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líderes del empresariado, encabezados por su nuevo presidente, Alfonso Swett. “Lo que nos interesa del sector privado son sus capacidades, experiencias, la capacidad de convocar a otras personas, de traer buenas ideas a la mesa”, dijo Moreno. El Sename, los adultos mayores y las cárceles, anticipó, serían los primeros temas en que el empresariado colaboraría con el gobierno.

      Y el 16 de octubre de 2018 la alianza tuvo su presentación pública. En el parque Víctor Jara de San Miguel, un selecto grupo de empresarios posó para las cámaras junto a Piñera y Moreno en el lanzamiento de Compromiso País, un proyecto de 16 mesas de trabajo sobre temas como la deserción escolar, los campamentos, las listas de espera en la salud o la informalidad laboral, que incluirían a miembros de fundaciones y académicos, junto a representantes del “sector privado”, un eufemismo para referirse a líderes de grandes grupos empresariales como Roberto Angelini, Bernardo Matte, Juan Sutil, Bernardo Larraín y Juan Cueto.

      Meses después, el ministro Moreno presentó su proyecto estrella en París, ante la OCDE. Los grupos “han estado evaluando cómo financiar las soluciones, recurriendo a financiamiento público, filantropía y otras formas de capital privado, como los bonos de impacto social”, detalló. Y explicó la lógica de la participación de los grandes empresarios. Son las personas con “más educación, más recursos, más talentos y más redes, que ponen a disposición su tiempo y sus capacidades en solucionar los problemas más complejos de los grupos más vulnerables. Es la mejor manera, a nuestra forma de ver, de crear capital social y una sociedad más fuerte e inclusiva”.

      Es pertinente recordar aquí que en 1934 el empresariado sugirió al presidente Arturo Alessandri Palma crear un Consejo Económico y Social donde ellos tuvieran participación. La respuesta del León fue tajante: “Ustedes no tienen derecho a ser parte del Estado; frente a él, ustedes solo tienen derecho a petición”. Ese portazo llevó a los empresarios a crear la CPC.

      Ochenta y cuatro años después, el empresariado tenía su revancha. El exlíder de la CPC, ahora instalado en La Moneda, los convocaba a tener un rol protagónico. La legitimación del empresariado como actor político y de las soluciones privadas para problemas públicos sería el gran objetivo político del nuevo gobierno. Una “sociedad más fuerte e inclusiva” se crearía desde arriba hacia abajo, mediante la acción de aquellos con “más educación, más recursos, más talentos y más redes”. Lo que no sabían es que la cuenta regresiva para este proyecto se estaba acabando. Y que la fuerza que lo derribaría procedía exactamente al revés: empujaba desde abajo hacia arriba. Desde los que no tenían los recursos ni las redes.

      … mientras tanto

      En paralelo al exitista discurso oficial, la lenta cadencia de estallidos que había comenzado con la revuelta estudiantil de 2011 tomaba cada vez más impulso. Según un estudio del Observatorio de Conflictos del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), entre 2009 y 2018 se contaron 15.455 acciones de protesta. La gran mayoría (entre 55% y 75%, dependiendo del año) se debía a demandas socioeconómicas, mucho más que a las culturales o referidas a la institucionalidad política. “El gran conflicto en Chile –destacaba el COES–, refiere a cuestiones de redistribución, desigualdad e injusticia económica y social”. Los datos mostraban un cambio clave: “Desde el 2011 en Chile se fortaleció enormemente la capacidad de movilización de los actores sociales, aunque ello de modo extra–institucional”.

      El doctor en geografía humana Felipe Irarrázaval destaca que “la sociedad chilena estaba en un proceso de politización al margen de los espacios institucionales durante la última década”, y que “se observa un aumento en el involucramiento de personas que participan en actividades políticas, pero que no se identificaban con el sistema de partidos ni con posiciones políticas tradicionales. Una de las dimensiones en que se expresaba esta politización no institucionalizada eran las protestas en torno a temáticas socioambientales (Patagonia Sin Represas, No Alto Maipo, No a Pascua Lama) y por demandas localistas”, con los estallidos de Magallanes, Aysén, Calama, Chiloé y otros.

