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Señales. Jaume Salinas
Читать онлайн.Название Señales
Год выпуска 0
isbn 9788412332278
Автор произведения Jaume Salinas
Жанр Языкознание
Серия Ginesta
Издательство Bookwire
Todavía recuerdo, y lo recordaré siempre, aquella tarde. Fue la última en que fui a aquel rincón de refugio personal. Estaba totalmente abatida y el infinito dolor que llevaba almacenado en mi alma se convirtió en un llanto fuerte e incontenible, de lágrimas salobres que caían por mis mejillas. Fue un momento en que mis defensas fueron definitivamente destruidas por la fuerza de la impotencia y de la desesperación, y sólo me quedaba la creencia, cada vez más menguada, en el dicho: “Pedid y os será concedido”, cuando pocos instantes después sucedió un hecho extraordinario. Yo estaba arrodillada delante del sagrario de aquella capilla y noté cómo unos brazos suaves, y con una gran delicadeza, me abrazaban por la espalda y cómo sus manos cogían y apretaban amorosamente el dorso de las mías, al mismo tiempo que su mejilla tocaba mi mejilla derecha.
Si en los primeros instantes la sensación fue cálida y agradable, seguidamente el miedo se apoderó de mí y dando un salto me giré esperando encontrar a un hombre dispuesto a quien sabe qué, sobre todo en un lugar en el que estaba totalmente sola. La sorpresa que tuve todavía fue más fuerte que la agradable sensación anterior, porque no vi a nadie. Me levanté y busqué por todos los rincones de la capilla: detrás de las columnas y dentro de los confesionarios. Todo fue en vano, porque allí no había nadie.
Poco a poco fui recuperando la calma y volví a recordar aquel sublime momento vivido, porque la sensación de una indescriptible calidez y fuerza que aquel ‘abrazo‘ me había proporcionado volvió a ocupar el lugar preferente en mis pensamientos. No sabía cómo explicarlo, ni lo sé hoy, cinco años después de aquella experiencia. Sólo sé que a partir de aquel momento tuve la sensación de que no estaba sola y que había algún tipo de fuerza que estaba conmigo.
De los problemas no merece la pena hablar más. Sólo señalar que algunos se han resuelto y otros están en vías de hacerlo. Pero esto ya es otro cantar. Sólo quiero remarcar, para acabar de narrar la experiencia de aquel misterioso y oportuno abrazo, que cuando salí de la iglesia le pregunté a una mendiga, que todos los días estaba en la puerta desde que se abría hasta el momento que el capellán la cerraba, si se había fijado en un hombre aparentemente corpulento que había salido hacía una media hora.
—Señora –me dijo–, en esta iglesia sólo ha entrado usted hace cosa de una hora y nadie más lo ha hecho. Ya no es como antes, la gente se está olvidando de rezar.
Octubre 2001
¡Qué sonrisa más bonita!
No tiene importancia cuándo sucedió, lo que sí es importante es explicar ‘qué’ pasó y quién fue el principal protagonista del hecho, un hecho que nos marcó y condicionó de una forma muy especial a Marc y a mí, durante una buena parte de nuestras vidas.
Mi nombre es Isabel, y desde hace muchos años me dedico a enseñar nociones de música a niños, en una guardería de la que soy la propietaria, para acostumbrarlos e introducirlos en este arte. Soy consciente que después, a medida que van creciendo, el entorno les hace olvidarla, si bien estoy segura que alguna cosa queda dentro suyo.
La música, principalmente la clásica, es la representación máxima de un medio no intelectual que nos permite la conexión con un nivel superior de consciencia, totalmente aparte de cualquier condicionamiento humano. Es la herramienta que nos permite conseguir la máxima armonía y equilibrio internos, si bien este equilibrio se ha de llevar a la práctica con una forma de ser y actuar coherentes.
