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cuando dominan emociones como la rabia y el miedo, las alertas se encienden cuando es uno de los supuestamente “nuestros” quien nos traiciona. ¿A qué se parece esto? Al fanatismo religioso. En todas las religiones, los peores traidores son el hereje, que cuestiona los dogmas, y el apóstata, que renuncia a la fe. El destino de ambos es la horca, la hoguera o, en casos más civilizados, la excomunión.

      Chile se llena de excomulgados. A Gabriel Boric lo atacan desde la izquierda, lanzándole cerveza al grito de “¡traidor!” por firmar el acuerdo que permitiría derogar la Constitución de Pinochet. A Mario Desbordes lo insultan desde la derecha (“¡traidor!”), por negociar con la oposición.

      Nadie está a salvo. La cantante Paloma Mami sufrió una masiva campaña en redes sociales para “cancelarla”. ¿Su pecado? Se demoró cuatro días en reaccionar al estallido social y cuando lo hizo su declaración no fue lo suficientemente enérgica. Arturo Vidal fue “cancelado” por subirse a un helicóptero y compartir con el billonario Andrónico Luksic. Y suma y sigue.

      La cancelación es la nueva excomunión, sin espacio para matices ni razones: se es inocente o culpable, se está del lado del bien o del mal. Un fanatismo que se extiende al trabajo del Congreso. Esta semana tuvimos dos ejemplos. Uno fue el fracaso, por falta de cuórum, del proyecto para reponer el voto obligatorio. Un tema debatible (la mayoría de las democracias más consolidadas del mundo tienen voto voluntario), pero que fue tratado como un artículo de fe. Esta vez la diputada Pamela Jiles fue la “traidora” y “cancelada” por votar en contra. Una curiosa reversión de la suerte: en 2011, cuando se estableció el voto voluntario, fue celebrado como un avance democrático desde la UDI al Partido Comunista.

      Lo mismo ocurrió con el fracaso de la fórmula de la oposición para asegurar paridad en la Convención Constituyente. Una opinable técnica electoral pasó a ser tratada como un dogma que separa a los justos de los machistas y misóginos.

      El problema es que la democracia se sostiene sobre consensos mínimos: reglas de mayoría, igualdad ante la ley, respeto a los derechos humanos, probidad. Todo lo demás debe quedar abierto al debate y la negociación. Porque, como advierte el intelectual colombiano Moisés Wasserman, “en tanto más diversas y complejas sean las sociedades y sus problemas, más insignificante será el mínimo sobre el cual se logre consensuar”. Una democracia moderna no puede funcionar si se repleta de dogmas, cuya violación supone la excomunión.

      Esta es, en parte, una reacción a la cultura política de la transición, que, en el otro extremo, entendió que todo era negociable. ¿Sentar a Pinochet en la testera del Senado? Claro. ¿Recibir dinero de los poderes económicos favorecidos por la legislación? Perfecto. Del relativismo amoral pasamos sin escalas al moralismo fanático. Pero aún tenemos patria, ciudadanos. En la última encuesta CEP sube de 58% a 78% la cantidad de personas que pide a los líderes políticos priorizar los acuerdos por sobre sus propias posiciones. O sea, actuar como políticos laicos y no como guardianes de una fe revelada.

      Una vez más, el sentido común de los chilenos emerge como antídoto al fanatismo. Y si esos millones de chilenos se pronuncian fuerte y claro en el plebiscito, abriendo la puerta para un nuevo pacto social basado, precisamente, en el diálogo y la negociación, entonces no habrá campaña de matonaje capaz de “cancelarlos”.

      Enero de 2020

      La mala raza

      “La democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud”.

      Eso escribía en 1822 Diego Portales, comerciante y futuro dueño del monopolio del tabaco en Chile. Dos siglos después, otro relevante líder patronal marca la diferencia entre el ideal de la democracia y lo que según él es posible en Chile. Juan Sutil dice que, si él viviera en un país anglosajón, “sin duda votaría Apruebo, porque tendría la confianza de que vamos a construir un país mejor”. Pero, como vivimos en Chile no más, votará Rechazo a la posibilidad de construir una Constitución en democracia.