      Irarrázaval habla de conflictos “socioambientales”, distintos de la agenda verde tradicional, que “se caracterizaban por temáticas generales, como por ejemplo la energía nuclear, caza de ballenas o cambio climático”. En los conflictos de la última década, en cambio, “confluye una crítica respecto a las implicancias ambientales del modelo de desarrollo, con demandas respecto a la autodeterminación local frente a la realización de proyectos de inversión (Isla Riesco, Penco GNL, Tiltil) e impresentables niveles de contaminación (Quinteros, Puchuncaví, Freirina). En este escenario, surgen liderazgos locales en torno a movilizaciones sociales de mayor amplitud”.

      Esas precarias organizaciones territoriales y esos líderes locales, crecidos fuera de la vista de la clase dirigente, tendrían un papel clave en los acontecimientos siguientes.

      El chorreo

      “Nuestra sociedad tiene que aprender a valorar más el esfuerzo de nuestros niños y jóvenes”, dijo al comenzar su gobierno el presidente Piñera. Pero al seleccionar su gabinete valoró solo el esfuerzo de personas formadas en un hermético círculo de colegios del barrio alto de Santiago.

      De los 24 miembros del gabinete, ninguno egresó de la educación pública y apenas dos salieron de colegios subvencionados; 18 estudiaron en colegios de élite del barrio alto de Santiago: cuatro ministros en el Tabancura, tres en el Saint George, dos cada uno en el Sagrados Corazones de Manquehue, el San Ignacio El Bosque y el Verbo Divino, y uno cada uno en el Villa María, La Maisonette, la Scuola Italiana, el Grange y el Santiago College.

      Es más. Según la investigación del sociólogo Naim Bro Khomasi, ocho miembros del gobierno eran parientes entre sí, al ser todos ellos descendientes de la familia Larraín: los ministros Alfredo Moreno, Felipe Larraín, Hernán Larraín, Nicolás Monckeberg, Marcela Cubillos, Juan Andrés Fontaine y Antonio Walker, además del propio Sebastián Piñera.

      La endogamia era extrema, aun para una clase política tan hermética como la chilena. Tampoco en otros parámetros el gabinete se acercaba a la realidad del país: 16 hombres y 7 mujeres (después de los gabinetes cercanos a la paridad de Bachelet), 19 santiaguinos y 4 de regiones, 14 egresados de la misma universidad (la Católica).

      Esta especie de despotismo ilustrado (“todo para el pueblo, pero sin el pueblo”) se fundaba en que el pueblo ya había hablado: había entregado un mandato electoral contundente en esa segunda vuelta de 2017. En su primera cuenta pública, el 1 de junio de 2018, Piñera anunciaba que “la gran mayoría que obtuvimos en la última elección presidencial fue mucho más que un gran triunfo electoral. Fue un sólido mandato democrático para cumplir con nuestra misión, y estoy seguro que tanto los chilenos como nuestro Gobierno vamos a honrar este mandato”.

      Pero, ¿qué había dicho realmente el pueblo? Algunos exégetas de la derecha tenían dudas.

      Alejandro Fernández, director ejecutivo del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), advertía sobre la conformación del gabinete. “No puede ser que cuando la derecha gobierna esto parezca como el centro de Isidora Goyenechea. No puede ser que la mayoría de los ministros vengan de tres colegios. Parte del discurso meritocrático que tiene la derecha tiene que reflejarlo en el gabinete”. Su voz se sumaba a la de Claudio Arqueros, director de formación de la Fundación Jaime Guzmán. “Es difícil explicar aquí cómo un electorado que vota por Beatriz Sánchez en primera vuelta, o que marcha contra las AFP, le da el voto a Sebastián Piñera”.

      Arqueros advertía de “una sociedad fragmentada”, en que Piñera había ganado porque logró “hablar de bienestar, sin abrir la discusión sobre el modelo”. Tiempo después, la investigadora del IES Josefina Araos describiría el espíritu del piñerismo como una “borrachera electoral”, que “selló su destino y el de todo el país”. Decía que un gabinete sin complejos había interpretado el triunfo electoral “como una negación del malestar”, como “un mandato unívoco, que indicaba sin atisbo de duda un único camino posible”. El “tipo de ceguera que esa borrachera autocomplaciente produciría” llevaría al gobierno

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