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La invasión de América. Antonio Espino
Читать онлайн.Название La invasión de América
Год выпуска 0
isbn 9788418741395
Автор произведения Antonio Espino
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
la reiteración de un persistente proceso de autoafirmación identitario de los españoles en el Nuevo Mundo. Esta nostalgia por la recuperación de la identidad medieval se proyecta en América al encontrar allí un fundamento religioso que, mediante la simbología santiaguista, tan presente en las primeras crónicas de los conquistadores, intenta incluir los nuevos espacios del continente americano dentro de la cosmogonía cristiana medieval.
Para el clero hispano, en especial el vinculado con los asuntos americanos, era esta «una manera de legitimar la conquista del Nuevo Mundo como una continuación de la Cruzada contra el islam» (Domínguez García, 2008: 82, 88-89).
Francisco de Solano asegura que los conquistadores desplegaron en las Indias idéntico ideario religioso que el exhibido en la lucha medieval contra el islam, solo que ahora pugnando contra paganos. Por lo tanto, concluye Solano, la «operación militar es asimismo una misión evangelizadora y el conquistador es un agente religioso. La Conquista es, a la vez, cruzada, y cruzado el conquistador» (Solano, 1988: 31). Es más, según algunos testimonios, lo que no podía hacerse en las Indias era, precisamente, reproducir el tipo de guerra que se había hecho —que se hacía— a los musulmanes. Así, por ejemplo, criticando la actuación de Nicolás de Ovando en La Española a partir de 1502, fray Jerónimo de Mendieta lo acusaba de haber entrado allá «como si fuera a conquistar Orán de los moros» (Mendieta, 1980, I: cap. XV). O el propio padre Las Casas, quien en su Memorial de remedios (1542) señalaba que el término conquista aplicado a las Indias como se había hecho era «vocablo tiránico, mahomético, abusivo, impropio e infernal. Porque en todas las Indias no ha de haber conquistas contra moros de África o turcos o herejes que tienen nuestras tierras, persiguen los cristianos y trabajan de destruir nuestra sancta fe» (citado en Bataillon/Saint-Lu, 1974: 220).
Enrique Florescano considera que la guerra por la conquista de Nueva España, una guerra justa de cristianos contra infieles, se hizo «a la manera como la habían hecho sus antepasados en la lucha contra el islam». Y Luis Weckmann, de quien recojo la cita del anterior, pudo argumentar que «el espíritu que desde un principio prevaleció en la conquista española de América fue semejante al que animó al avance peninsular desde el siglo viii hasta las postrimerías del XV» (Weckmann, 1984, I: 21 y n. 6). Esteban Mira entiende la Conquista no como una Cruzada, sino como una guerra santa, dado que la expansión de la fe no fue el objetivo principal de la misma. Más bien lo fue el deseo de riquezas, la codicia. Como escribió Pedro Cieza de León, «el conseguir oro es la única pretensión de los que vinimos de España a estas tierras». Concluye Esteban Mira: «Los conquistadores supieron trasladar la guerra santa de la Reconquista a la Conquista, llevando implícito en el propio concepto la posibilidad de enriquecimiento» (Cieza de León citado en Mira, 2009: 89, 91-93). Pero no deja de ser cierto también, como señala Eduardo D. Crespo, que la guerra fue percibida a nivel popular como una Cruzada: logró encauzar toda una serie de fuerzas internas, en especial en Castilla, hacia un objetivo muy claro y común; y, quizás lo más importante —desde mi punto de vista al menos—: el éxito alcanzado en el conflicto de Granada ayudó sobremanera a implantar en la mentalidad castellana la idea de que la Providencia Divina bendecía todas sus empresas basadas en la expansión de la fe mediante el uso de las armas. Por ello, el fervor de la Cruzada, al menos según se entendía siguiendo la lógica papal de la dilatatio Christianitatis, se mantuvo en el transcurso de la conquista de Canarias, en los intentos por dominar el norte de África con la intención de prolongar la lucha contra el islam hasta alcanzar Jerusalén, que se fueron apagando desde 1510, y, por último, se trasladó hasta las Indias (Crespo, 2010: 100-117).
