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también fue desestimado, pese a que, según su abogada María Inés Horvitz, “estábamos totalmente preparados para demostrar que la investigación arroja antecedentes suficientes para acreditar la existencia del cohecho”.

      Poco importaban las evidencias. A esas alturas el íntimo amigo del Choclo ya estaba en La Moneda y la decisión de enterrar el caso era evidente. Por lo demás, la efervescencia pública que había causado la revelación de las coimas y pagos a políticos había bajado de intensidad. La audiencia final no concitó mayor interés. Pero, al cerrar el caso, fiscales y abogados cometieron un error: el acuerdo incluyó la asistencia de ambos condenados a 33 clases de “un programa formativo sobre ética en la dirección de empresas”.

      Fue añadir el insulto a la injuria. La condena a “clases de ética” se convirtió en un poderoso símbolo de la impunidad de la clase dirigente, la que, sin importar la gravedad de sus delitos y el escándalo que los acompañara, parecía inmune a cualquier castigo real.

      Délano y Lavín comenzaron sus clases el 5 de abril de 2019, a cargo de quince profesores de la Universidad Adolfo Ibáñez. Cuando las terminaron, el 20 de diciembre, el país ya había cambiado para siempre. Piñera aún era formalmente presidente, pero una movilización ciudadana sin precedentes en las últimas décadas había despojado al amigo del Choclo de gran parte de su poder real.

      La trinchera de Varela

      Parte de lo ocurrido puede explicarse por el otro acompañante de Piñera en esas vacaciones. Su también amigo Gerardo Varela, abogado de grandes empresas, presidente de Soprole y consejero de la Sofofa, había construido su perfil público como director de la Fundación Para el Progreso (FPP), el think tank financiado por el empresario Nicolás Ibáñez, fervoroso miembro de los Legionarios de Cristo y declarado pinochetista. En esa calidad, Varela se especializó en escribir incendiarias columnas en El Mercurio y El Líbero, el nuevo medio digital de trinchera creado por Hernán Büchi, ministro de Hacienda de la dictadura, y Gabriel Ruiz–Tagle, socio de Piñera en Colo–Colo, ministro de Deportes de su primer gobierno y protagonista del escándalo de la colusión del papel higiénico.

      Las columnas de Varela son una línea de defensa de su nutrida red de amigos. Por ejemplo, durante la campaña de 2017 reflotó el escándalo de las “empresas zombis”, en que se descubrió que Piñera, Délano y otros empresarios compraban firmas de papel y las usaban para borrar las ganancias de sus grupos empresariales, declarando pérdidas ficticias que les permitían evitar el pago de impuestos. El 14 de noviembre, cinco días antes de las elecciones, Varela protegía a su amigo y candidato argumentando en El Mercurio que “el derecho de propiedad siempre debe prevalecer por sobre la obligación de pagar impuestos”. Defendía el vacío legal que habían aprovechado Piñera y Délano, destacando que “recurrir al espíritu de la ley para obligar a pagar impuestos es improcedente”, y enfatizando un supuesto derecho de “vender las pérdidas para que otro las aprovechara”.

      Cuando los delitos de Penta salieron a la luz, Varela fue aun más colorido en su apoyo al Choclo. Argumentó en su favor afinidades de clase (“me cayó bien al tiro, era de la U y del Saint George, lo que inmediatamente me genera confianza”), y su riqueza (“él y sus empresas han pagado más impuestos de lo que han pagado la suma de sus acusadores juntos”). Pese a las abrumadoras evidencias en su contra, para Varela la investigación judicial “es Gulliver amarrado por los liliputenses, están felices de perseguirlo por no sumarse a su cruzada contra el éxito (…) Así tratamos a los que sirven al resto. Con ingratitud. No hay que cuidar a los exitosos, la idea es botar a los gigantes, impedir que toquen el cielo”. El problema según él es que “hay chilenos que envidian el éxito (…) el éxito de algunos es un espejo en el cual muchos chilenos no quieren mirarse, porque refleja envidia y resentimiento, por eso hay que perseguirlo”.

      “Al Choclo, en cualquier país desarrollado le habrían dado una medalla por servicios a su país”, escribió Varela, asimilando su historia con la de Gabriela Mistral. Ambos, el evasor de impuestos y la Premio Nobel, habrían recibido “el pago de Chile”.

