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altos cuórums en el Congreso y, cuando todos los anteriores fallan, el Tribunal Constitucional (TC).

      El Rechazo sería un cheque en blanco a esos políticos confiando en que ahora sí harán esas reformas. ¿Y si no las hacen? Pasó la micro, no más. Quedaría en pie esta Constitución que, como confesó el mismo Jaime Guzmán, hace que “si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría”. ¿Quién es ese “uno mismo”? Fundamentalmente, el poder económico. Sigamos con las confesiones, ahora de la Comisión Ortúzar, cuando comenzó a diseñar la Constitución de 1980: “Será menester fortalecer el derecho de propiedad, base esencial de las libertades, ya que el control económico es el medio de ejercer el control político”.

      Esa doctrina de control político por medio del poder económico tiene un ejemplo aún fresco en la ley que daba “dientes” al Sernac para defender a los consumidores, en respuesta al clamor ciudadano tras varios casos de abusos empresariales. Fue parte de un programa de gobierno votado por amplia mayoría, aprobada en la Cámara de Diputados y el Senado y, sin reclamaciones de ningún sector político, quedó lista para promulgarse.

      Pero eso nunca ocurrió. Bastó que el grupo de interés afectado (la Cámara Nacional de Comercio) apelara al TC para que este bloqueara los puntos fundamentales de la ley. Todo el proceso democrático –elecciones populares, debate público y aprobación parlamentaria– se fue al tacho de la basura. Entonces, aun si creyéramos que por arte de magia el Congreso despachará todas las reformas bloqueadas por treinta años, no sería suficiente. Bastaría que cualquier grupo de presión (AFP, isapres, dueños de derechos de agua y usted siga contando) se opusiera para que el Tribunal Constitucional pudiera impedir cualquier cambio. Eso es “hacerla corta”.

      Si, en cambio, la “hacemos larga”, constituyentes elegidos por la gente (sí, también por los que hayan votado Rechazo) se pondrán de acuerdo en las reglas básicas del pacto social. Y mientras lo hagan, en paralelo podemos ir cumpliendo las promesas y aprobando (en cinco minutos era, ¿no?) todas las reformas que no estén bloqueadas por el cerrojo constitucional.

      Ni vetos, ni venganzas, ni altares morales. Lo que debe ofrecer el Apruebo para ganar es el mismo sentido común, constructivo y esperanzador, que movilizó a los chilenos a decirle No a Pinochet ese 5 de octubre de 1988.

      Febrero de 2020

      Personajes de comedia

      “El poder ya no es lo que era”, afirma el analista Moisés Naím. Un buen ejemplo de esa mutación lo tuvimos esta semana. Grupos radicales intentaron impedir por la fuerza que el Festival de Viña del Mar se efectuara. Atacaron el Hotel O’Higgins, apedrearon su frontis y quemaron autos.

      Al día siguiente, hablando en La Moneda y flanqueado por su gabinete en pleno, el presidente Piñera diagnosticó que “Chile ha tenido demasiada violencia” y convocó a “un gran acuerdo por la paz”, que debe “condenar a los que no condenan la violencia”. En perfecta coreografía, al día siguiente lo más granado de la dirigencia de la exConcertación publicó una carta titulada, precisamente, “Es tiempo de un poderoso acuerdo nacional”. El who is who de la vieja guardia estaba al pie de página: José Miguel Insulza, Soledad Alvear, José Antonio Viera-Gallo, Óscar Guillermo Garretón, Sergio Bitar y, por supuesto, el lobista en jefe Enrique Correa, quien poco antes había publicado en la web de su empresa Imaginaccion una columna en tono similar.

      La operación era clásica, perfecta. Pero cayó en el vacío. Es que, sin que el poder pareciera enterarse, el tono de la conversación había cambiado con una rutina de humor, esa misma noche en que la violencia había amenazado con impedir el festival. La presentación de Stefan Kramer generó una de las inflexiones más importantes de los cuatro meses de estallido social. Los vándalos en las calles representan el espíritu destructor del 18 de octubre y la élite política tradicional sigue girando en torno a ella. Kramer, en cambio, llevó al país de vuelta al 25 de octubre: a esa energía populista de la marcha del millón, a ese sentido común de los chilenos que confían en hacer juntos los cambios.

