Скачать книгу

perfectamente felices cometiendo actos de extrema violencia en otras. El problema es que la mayor parte de los historiadores han tendido a considerar que el placer en la matanza era «enfermizo» o «anormal» y que, por contra, el trauma era «normal» (Bourke, 2008: 175, 346, 361-366).

      Es este un punto de vista muy interesante y considero que puede aplicarse al caso de la conquista hispana de las Indias. Es más, en el caso que nos ocupa se fue creando un aprendizaje de las maneras de someter a las poblaciones aborígenes merced a las tradiciones bélicas heredadas de la Edad Media, de modo que la actuación hispana en las islas del Caribe acabó siendo «una especie de escuela de los horrores para muchos balboas, ojedas, bastidas, que se desparramaron por las costas del continente practicando lo que allí habían aprendido» (Garavaglia/Marchena, 2005, I: 129). Por ese motivo, el primer punto del presente ensayo lo hemos dedicado a la transición geográfica-bélica habida entre la guerra de conquista del reino nazarí de Granada, las operaciones de dominio sobre las islas Canarias y hasta alcanzar el espacio caribeño.

      La aparición de una famosa leyenda negra anti-hispana7, de gran trascendencia historiográfica, y la consiguiente reacción que generó —Esteban Mira Caballos se refiere a lo que él llama «una historia sagrada de la conquista», por supuesto apologética, que se puede rastrear desde el siglo XVI al XXI (Mira, 2009: 19-23)—, tuvo, desde mi punto de vista, como principal secuela, entre otras muchas consecuencias, el hecho de que apenas si se haya reflexionado acerca de los componentes militares de la invasión y conquista de las Indias desde una perspectiva historiográfica competente. Si, efectivamente, la moderna historiografía internacional que aplica sus esfuerzos a la Historia de la Guerra —la New Military History— se ha interesado de manera muy escasa por la evolución del fenómeno bélico allende de Europa, por los enfrentamientos entre los pueblos de Ultramar y los europeos antes del siglo XIX8, la historiografía americanista ha reflexionado muy poco, creo, sobre estas cuestiones desde los presupuestos de una Historia de la Guerra muy renovada, historiográficamente hablando, en los últimos años.

      Así, durante muchos decenios en el panorama americanista habían triunfado los presupuestos de historiadores como Rómulo D. Carbia, quien, sin negar la existencia de desmanes e «inexcusables delitos» durante la ocupación por parte de la Monarquía Hispánica de las tierras americanas, acentuó el hecho de que tales prácticas no fueron «indicios de un sistema sino síntomas que evidenciaron la calidad humana de la obra». Es más, «[…] la crueldad, el exceso, la perversidad y el delito no fueron lo normal sino lo excepcional en la hazaña de trasladar a América la civilización del Viejo Mundo»9. Decía esto último Rómulo Carbia por su deseo de enfrentarse a los conocidos postulados del padre Bartolomé de las Casas, razón última de la obra del historiador argentino, quien en su célebre Brevísima relación de la destrucción de las Indias (Sevilla, 1552) había denunciado que la sistematización de la crueldad y del uso de la violencia extrema de manera persistente fueron las claves de la ocupación militar de las Indias por parte de la Monarquía Hispánica, como es bien sabido. Señalaba Las Casas que

      Dos maneras generales y principales han tenido los que allá han pasado, que se llaman cristianos, en estirpar y raer de la haz de la tierra a aquellas miserandas naciones. La una por injustas, crueles, sangrientas y tiránicas guerras. La otra, después que han muerto todos los que podrían anhelar o sospirar o pensar en libertad, o en salir de los tormentos que padecen, como son todos los señores naturales y los hombres varones […], oprimiéndolos con la más dura, horrible y áspera servidumbre en que jamás hombres ni bestias pudieron ser puestas. A estas dos maneras de tiranía infernal se reducen o se resuelven o subalternan como a géneros, todas las otras diversas y varias de asolar aquellas gentes, que son infinitas (Las Casas, 1992: 78).