      Son dos puntas de un argumento que ha cruzado como una cicatriz toda la historia de Chile. La democracia plena es muy linda, pero acá no se puede. Como proponía Portales, hay que imponer “un gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos”.

      Dos siglos después, aún esperamos ser moralizados.

      En su expresión más burda, está la popular idea de que “es la raza la mala”. Según ella, América Latina tiene la desafortunada mezcla de español e indio, inferior genéticamente a la de los colonos anglosajones del norte. En una derivación más políticamente correcta, que viene de las teorías de Max Weber sobre el protestantismo, se habla de la diferencia cultural con esas sociedades que añora Sutil, donde los ciudadanos sí son capaces de “construir un país mejor”.

      Y si los ciudadanos, esos inmorales, no son capaces, ¿entonces quiénes deben tomar las decisiones? Jaime Guzmán lo dejó muy claro al diseñar nuestra actual Constitución: “Es siempre una minoría o élite la que decide el inicio y las reglas del juego cuando una democracia nace”.

      El argumento cultural parece persuasivo en principio. Después de todo, es verdad que los países nacidos de las colonias británicas en América del Norte y Oceanía son más democráticos y prósperos que aquellos que derivaron del imperio español. Pero la causalidad no se sostiene. Nigeria, Sudán, Guyana y Bangladesh también fueron parte de la corona británica. En verdad la diferencia no es la raza ni la cultura, sino la estructura de poder. Cuando llegaron a América, los españoles se encontraron con abundantes recursos naturales y población, y pudieron ponerse al tope de una estructura jerárquica a través de la cual extraer rentas. La independencia, siguiendo la ley de hierro de la oligarquía de Robert Michels, solo reemplazó a una oligarquía por otra.

      Esa sociedad extractiva, en que unos pocos dominan los recursos, favorece la desigualdad, el autoritarismo y el atraso. Esto fue especialmente brutal en los lugares más ricos en oro, plata y mano de obra indígena, donde además ya existían sociedades extractivas. Así pasó en Perú y México, al que un impresionado Humboldt llamó en 1804 “el país de la desigualdad”.

      Los colonizadores británicos de América del Norte no eran más cultos ni altruistas que los españoles. De hecho, intentaron aplicar el mismo modelo de sometimiento y extracción. Pero, para su desgracia, Virginia y Carolina del Norte no tenían ni los recursos naturales ni la población indígena de México o Perú. Los colonos tuvieron que olvidarse de la vida fácil y trabajar ellos mismos la tierra y las minas. Se convirtieron en pequeños propietarios, con riquezas similares entre sí, y lógicamente se dieron estructuras de gobierno igualitarias y democráticas (reducidas al principio solo a los hombres blancos, por cierto).

      Mientras, en América Latina, los indígenas y esclavos eran explotados en beneficio de otros, lo que dio lugar a instituciones verticales y excluyentes. Del mismo modo, donde los británicos sí pudieron subyugar a una gran población local para extraer recursos, como en India, Sierra Leona y Nigeria, su abuso fue tanto o más implacable que el español, y su consecuencia, la creación de sociedades pobres y desiguales. El problema no es la raza ni la cultura, sino la estructura de poder. La clave, en palabras de Daron Acemoglu y James Robinson, es que ese poder “esté limitado y suficientemente repartido” para evitar que una élite conquistadora lo capture para proteger sus privilegios.

      Afortunadamente, esa estructura no es una condena. Hace un siglo nadie hubiera apostado a que un país corrupto y pobre como Suecia se convertiría en uno de los más prósperos del mundo. Pero una élite amenazada por rebeliones internas y peligros externos cedió poder en beneficio de los ciudadanos. Las guerras mundiales fueron grandes igualadoras en Europa, al destruir riquezas y poner en situación de fuerza a soldados, trabajadores y, por primera vez, mujeres. Entonces avanzaron hacia el sufragio universal y el Estado de bienestar.

      En

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