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porque había un crimen que vengar y una rabia que expresar; luego, porque había un enemigo subversivo al que enfrentar o una sociedad mejor que implantar, y también porque había un jugoso negocio que aprovechar.

      Chile se enfrenta a la misma trampa: creer que la violencia es una herramienta que puede utilizarse a voluntad. Una llave que se abre para alcanzar ciertos objetivos como la justicia social o la restauración del orden público, y que luego, logrados ellos, se cierra sin más.

      Pero la violencia no es una llave; es una criatura de Frankenstein que toma vida propia, que deja de ser un instrumento y se convierte en un fin en sí mismo. La violencia es una forma de vida que pervive luego de que su causa original se extingue. Eso lo sabemos en América Latina, donde revolucionarios marxistas y represores de dictaduras por igual terminaron reconvertidos, e incluso aliados, como secuestradores extorsivos, asaltantes de bancos o soldados del narcotráfico.

      Esta violencia, por cierto, no salió de la nada: lleva décadas de lenta cocción frente a nuestros ojos.

      Hace tiempo que las barras bravas subyugan barrios completos, dominan por el terror el entorno de los estadios de fútbol, someten por el miedo a deportistas e hinchas y secuestran el transporte público. Nada de eso habría sido posible sin su relación de mutua conveniencia con actores del poder que han aprovechado a los barristas como punteros de campañas políticas y aliados comerciales. Ni hablar de los tentáculos del narcotráfico y su extendido dominio sobre zonas enteras de Santiago, donde sustituyen al Estado y al mercado como proveedores de seguridad y empleo, con soldados adiestrados desde niños en el uso de la violencia. Desde ahí construyen vínculos con el poder, como vimos en la elección interna del Partido Socialista.

      Son negocios que se nutren del abandono social. De la decadencia de instituciones que proveían sentido de pertenencia, como las juventudes de partidos políticos o la iglesia católica. Y del fracaso de la sociedad en ofrecer un futuro a los adolescentes vulnerables. Esa violencia estructural, subterránea, explica los incendios y los saqueos, pero no debe disculparlos. Y esa delgada línea entre entender un fenómeno y justificarlo parece más borrosa que nunca hoy.

      La barbarie policial que ha dejado a más de 200 chilenos con lesiones oculares es otra expresión de una sociedad brutalizada. Un general de Carabineros la justifica diciendo que, en la represión, como en la quimioterapia, “se matan células buenas y células malas”. Es una versión 2019 de la infame meta de “extirpar el cáncer marxista”. Cuando los agentes del Estado ven al otro como una enfermedad o un parásito, su enajenación social los convierte en un peligro.

      No debemos elegir entre mano dura y mano blanda, entre tolerar el vandalismo o violar los derechos humanos. Lo que necesitamos para frenar la violencia es un Estado eficiente en proveer seguridad, y eso no se consigue gaseando familias completas, abusando de detenidos ni mutilando a manifestantes. Ese descontrol policial solo logra que ciudadanos pacíficos vean a los agentes del Estado como una amenaza y no como garantes de la seguridad de todos. Y, de nuevo, sirve a los vándalos para ganar legitimidad como reacción a estos abusos.

      Llevamos ya 38 días de ese círculo vicioso en que la violencia estatal y la delincuencial se potencian. En el medio de este abrazo mortal, de inerme rehén, queda la sociedad chilena. La violencia amenaza con pasar de un reventón puntual a una enfermedad crónica. Una en que tanto la justicia social como el orden público son arrastrados por el Frankenstein de la brutalidad.

      Noviembre de 2019

      Empatía

      Ni liderazgo, ni mano firme ni trayectoria. Por amplísima mayoría, los chilenos consideran que la característica más importante que deben tener nuestros líderes es la “empatía y conocer bien los dolores que sufren las personas en Chile”, según la encuesta Espacio Público/Ipsos.

      Empatía con los chilenos. Qué fácil decirlo y qué imposible resulta a veces para nuestros dirigentes.

