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–vaya sorpresa– intenta derribar el proceso convenciendo a los ciudadanos de que no son capaces de tomar esa responsabilidad en sus manos, por no ser lo suficientemente “virtuosos” (Portales) o “anglosajones” (Sutil).

      No es más que una sutil estrategia para mantener la estructura de poder en su sitio.

      Febrero de 2020

      Capitalismo de herederos

      Andrew Carnegie y Bill Gates son los arquetipos del capitalismo. Según la revista Money, están entre los diez hombres más ricos de la historia. Carnegie partió su carrera como telegrafista y formó el imperio económico más grande de la era industrial. Gates fundó Microsoft y fue durante dos décadas el mayor billonario del mundo.

      Ambos coincidieron en su rechazo a las herencias. “Preferiría dejarle a mi hijo una maldición antes que el dólar todopoderoso”, escribió Carnegie en 1889. Más de un siglo después, Gates advirtió que “no les hacemos ningún favor a nuestros hijos dándoles una gran riqueza. Eso distorsiona cualquier cosa que podrían hacer al crear su propio camino”.

      Furibundo anticomunista, Carnegie creía que eliminar las herencias legitimaba al capitalismo. Las ganancias, según escribió en su Evangelio de la riqueza, no son una fortuna que legar a la familia, sino “fideicomisos, que se deben administrar para producir los mayores beneficios a la comunidad”. Llevando la palabra a la práctica, donó en vida más del 90% de su fortuna (unos 65.000 millones de dólares de hoy) para construir universidades, bibliotecas y museos. Gates siguió sus pasos en la filantropía y creó “El compromiso de dar”, una campaña mundial en que los billonarios se comprometen a entregar al menos la mitad de su fortuna para fines benéficos. Doscientos cuatro magnates de veintidós países ya se han unido, incluyendo a Warren Buffet, Mark Zuckerberg y Elon Musk.

      Ningún chileno. En verdad, los superricos criollos (y latinoamericanos, en general) parecen inmunes a esa lógica. Ven la riqueza como un asunto estrictamente familiar. Esta ideología, feudal antes que capitalista, hasta tiene su propia celebración anual, el Encuentro Empresarial Padres e Hijos (de madres e hijas, nada), en que magnates como Carlos Slim, Gustavo Cisneros, Andrónico Luksic y Horst Paulmann se reúnen junto a sus retoños. En 2016 la cumbre fue inaugurada en Santiago por la presidenta Bachelet. Por eso el académico del MITBen Ross Schneider nos define como un caso de “capitalismo familiar”, que “difícilmente puede ser defendido por los partidarios del libre mercado”.

      Esta semana, diputadas del Frente Amplio y el Partido Comunista presentaron un proyecto de ley que establece un tope de 4.000 millones de pesos a las herencias para, según el comunicado de Revolución Democrática, “redistribuir la plata que se encuentra estancada en cuentas de privados”. El proyecto tendría sentido si este fuera el mundo de Rico Mc Pato, bañándose en su piscina de monedas de oro. A su muerte, bastaría con llevarse la bóveda para que no la heredara su flojo sobrino Donald. En el mundo real, el asunto es más difícil. ¿A la muerte de Paulmann, el fisco tomaría el control de Cencosud? ¿De fallecer Luksic, Canal 13 pasaría al Estado?

      Pero a veces un mal proyecto detona un debate interesante. “Atenta contra la capacidad de ahorro y de inversión de muchos chilenos y chilenas, no necesariamente de los segmentos de altísimo patrimonio”, dijo Jorge Said. “Es una verdadera castración a las legítimas aspiraciones de la mayoría de las familias. Obviamente que solo afectará a la clase media”, agregó Nicolás Ibáñez. ¿Clase media? Los 4.000 millones de pesos desde los cuales regiría el impuesto equivalen a ahorrar, sin gastar un solo peso, 833 años del sueldo mediano en Chile. Para verse afectado, el trabajador medio chileno debería tener la longevidad de Matusalén (que vivió 969 años según la Biblia) y la frugalidad de Diógenes (que vivía en un barril).

      Hoy, el impuesto a las herencias en Chile tiene un tope de 25%. En la práctica, un hijo que herede $ 1.000 millones debe tributar 16,2% de impuesto, menos de lo que paga en IVAcualquier trabajador chileno al comprar un kilo de pan o un litro de leche. ¿Qué sentido tiene eso en una sociedad que vende el principio de la meritocracia y la igualdad de oportunidades?