Puedo considerarme una artista frustrada, ya que un grave accidente de moto que sufrí, cuando hacía tercer curso de piano en el Conservatorio Municipal de Música (con muy buenas perspectivas), y que me afectó los ligamentos y articulaciones de la mano derecha, me impidió continuar los estudios programados. El piano es la máxima expresión musical que se puede obtener de un instrumento, porque en él veo reflejadas todas las cualidades humanas, desde las más elevadas y sublimes hasta las más graves y bajas, tal como somos las personas. Por este motivo no quise aprender a tocar ningún otro instrumento.
Marc era un colaborador de la guardería que se encargaba de la parte de manualidades, la finalidad de las cuales era despertar y canalizar las incipientes capacidades de expresión artística y plástica de los niños. Llevaba cinco años desarrollando esta tarea, totalmente satisfecho y con muy buenos resultados.
Para centrar un poco más el marco relacional es preciso decir que, en aquella época, yo acababa de cumplir los treinta y cuatro años, tenía un hijo de dos años y hacía justo un año que mi marido y yo nos habíamos separado, y habíamos puesto fin a una relación de más de doce, que fue decayendo a medida que nos fuimos formando como personas adultas y nuestros intereses materiales y personales se fueron alejando.
Marc, por su parte, era casi siete años más joven que yo, y si bien su aspecto físico estaba en concordancia con su edad, desde el primer día que le conocí me di cuenta de su elevado grado de madurez, no exento de una gran capacidad de exteriorizar sus sentimientos, entre los que destacaba una gran alegría interior que muchas veces contagiaba a los que estábamos cerca. Con pocas personas he tenido la oportunidad, como con Marc, de poder tratarlos en tres aspectos diferentes: empleado, porque a fin de cuentas lo era, colega y amigo. Nunca se nos había pasado por la imaginación que un día pudiésemos dar un paso adelante y convertir esta amistad en una relación íntima. Nunca…, hasta después de aquella extraña y sorprendente historia que vivimos una tarde calurosa de un mes de abril en Madrid, con motivo de un congreso sobre la infancia que, durante dos días, se llevó a cabo en la capital del Estado.
Habíamos terminado de comer en un restaurante de la calle Luisa Fernanda, cerca de la plaza Marqués de Cerralbo, y nos dirigíamos, con un poco de prisa, hacia una farmacia situada en la misma calle del restaurante, casi en la esquina de Juan Alvarez Mendizábal, a comprar unas aspirinas para aliviar un molesto dolor de muelas que llevaba todo el día martirizándome. Antes de comenzar las sesiones de la tarde, hacia las cinco, queríamos aprovechar el tiempo libre para hacer una visita al templo de Debot, situado a cinco minutos escasos del lugar donde nos encontrábamos, porque a la noche nos sería del todo imposible ya que habíamos quedado con unos amigos para cenar. A la mañana siguiente, cuando terminase el congreso, cogeríamos el coche a toda prisa, porque queríamos dormir en Barcelona aquella misma noche.
A aquella hora, las cuatro menos cuarto aproximadamente, no había demasiada gente caminando por las calles y en los jardines que rodean el templo, concretamente, no había nadie. Se trata de una zona ajardinada abierta, para que destaque el templo desde cualquier ángulo, sin impedimentos visuales. Íbamos charlando de alguna tontería, porque recuerdo que los dos nos reíamos mucho, sobre todo yo que tengo una risa clara y fuerte, cuando de pronto escuchamos una voz clara y suave que decía:
—¡Qué sonrisa más bonita que tenéis! ¡Qué bonito es poder reír!
—Marc y yo nos giramos y vimos una señora mayor, muy mayor, cogida a un bastón para poder caminar, que se encontraba a una distancia de un metro detrás nuestro. Nos la miramos con sorpresa y simpatía al mismo tiempo, y antes que le pudiéramos decir nada, añadió, dirigiéndose a mí:
—¿Crees en Dios? –me preguntó de forma decidida.
—Pues, claro que sí –le contesté, con la natural sorpresa de verte sometida a un interrogatorio de este tipo. Y ella continuó:
—Dios es amor y éste se manifiesta a cada instante en todo aquello que vemos y vivimos, sólo es necesario que nos demos cuenta, como es vuestro caso en que el amor se os