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La invasión de América. Antonio Espino
Читать онлайн.Название La invasión de América
Год выпуска 0
isbn 9788418741395
Автор произведения Antonio Espino
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
La presión a la que fueron sometidos los taínos de La Española condujo a su levantamiento; la muerte de diez españoles a manos del cacique Guatiguará llevó a Cristóbal Colón a la movilización de una hueste conformada por doscientos infantes, veinte efectivos de caballería y otros tantos perros de presa, además de centenares de indios aliados. Las Casas no desaprovechó la ocasión para tratar la desigualdad de la tecnología militar empleada por unos y otros, un argumento muy recurrente en sus escritos. La desnudez de los indios, signo de sencillez y simplicidad en los escritos del padre Las Casas, los hacía especialmente desvalidos y vulnerables ante las armas hispanas, sobre todo las ballestas y espingardas, pronto sustituidas por escopetas y arcabuces, además de las espadas, los caballos y los perros, que parecen fascinar a Las Casas. De ellos dice:
Esta invención comenzó aquí [La Española] excogitada, inventada y rodeada por el diablo, y cundió todas estas Indias, y acabará cuando no se hallare más tierra en este orbe, ni más gentes que sojuzgar y destruir, como otras exquisitas invenciones, gravísimas y dañosísimas a la mayor parte del linaje humano, que aquí comenzaron y pasaron y cundieron adelante para total destrucción de estas naciones.
La ignorancia de los indios alcanzaba el hecho de creer que el escaso número de los hispanos iba a ser una gran ventaja para ellos, de modo que apenas si tomaban medidas tácticas oportunas jugando con el número superior de hombres que podían poner en el campo de batalla. Así se comprobó en la denominada batalla de la Vega Real, en la que Cristóbal Colón destrozó el ejército improvisado por los taínos. Se hicieron muchos esclavos. Según Michele de Cuneo, de los mil seiscientos esclavizados, quinientos cincuenta se enviaron a la Península. En el camino murieron unos doscientos, y la mitad de los supervivientes llegaron enfermos (Cuneo citado en Todorov, 2000: 55). Por cierto que Las Casas señala que no supo el número de hombres con los que el cacique aliado Guacanagarí ayudó a Colón. Como vemos, desde el primer momento el auxilio de los indios, siempre mal recogido en los relatos hispanos, fue importante. Colón mantendría su presión en el centro de la isla, la llamada Vega Real, durante otros nueve o diez meses (Las Casas, 1981, I: 405, 413-416).
Pero no se puede seguir adelante de ninguna de las maneras sin advertir el hecho de que Michele de Cuneo, amigo del almirante Colón y de procedencia genovesa, asimismo, iba a protagonizar en el segundo viaje colombino un comportamiento que, lamentablemente, iba a menudear desde entonces: la primera violación de una nativa americana relatada como tal. La narración del propio Cuneo es tan impactante que deja sin aliento al lector:
Mientras estaba en el barco, pude hacerme con una bellísima mujer caníbal que el señor almirante me había concedido, y cuando la tuve en mi camarote, denuda (sic), según su costumbre, sentí un fuerte deseo de jugar con ella e intenté safisfacer mis ansias, mas ella no quiso saber nada de eso y me arañó de tal modo con las uñas que, en aquel momento, deseé no haber comenzado nunca. Le explicaré cómo acabó todo: conseguí una cuerda y le propiné tal paliza que lanzó unos alaridos como yo nunca había oído antes, increíbles. Por fin llegamos a un acuerdo tal que, al realizar el acto, créame, parecía que había aprendido en una escuela de rameras (citado en Abulafia, 2009: 241).
Mientras el almirante Colón se hallaba en la Península antes de iniciar su tercer viaje en 1498, se envió título de adelantado de las Indias a Bartolomé Colón, con el cual se hubo de enfrentar no solo a la revuelta del antiguo mayordomo de su hermano, Francisco Roldán, sino también a los caciques Guarionex y Mayobanex, que movilizaron a unos seis mil hombres —quince mil según Gonzalo Fernández de Oviedo—, hastiados por el comportamiento de unos y otros, a quienes derrotó con apenas noventa infantes, algunos caballos y la ayuda inestimable de tres mil indios aliados. Para Fernández de Oviedo, la causa principal de la victoria fue ser los indios «gente salvaje e desarmada, e no diestra en la guerra a respecto de los cristianos», y así «mataron muchos dellos» (Fernández de Oviedo, 1959, I: lib. iii, cap. II). Una de las medidas usuales en aquellos casos, hasta que los caciques indios eran totalmente sometidos, consistía en destruirles su país. Así, el adelantado Bartolomé Colón ordenó «quemar y destruir cuanto hallasen; quemaron los pueblos que allí e por los alrededores había» (Las Casas, 1981, I: 461). Dos años más tarde, como es ampliamente conocido, los hermanos Colón cayeron en desgracia.