      La apuesta de Piñera

      La mentalidad de trinchera de Varela parece haber convencido a Piñera. O coincidió con la subjetividad que él mismo venía incubando. Tras cuatro años de gobierno de la Nueva Mayoría, Piñera entendió su triunfo electoral como la afirmación de un programa ideológico. Había pasado un gran susto cuando en la primera vuelta obtuvo apenas el 36,64% de los votos. Pero la campaña para el balotaje, marcada por el concepto de “Chilezuela”, pareció despejar las dudas. El contundente 54,58% de los votos con que derrotó a Alejandro Guillier en la segunda vuelta pareció una prueba indesmentible de que Chile había dado un brusco giro a la derecha, en términos electorales tanto como culturales e ideológicos.

      La primera vez, en 2010, Piñera llegó a la presidencia camuflándose con la cultura de la Concertación. El arcoíris lo convirtió en una estrella multicolor, y las citas a Violeta Parra tuvieron espacio privilegiado en su discurso. Había que bajar las barreras, reducir el costo a los votantes centristas que se tentaban con cruzar el río, y para eso usó el apoyo a las uniones civiles entre homosexuales y un perfil lo menos amenazante posible. Piñera ganó ofreciendo la continuidad de la cultura de la Concertación por otros medios: los mismos colores, pero con más eficiencia y menos corrupción.

      En 2017 el tono fue más duro. Y ese 54,58%, esos casi 3.800.000 votos, fueron esgrimidos como prueba de que la ciudadanía conectaba con ese discurso. Tras las reformas de Bachelet vendrían las contrarreformas de Piñera.

      No se trataba solo de críticas específicas a las políticas públicas de Bachelet: una reforma educacional, una amputada reforma tributaria, un frustrado proceso constituyente y la despenalización del aborto en tres causales. Había algo más.

      La homogénea élite político-empresarial vinculada en especial a los grandes grupos económicos y a la derecha política sentía todos los acontecimientos de los años previos como un ataque a sus fuentes de legitimidad y poder. Los escándalos de colusión, Penta y SQM habían deslegitimado el rol preponderante del gran empresariado en la escena de poder en Chile. En 2015, por primera vez, estaban en el banquillo de los acusados. La acusación del fiscal Carlos Gajardo a Penta (“es una máquina para defraudar al Fisco”) contrastaba con el discurso tradicional del empresariado (“Empresas Penta es una máquina para dar trabajo y aportar al progreso de Chile”, contestó Délano). Los casos fueron enterrados gracias a un pacto transversal de la clase político–empresarial, y su atrevimiento le costó el puesto a Gajardo. Recompuesta de ese momento en que se vio al borde del abismo, en 2017 la élite veía la oportunidad de reconstituirse como una homogénea clase dirigente.

      Para ello se volcaron sin pudores a la campaña de la derecha. Hasta la primera vuelta, Sebastián Piñera obtuvo $282.159.540 en aportes públicos de directores de empresas, el 94,3% del total donado por ese segmento. Le siguió el candidato de la extrema derecha, José Antonio Kast, con $14.500.000 (4,9%). Apenas con migajas se quedaron Carolina Goic, de la Democracia Cristiana ($1.850.000, equivalentes al 0,6%), y Alejandro Guillier, candidato del resto de la Nueva Mayoría ($650.000, el 0,2%). Los otros cuatro candidatos en liza no recibieron un solo peso.

      Las cifras no solo muestran la homogeneidad ideológica de los directores de empresas en Chile, sino también el abandono de su práctica histórica de “dar a todos”, aplicada en la época de las donaciones reservadas de empresas. Entonces la derecha se llevaba la parte del león, pero la Concertación también recibía aportes importantes, con la lógica de congraciarse con ese grupo de poder. Esto se acabó en la primera campaña presidencial que prohibió los aportes de empresas y obligó a hacerlos públicos. Ese cambio legislativo pudo tener cierto efecto, pero vino acompañado de una ruptura mayor: para la clase empresarial, la centroizquierda dejó de ser un socio confiable y pasó a convertirse en adversario. Había que derrotarlo, a golpes de billetera.

      El efecto también fue denotar una gigantesca brecha entre las preferencias de esa élite y los ciudadanos. En la primera vuelta presidencial, los cinco candidatos de izquierda

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