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      El nuevo ministro, Gerardo Varela, era una apuesta personal de Piñera. No había sido propuesto por ningún partido, tenía nula experiencia en la política y en el sector público, y escasas credenciales en el área. Su currículo: director de Educa UC, proyecto que ayuda a mejorar la calidad de una red de colegios, y exabogado de la iniciativa Escuelas para Chile, para reconstruir colegios dañados por el terremoto y tsunami de 2010. Aun así, quedaría a cargo de administrar uno de los mayores presupuestos del Estado y una de las carteras más conflictivas, por las difíciles relaciones con los profesores y con el movimiento estudiantil.

      Tenía poca experiencia, pero muchas certezas ideológicas. “La educación es un mercado donde los colegios y universidades compiten entre ellos”, era su definición de lo que consideraba “tanto un derecho como un bien económico”. Varela había criticado duramente las reformas de Bachelet: “Se construyeron salas cuna que los padres no quieren usar”, y “se restringió que los padres paguen para mejorar la educación de sus hijos”, había dicho. Su diagnóstico: “La contribución de la Nueva Mayoría a la educación chilena es equivalente a la que hizo Idi Amin –dictador de Uganda– a los derechos humanos”.

      En 2011, la protesta estudiantil tuvo en las cuerdas al primer gobierno de Piñera. En 2018, el presidente confiaba en que ese movimiento estaba muerto y enterrado, tanto como para darle el tiro de gracia instalando a un duro entre los duros en ese cargo.

      El otro FPP del gabinete fue el novelista Roberto Ampuero, nada menos que en el Ministerio de Relaciones Exteriores, pese a su mínima experiencia en la materia, que se limitaba a un año y medio como embajador en México durante el primer gobierno de Piñera. En su primera entrevista tras ser nombrado Ampuero aseguró que “uno sabe de política internacional por la vida misma, por las lecturas y por la experiencia”. Eso no sería problema para un presidente decidido a gestionar personalmente los ministerios, en especial los que más le interesaban: Hacienda y Relaciones Exteriores. El valor de Ampuero era otro: era un converso, una especie particularmente apreciada en la derecha. Militante comunista, se exilió durante una década en Alemania Oriental y Cuba, donde accedió a los círculos de poder como yerno de Fernando Flores Ibarra, el fiscal de la revolución cubana conocido como Charco de sangre por su brutalidad.

      Tras dejar el PC, defraudarse de los socialismos reales y pasar algunos años en Suecia, Ampuero se instaló en Iowa, Estados Unidos, y se convirtió en exitoso escritor de novelas policiales. Pronto pasó a la derecha: fue fichado por la FPP y se convirtió en uno de los pocos nombres del mundo de la cultura que apoyó la candidatura presidencial de Piñera. El presidente apreciaba especialmente los respaldos en ese mundo, históricamente volcado a la izquierda. Con pocos competidores en esa área, Ampuero ascendió rápido en la escalera del poder: llegó a ser ministro de Cultura.

      Como converso, destacaba por su fervorosa oposición al comunismo y a los regímenes de Cuba y Venezuela. En plena campaña de la segunda vuelta de 2017, cuando la derecha difundía por redes sociales la amenaza de que un triunfo de Guillier convertiría al país en “Chilezuela”, Ampuero compartió una “noticia” inverosímil según la cual el dictador venezolano Nicolás Maduro había declarado entregar “todo mi incondicional apoyo al Compañero Alejandro Guillier, Precandidato Bolivariano a la Presidencia de Chile”. “Esto no es campaña de terror, sino lisa y llanamente la campaña del chavismo y castrismo en favor de Guillier”, escribió Ampuero. Luego se disculpó.

      Suenan los teléfonos

      Otro fichaje fundamental para entender el proyecto que Piñera planteaba ese verano de 2018 es el de Alfredo Moreno. Su currículo hablaba por sí solo. Considerado el negociador favorito de la élite empresarial, fue el encargado de cerrar las fusiones de Sodimac con Falabella y de esta con D&S, el grupo de Nicolás Ibáñez, propietario de supermercados Líder (esta última operación fue frenada por las autoridades antimonopolios). En el primer gobierno de Piñera fue canciller, con un claro foco en negociaciones que obtuvieran resultados favorables para el comercio exterior de Chile. Ahí implementó la polémica tesis de las “cuerdas separadas”, que pretendía que los negocios con Perú no se vieran afectados por la demanda marítima de ese país contra Chile en La Haya.