      Algo muy diferente al desprecio revolucionario hacia la cultura popular, la que tildan de circo, de opio posmoderno para el pueblo. Los que intentaron funar la fiesta, atacando el Hotel O’Higgins y el furgón del propio Kramer, solo demostraron una vez más su desconexión con ese pueblo al que dicen representar. Este festival es el más visto en siete años. Kramer llegó a un máximo de 54,9 puntos de audiencia, el mayor para el evento desde 2012. Es que el Festival de Viña es una de las poquísimas instancias que conectan al país entero, junto a la Teletón y los partidos de la selección de fútbol. En el mundo de la posverdad y las cámaras de eco, Viña muestra una realidad compartida y revive la idea de formar parte de una comunidad.

      La rutina de Kramer juntó talento, sentido común y la plataforma perfecta para recrear ese sentimiento compartido de una ciudadanía que se define a sí misma como opuesta a la élite, y que se unifica en la sátira transversal a esa clase política. Pero que, ojo, no convierte esa oposición en violencia rabiosa, sino en energía positiva. Es un abismo emocional entre ciudadanía y dirigencia. El 66% de los chilenos sigue esperanzado frente a los resultados de las movilizaciones (encuesta Criteria). Los directores de empresas, en cambio, creen que el país va por mal camino (85%) y que aumentará la polarización (99% según Cadem/Vinculación).

      “Una élite es una minoría organizada con capacidad de generar un orden en torno a sí misma. Esto es, una minoría organizada con capacidad de organizar”, dice el investigador Pablo Ortúzar. Nuestra élite política sigue estando organizada y lo demuestra al escenificar sus representaciones habituales: una comparecencia del presidente junto a su gabinete, una carta firmada por la crème de la crème del establishment. Pero esa minoría organizada ha perdido la capacidad de organizar. Sus performances ya no tienen efecto sobre la sociedad a la que pretenden ordenar. Los políticos siguen estando ahí, actuando como siempre lo han hecho: con sus muletillas, sus tics, sus reconocibles timbres de voz. Pero son ahora una pura mueca. Se han convertido en personajes de Kramer: una cáscara, cuyas maneras y ornamentaciones, ahora despojadas del aura del poder, se ven ridículas.

      Son reyes desnudos, carne de burla, personajes de comedia.

      Los políticos de la vieja guardia quedan atrapados en lo que Juan Pablo Luna describía ya en 2016 como su “desviación ritualista”: “Hacer lo mismo de siempre, aunque ya no funcione”. Ahora convocan a un acuerdo entre ellos para resolver las cosas entre ellos. Tan gastado está su poder que deben intentar explicitarlo: será, dicen, “un poderoso acuerdo nacional”. La carta apenas menciona en su penúltimo párrafo el plebiscito y no se define sobre cómo votar en él. Tampoco lo hace el presidente, cuyo gobierno ni siquiera puede pronunciarse ante la decisión política más importante en treinta años. Kramer, en cambio, dice: “Yo apruebo”. Y acto seguido muestra empatía y respeto hacia quienes votan distinto.

      El liderazgo ha sido reemplazado por la inducción constante al terror. “Este es el último día de festival y van a querer incendiar la Quinta Vergara”, decía el viernes Piñera. “No es posible ir a votar al plebiscito con los niveles de violencia que vemos hoy”, complementaba la presidenta de la UDI. Esta semana, la política tradicional les habló a los chilenos como a víctimas inermes, simples espectadores que deben confiar en que otros (los de siempre) resuelvan sus problemas. Mientras, un comediante nos trató como ciudadanos, protagonistas de la solución de esos problemas.

      Queda claro cuál de esos registros fue más poderoso.

      Marzo de 2020

      La peste

      “Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras, y sin embargo pestes y guerras sorprenden a la gente siempre desprevenida”, escribe Albert Camus en La peste, un clásico reconvertido en súbito superventas: ya es el tercer libro más vendido en Italia, el país al que la epidemia sorprendió desprevenida.

      Es que, escribe Camus, “la plaga no está hecha a la medida del ser

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