de allí: los jóvenes soñaban con estudiar fuera y no volver, los ancianos con mudarse a casa de familiares alojados en el extrarradio y las familias, en cuanto tenían sus primeros hijos, salían corriendo sin mirar atrás. Quizás por eso, la ciudad era hogar de criminales, porque en ella solo quedaban dos tipos de personas: los que no podían permitirse un alquiler en cualquier otro lugar y aquellos a los que el miedo no les permitió huir cuando pudieron. Los mismos que años después, cuando decidían coger la sartén por el mango, se daban cuenta de que ya no serían capaces de hacerlo. Eran peatones amargados que veías paseando con la cabeza gacha, con grandes maletines y un deseo en la mirada: que algo les saliera mal para lanzar sus frustraciones a un torpe camarero, a un niño demasiado ruidoso o a un jefe perverso.

      Así que los habitantes de la antaño

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