      Pero sus vínculos preferentes estaban con los dueños de Penta, Carlos Lavín y el Choclo Délano. En 2000, “los Carlos” le entregaron poderes plenos para negociar la venta de un paquete controlador del Banco de Chile al grupo Luksic, la que logró cerrar. Mientras negociaban en secreto, Délano, Lavín y otros cinco miembros del grupo controlador compraron acciones para aumentar su participación en el banco, a sabiendas de que Luksic había hecho una oferta superior al precio del mercado. La “pasada”, un burdo caso de uso de información privilegiada, fue sancionada por la Superintendencia de Valores y Seguros, en un fallo que sería ratificado por unanimidad en la Corte Suprema.

      Sin embargo, la ley que establecía como delito el uso de información privilegiada aún no entraba en vigor. La sanción para este grave atentado contra el libre mercado fue digna de un país bananero: una multa de 17 millones de pesos para cada uno. Además, los papeles de los involucrados quedarían limpios, lo que les permitiría acogerse a su “irreprochable conducta anterior” como atenuante al estallar el caso Penta. Moreno continuó como director del Banco Penta hasta asumir el Ministerio de Relaciones Exteriores.

      Tras su paso por la Cancillería volvió al redil de Penta, asumiendo como director de Empresas Penta y cinco de sus filiales. Entonces estalló el escándalo. Con Lavín y Délano formalizados, no hubo dudas sobre el reemplazante: Alfredo Moreno fue designado presidente de Empresas Penta. Desde esa plataforma dio el siguiente paso: en marzo de 2017 fue elegido como timonel de la Confederación de la Producción y el Comercio (CPC), la organización de los grandes empresarios chilenos. Más allá de sus cualidades personales, el símbolo era elocuente: los grandes grupos económicos que dominan la CPC ponían en su cargo más visible al hombre de confianza de los protagonistas de uno de los mayores escándalos empresariales de la historia del país. Es más: Moreno mantuvo la presidencia de Penta en paralelo a la de la CPC.

      La señal no sería la única: dos meses después, en mayo de 2017, el segundo gremio empresarial más poderoso del país, la Sofofa, elegía a Bernardo Larraín Matte como su nuevo presidente. Heredero del imperio Matte, Larraín tenía a su favor ser de una nueva generación, más abierta al diálogo y preocupada de dar un sello social a su gestión, pero cargaba con una pesada mochila: había sido director de la rama tissue de la CMPC (la Papelera) en los años en que esta lideró la colusión del papel.

      El presidente de Penta y uno de los protagonistas del cartel del papel asumían, así, el liderazgo del gran empresariado.

      En su año al frente de la CPC, Moreno tuvo como prioridad mostrar un sello cercano a la comunidad. Firmó convenios con Fonasa e incorporó el gremio a Empresas B, vinculando al empresariado con preocupaciones sociales y ambientales. Optimista, creía que el desprestigio del empresariado había quedado atrás. “Veo también que la gente, la sociedad, percibe eso. Puede leer la editorial de El Mercurio, la de La Tercera. Esos son medios de comunicación que representan a la gente”, decía en octubre de 2017. También aseguraba que “la percepción de la desigualdad es mucho mayor que la desigualdad efectiva”.

      De Penta a CPC y de CPC a La Moneda. Sebastián Piñera designó a Moreno como ministro de Desarrollo Social y a cargo de la agenda más ambiciosa del gabinete. Ese Ministerio entraría al comité político de La Moneda y además se haría cargo del conflicto de La Araucanía. “A Moreno le corresponderá la vanguardia de lo que la derecha llama ‘la batalla por las ideas’”, describía el analista Ascanio Cavallo. En la CPC, agregaba, “el proyecto de Moreno tenía que ser el de salvar y proteger a un sector económico y social que se sentía desamparado. No hace falta subrayar que el verdadero amparo vino con el resultado de las elecciones”.

      Alfredo Moreno fue elevado de inmediato a la categoría de presidenciable para 2021, y él mismo daba gas a la idea. Su cartera “será una muy buena plataforma para que la centroderecha pueda hacia adelante tener una muy buena posibilidad de ser un contendiente serio en las elecciones”, decía

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