En cualquier caso, cabe ver la invasión y conquista de las Indias como una prolongación de la conquista de los reinos musulmanes de la península Ibérica también en su vertiente crematística —así lo hace Carmen Mena para los primeros compases de la conquista del Darién (Mena García, 2011: 307 y ss.)—, si bien los conquistadores no alcanzaron en general los privilegios conseguidos por la nobleza castellana en su ocupación del sur de la Península. No obstante, es muy significativo que Hernán Cortés, a la hora de comparar Tenochtitlan con una ciudad hispana del momento, lo hiciese precisamente con Granada: «Para la mentalidad de los conquistadores era evidente que la anexión del Nuevo Mundo constituía una suerte de prolongación de las acciones bélicas de la Reconquista» (De la Puente Brunke, 1992: 233-234). Aunque ello no significa que la guerra fuese igual de dura; al menos para Alonso Enríquez de Guzmán era peor la practicada en las Indias:
Hallo y puedo çertificaros que es la más cruel guerra y temerosa del mundo que pintaros pueda, porque la de entre cristianos, tomándose a vida el contrario, halla entre los enemigos amigos y por lo menos proximidad. Y si es entre cristianos e moros, los unos a los otros tienen alguna piedad e sígueseles ynterés de rescates, por do llevan algund consuelo los que se toman a vida. Pero aquí entre estos yndios e los de qualquier parte de Yndias, ni tienen razón ni amor ni temor a Dios ni al mundo ni ynterese para que, por él, os den vida, porque están llenos de oro e plata y no lo tienen en nada. Y sin dexaros entrar en plática ni aprovecharos cosa ni avellos tratado bien e syn ser su amigo ni seros en cargo, os dan la más cruel muerte que pueden (Enríquez de Guzmán, 1960: 151).
Por otro lado, las diferencias entre las Indias y la Península en cuanto a cuestiones bélicas también fueron tan notorias como para que, en lo que respecta a Hernán Cortés, Beatriz Pastor lo vea más bien como un creador de modelos y no tanto como un imitador de los mismos (Pastor, 2008: 156 y ss.). De hecho, el caso de Hernán Cortés, o modelo cortesiano de conquistador y de conquista, sería el que todos los restantes caudillos quisieron revivir, o emular, pero con ellos como protagonistas supremos, claro está. No obstante, y según Pedro Cieza de León, el propio caudillo de Medellín se vería a sí mismo como un caballero cruzado y, a ese nivel, mucho más «perfecto» que sus colegas conquistadores del Incario:
E cuentan que el marqués del Valle, don Hernando Cortés, espejo de gobernadores e capitanes de Indias, dijo públicamente muchas veces, que Blasco Núñez [primer virrey peruano] no tendría en paz al Perú porque la gente que en el vivían eran mal corregidos, absolutos en hacer su voluntad, e que él, cuando iba descubriendo el reino de la Nueva España, por todos los caminos iba poniendo cruces; e los capitanes que habían descubierto el Perú siempre en ellos hubo envidias, e rencores disimulados, e negocios que vinieron a términos de dar las batallas que todos habían oído (citado en Crespo, 2009: 117).
Nunca debemos olvidar que, mientras Cristóbal Colón se aprestaba para realizar su primer viaje atlántico, un drama se estaba viviendo en las islas Canarias24. Tras el impulso inicial de Juan de Bethencourt en 1402, cuando se ocuparon Fuerteventura, Lanzarote y parte de El Hierro, y el de los Peraza a partir de la década de 1420, cuando se terminaría de controlar El Hierro y se ocupó La Gomera (Fernández Armesto, 1988: 192 y ss.), la intervención de la Corona solo llegaría en 1477 y, sin duda, viendo en la conquista de Canarias «una empresa semejante a la que les ocupaba en España contra los moros» (Zavala, 1991: 20). Precisamente a causa de la guerra civil castellana y la intervención portuguesa en la misma (1475-1479), con el peligro que suponía la injerencia portuguesa en las Canarias, además de la falta de capacidad militar para tomar Gran Canaria demostrada por Diego García de Herrera desde un ya lejano 1461, los Católicos se decidieron por comprarle a este último sus derechos sobre las islas no conquistadas en 1477 y, al año siguiente, firmaron una primera capitulación para la conquista de Gran Canaria con el obispo de Lanzarote, Juan de Frías, y con el capitán aragonés Juan Rejón. Rejón estaría acompañado por un clérigo sevillano: Juan Bermúdez, deán de Rubicón (Lanzarote). Pero la conquista de Gran Canaria, tras múltiples peripecias y desavenencias entre los integrantes del bando hispano, no finalizó hasta 1483 y fue obra, más bien, del gobernador Pedro de Vera, quien sustituyese a Juan Rejón en 1480. En abril de 1483, el gobernador Vera, con unos mil efectivos, incluyendo tropas de gomeros, así como de habitantes de Lanzarote y Fuerteventura, cercó en Ansite a los últimos grancanarios resistentes, donde se rindieron, si bien el rey de Telde y uno de sus fieles prefirieron el suicidio arrojándose desde un despeñadero.
Alonso Fernández de Lugo capitularía