El comendador de Lares, fray Nicolás de Ovando (1451-1511), alcanzó el privilegio de gobernar La Española a partir de 1502. Una de sus primeras medidas de gestión consistió en controlar ambos extremos de la isla, una tarea que los hermanos Colón, Cristóbal, Diego y Bartolomé, no habían realizado años atrás. En el origen de las operaciones militares desatadas, y como fuera tan habitual en las Indias, estuvo la necesidad de castigar la muerte de algunos españoles, asesinados vilmente por los indios. O esa fue la justificación de lo que aconteció después. Pero, en realidad, en la base de tal política se hallaba la necesidad de hacerse con botines, en forma de reparto de esclavos, para contentar a su gente. Y el expediente más sencillo siempre era pro-mover las hostilidades en territorios no sometidos todavía a la autoridad real (Cassá, 1992: 200). En la provincia de Higüey, que se hallaba alzada por la muerte de un cacique, al parecer despedazado por un perro, se encontraba a una legua la isla de Saona, donde ocho desprevenidos españoles que desembarcaron fueron muertos. Como ya era costumbre, y lo seguiría siendo en el futuro, en este caso Nicolás de Ovando apercibió a cuantos hispanos pudo, unos trescientos o cuatrocientos, habiéndose declarado la guerra a sangre y fuego. Su capitán fue Juan de Esquivel (c.1465-1513), posterior conquistador de Jamaica. El padre Bartolomé de las Casas escribió acerca de la escasa capacidad bélica de los indios de La Española, reduciéndose su enjundia militar a escapar del empuje de las tropas hispanas en cuanto podían. Más tarde, en cuadrillas, los españoles se echaban al monte en busca de los indios huidos, «donde hallándolos con sus mujeres e hijos, hacían crueles matanzas en hombres y mujeres, niños y viejos, sin piedad alguna». Según Las Casas, en Saona Juan de Esquivel, para escarmentarlos, encerró seiscientos o setecientos presos en un bohío, y luego los mandó pasar a todos a cuchillo. Entre cuarenta y ochenta caciques pudieron perecer en la hoguera. El resultado fue que, al poco tiempo, «comenzaron a enviar mensajeros los señores de los pueblos, diciendo que no querían guerra; que ellos los servirían; que más no los persiguiesen». Miles de supervivientes fueron conducidos a las zonas de explotación aurífera, donde, debido a una sobreexplotación horrorosa, fenecerían en breve plazo (Cassá, 1992: 200). Según el testimonio de Alonso de Zuazo, en carta al señor de Chièvres, Guillermo de Cröy, consejero del rey Carlos, a quien escribía desde Santo Domingo a finales de enero de 1518, quince años atrás el gobernador Nicola de Ovando habría enviado
gente a la provincia de Higüey, donde fizo matar por mano de su criado, Juan Desquibel, natural de Sevilla, siete u ocho mil indios, so color que aquella provincia dizque se quería levantar, que son gente desnuda, que solo un cristiano con una espada basta para doscientos indios (citado en Julián, 2011: 51-52).
Para domeñar la resistencia de la provincia de Jaraguá, dominada por la reina Anacaona, Nicolás de Ovando destinó trescientos infantes y setenta efectivos de caballería y mediante un ardid tomó presos unos ochenta señores de la zona y los encerró en un bohío al que prendieron fuego —según la versión de Diego Méndez, un criado de Cristóbal Colón, fueron setenta los caciques quemados vivos—; mientras, el resto de la tropa se dedicó a matar a todos los indios que hallaban a su paso, a estocadas o alanceándolos. Anacaona fue ahorcada. La justificación para tamañas acciones fue, y ello ocurrió en otras muchas ocasiones, la sospecha de estar concertándose una alianza para destruir a los hispanos. Lo que no es tan fácil es encontrar un testimonio como el del padre Las Casas, quien asegura que, meses después de aquellos hechos, y temiendo la reacción que se pudiese producir en la Península, Nicolás de Ovando decidió abrirles un proceso por traición a todos los caciques ejecutados y a la propia reina Anacaona. En todo caso, la violencia engendró más violencia y tras el ahorcamiento de Anacaona, el cacique Guaorocaya, sobrino de la anterior, «se alzó en la sierra que dicen Baoruco, e el comendador mayor envió a buscarle e hacerle guerra ciento e treinta españoles que andovieron tras él hasta que lo prendieron e fué ahorcado» (Fernández de Oviedo, 1959, I: lib. III, cap. XII). Las Casas critica igualmente a Gonzalo Fernández de Oviedo,