      A mi entender lo fácil siempre fue atacar a un propagandista de atrocidades poco hábil con su propia arma: con la contrapropaganda. Y de esta forma se han ido desarticulando, hasta cierto punto, las denuncias del padre Las Casas. Un ejemplo de ello es la afirmación de P. Pérez Herrero de que miembros de las órdenes religiosas presentes en las Indias (y por encima de todos ellos, como es lógico, estaba el padre Las Casas) utilizaron como método para criticar el modelo de sociedad, que pretendían asentar en América los conquistadores-encomenderos e imponer la conquista pacífica del territorio, la sistemática denuncia de los maltratos que aquellos infligían a los nativos para «deslegitimar su principio de autoridad». Pérez Herrero en ningún caso explicita si cree que dichas denuncias son verdaderas. Más bien su intención parece ser dejar entrever que, quizás, se exageraron las cosas. O así lo entiendo yo (Pérez Herrero, 2002: 99). Muy distinto, por supuesto, es el punto de vista crítico con la «legitimidad de la colonización americana» según Las Casas que aparece en el trabajo de Eduardo Subirats (1994: 125 y ss.). Para Subirats, la propuesta de Las Casas contemplaba la llegada del aborigen a una condición de vasallo natural no mediante el concurso a la violencia primitiva de la conquista, sino gracias a la conversión pacífica que conducía a la libertad, pero a una libertad sometida al discurso hispano. Es decir, que la «verdadera legitimidad de la conquista debía ser espiritual e interior» (Subirats, 1994: 142 y ss., 174).

      No es mi intención concurrir ahora a un debate que ha dado muestras de ser muy fértil, pero sí reconocer que ha sido la lectura de otra de las obras clásicas del dominico, su Historia de las Indias, la que me ha permitido encontrar, y de manera muy clara en cuanto a su explicación, la técnica empleada de forma habitual por los españoles cuando se proponían controlar un territorio. Y no me olvido de que Georg Friederici ya se hizo eco en su momento de dicha realidad: «Los españoles tomaban terrible y feroz venganza de las más leves bajas sufridas por ellos en combate», y dichas venganzas, que se repetían una y otra vez, eran algo «perfectamente característico, que respondía a un principio y a un plan» (Friederici, 1973: 396). En años más recientes, Matthew Restall se ha referido a las «técnicas teatrales de intimidación» (Restall, 2004: 54 y ss.).

      Pero volvamos con el padre Las Casas. Las técnicas empleadas para domeñar al otro en las Indias podríamos calificarlas como una diabólica trinidad: en primer lugar, se trataba de hacerse con las personas de los caciques porque, una vez aquellos muertos, «fácil cosa es a los demás sojuzgallos». Una variante era tomar presos a algunos indios de la zona —preferiblemente principales— para que, tras torturarlos, les descubriesen sus «secretos propósitos y disposición y gente y fuerzas que en ellos hay». En segundo lugar,

      Tenían los españoles […] en las guerras que hacían a los indios, ser siempre, no como quiera, sino muy mucho y extrañamente crueles, porque jamás osen los indios dejar de sufrir la aspereza y amargura de la infelice vida que con ellos tienen, y que ni si son hombres conozcan o en algún momento piensen; muchos de los que tomaban cortaban las manos ambas a cercén, o colgadas de un hollejo, decíanles: «Anda, lleva a vuestros señores esas cartas».

      Por último, Bartolomé de las Casas señala la utilización de las masacres como una técnica habitual para domeñar la resistencia de muchos. Fray Diego de Landa, en su Relación de las cosas de Yucatán (1566), ya señaló lo siguiente: «Hicieron [en los indios] crueldades inauditas [pues les] cortaron narices, brazos y piernas, y a las mujeres los pechos y las echaban en lagunas hondas con calabazas atadas a los pies; daban estocadas a los niños porque no andaban tanto como las madres, y si los llevaban en colleras y enfermaban, o no andaban tanto como los otros, cortábanles las cabezas por no pararse a soltarlos […] Que los españoles se disculpaban con decir que siendo pocos no podían sujetar tanta gente sin meterles miedo con castigos terribles» (Landa, 1985: cap. XV) cuando deben ser dominados por pocos10. Así, refiriéndose a la actuación de Nicolás de Ovando en La Española, dice que

      determinó de hacer una obra por los españoles en esta isla principiada y en todas las Indias muy usada y ejercitada; y ésta es, que cuando llegan o están en una tierra y provincia donde hay mucha gente, como ellos son siempre pocos al número de los indios comparados, para meter y entrañar su temor en los corazones y que tiemblen […], hacer una muy cruel y grande matanza (Las Casas, 1981, II: 232-233, 237, 259, 522-539).

      Lo cierto es que el padre Las Casas —y otros autores, no precisamente lascasianos, como fray Toribio de Benavente o Gonzalo Fernández de Oviedo, nos ofrecen testimonios parecidos— decía toda

Скачать книгу