      El senador José Miguel Insulza reconoció a sus pares sus dudas en la acusación constitucional contra el exministro Andrés Chadwick, imputado de “omitir adoptar medidas para detener violaciones sistemáticas a los derechos humanos”. Pero sus argumentos no fueron políticos ni jurídicos, sino personales. Chadwick e Insulza fueron camaradas en el MAPU, ese movimiento que fracasó como partido político pero fue un exitazo como club social y agencia de empleos para trepar a los círculos más altos del poder. Tras la dictadura los ex-MAPUsuman decenas de parlamentarios, 15 ministros, los más influyentes lobistas (Enrique Correa y Eugenio Tironi), el fiscal nacional Jorge Abbott y el expresidente de los empresarios Rafael Guilisasti.

      El íntimo amigo de Insulza, también exMAPU, José Antonio Viera-Gallo está casado con la hermana de Chadwick, María Teresa, y ese vínculo permitió que Insulza fuera autorizado a volver cinco días del exilio en 1981, cuando murió su padre. Esa relación personal se ha transformado en un escudo político, con Insulza convertido en uno de los principales defensores de Chadwick. “Conmigo no van a contar”, declaró tajante en 2018, cuando la oposición intentaba acusar al entonces ministro por el montaje en el asesinato de Camilo Catrillanca. Falta de empatía es poner el amiguismo por encima del dolor de los chilenos muertos, mutilados, cegados.

      Ese mismo martes que Insulza se sinceraba con sus colegas, en La Moneda los ministros Briones y Blumel presentaban un paquete de medidas económicas en respuesta al desastroso índice de actividad económica (-3,4%) que se había publicado esa mañana. La respuesta fue rápida y sensata. Su presentación, sobria y detallada. Hasta ahí, impecable. Pero el presidente Piñera quería anunciar personalmente la medida más popular: un bono. Se armó a la rápida una puesta en escena en un restorán de Maipú. En vez de informar el bono de $ 50.000 por carga familiar, Piñera puso una cifra mayor: “$ 100.000 promedio por familia”. En rigor no era falso, pero sí tremendamente confuso. El dueño del restorán acusó haber sido víctima de una encerrona, mientras el gobierno gastaba el resto del día intentando explicar lo que había querido decir el presidente. Un paquete de medidas necesarias quedó oscurecido por el irrefrenable impulso de sobrevender cada anuncio, de convertir cada acto de gobierno en un spot publicitario infestado de letra chica o de declaraciones incendiarias sobre “enemigos poderosos e implacables”.

      Los mejores días del gobierno son aquellos en que el presidente guarda silencio y deja el protagonismo a sus ministros y los partidos. Uno de los intelectuales más certeros de la derecha, Hugo Herrera, advierte que Piñera “ha sido irresponsable” y que “es mejor que no hable”. Falta de empatía es poner el protagonismo personal por encima del dolor de esos chilenos cesantes, pauperizados, angustiados.

      Los diputados del Frente Amplio votaron a favor la idea de legislar en la ley antisaqueos. Una decisión razonable ante un proyecto que ataca un problema real: como las penas para los saqueos hoy son ínfimas, los vándalos están quedando en libertad. Luego rechazaron algunos puntos del proyecto en particular, considerando que penaliza formas de protesta no violentas. Pero las redes sociales ardieron, las asambleas de los partidos se molestaron y los diputados Gabriel Boric y Giorgio Jackson publicaron videos de contrición en que intentaban explicar que habían votado que sí queriendo votar que no. Pudo más la presión de ciertos militantes inflamados en ardor revolucionario, muchos de ellos de sectores acomodados (“el MAPU con iPhone” como los llamó Óscar Contardo), que poco entienden la angustia de pequeños comerciantes y vecinos desesperados por la epidemia de saqueos y vandalismo. De hecho, la misma encuesta muestra que la mayoría de los chilenos siente miedo por esos hechos de violencia. Falta de empatía es poner la presión de algunos grupos afiebrados por encima del dolor de esos chilenos saqueados, amenazados, vandalizados.

      No es casualidad que los políticos más lúcidos en esta crisis hayan sido los que vienen de la clase media o trabajan a diario con los ciudadanos de a pie: el presidente de RN, los alcaldes de Renca, La Pintana o Puente Alto, todos ellos capaces de entender que los chilenos piden justicia y también orden; apoyan las movilizaciones, pero también temen por sus empleos y deploran la violencia.

      “No pregunto a la persona herida cómo se siente. Yo mismo me convierto en la persona herida”, escribía Walt Whitman. Es esa empatía la que los chilenos demandan

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