      “Esto es el modelo comunista”, dice el empresario Eduardo Errázuriz sobre el proyecto. Pero los altos impuestos a la herencia no tienen nada que ver con el comunismo. En Estados Unidos, entre 1932 y 1980 el impuesto a las herencias más altas promedió un 80%. En el Reino Unido, 72%. Y en Japón, 63%. Hace algunos días, en la muy capitalista Corea el Sur murió el magnate Shin Kyuk-ho y sus hijos deberán pagar al fisco un impuesto del 50% por lo que reciban.

      La riqueza heredada concentra el poder en unos pocos, fosiliza la competencia, vuelve una burla la promesa de meritocracia y es ineficiente, al poner los recursos en manos de los hijos de millonarios y no de los más talentosos. ¿Qué hacer? El economista Gonzalo Martner propone que un porcentaje de las empresas y los activos heredados pasen a un fondo público destinado a promover la igualdad de oportunidades y la diversificación económica. La economista Jeannette von Wolfersdorff propone un fondo similar, formado mediante un acuerdo de contribución voluntaria de las grandes fortunas chilenas para legitimar un “capitalismo más equitativo”, que entregue dividendos a los chilenos más vulnerables.

      “El hombre que muere rico muere deshonrado”, fue el lema de Andrew Carnegie. ¿Alguno de nuestros capitalistas criollos se anima a ser medido con esa vara?

      Febrero de 2020

      ¿Cinco minutos, dijo?

      “Propongo que ningún parlamentario que vote ‘rechazo’ en abril pueda participar de la convención constitucional”, escribió el expresidente del Colegio de Arquitectos Sebastián Gray. “Si gana el apruebo a la constitución no queremos a ningún huelepeos de dictador cerca, ni siquiera queriendo participar. Del momento que rechazas el cambio quedaste fuera”, se sumó la comediante Natalia Valdebenito. Es el peor camino que puede tomar la campaña por una nueva Constitución: el de la superioridad moral y la exclusión del otro.

      Así ocurrió en los plebiscitos del acuerdo de paz de Colombia y del Brexit, en que los partidarios de una opción fueron estigmatizados como ignorantes o demagogos: una fórmula perfecta para empujarlos a votar contra ese discurso que los excluye. Mucho más inteligente fue la estrategia del No en 1988. En vez de denunciar a los partidarios de Pinochet, invitó a todos a construir un futuro mejor. Esa campaña no necesitaba crear una mayoría en torno a la oposición a la dictadura: ya existía hacía años. Lo que debía hacer era despejar temores y generar sentimientos positivos para que esa mayoría se expresara en las urnas el 5 de octubre.

      Hoy pasa algo similar. Hace largos años que existe una amplia mayoría a favor de una nueva Constitución. El rol, modesto pero crucial, de la campaña del Apruebo es movilizarla desde la esperanza. Y el argumento para ello debería ser político, no moral.

      Por el Rechazo surgen dos razones. Una es que la Constitución es tan relevante que tocarla nos expone al caos de un modelo chavista. La otra es que la Constitución es tan irrelevante que todas las reformas importantes pueden hacerse sin cambiarla. Como es evidente, ambas ideas son contradictorias entre sí.

      El primer argumento lo expone la Fundación Jaime Guzmán: “El ánimo de refundación de una nación no suele traer buenas consecuencias institucionales ni materiales a las personas”. Deliciosa ironía, viniendo del organismo que defiende el legado del autor de la mayor refundación de la historia de Chile. Pero, afortunadamente, hoy no se propone repetir el experimento de Guzmán y usar la fuerza bruta de una dictadura para refundar un país. Si gana el Apruebo, la nueva Constitución será fruto de consensos en que ni la izquierda ni la derecha podrán imponer sus propios modelos.

      El segundo argumento se presenta bajo el eslogan de la UDI “Hagámosla corta: cambiemos las leyes, no la Constitución”, y con un spot que recomienda tomar “el bus de la reforma”, que, a diferencia del largo proceso constitucional, “pasa cada cinco minutos”.

      Tal como Fra-Fra prometía eliminar la UF en cinco minutos, ahora con esa misma celeridad se solucionarían los problemas pendientes. Llegar

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