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Señales. Jaume Salinas
Читать онлайн.Название Señales
Год выпуска 0
isbn 9788412332278
Автор произведения Jaume Salinas
Жанр Языкознание
Серия Ginesta
Издательство Bookwire
La mejor manera de desplazarnos era en el tren de Sarrià, concretamente con el que va hacia la avenida del Tibidabo. A media mañana, los trenes, tanto los de esta línea como los del metro, suelen ir medio vacíos, por lo cual suele ser bastante agradable utilizar este medio. Habíamos montado en el tren en Plaça Catalunya y en sólo cuatro paradas (Provença, Gràcia, Plaça Molina y finalmente Pàdua) nos situaba cerca del lugar a donde nos dirigíamos. De camino fuimos hablando del tema que nos ocupaba y de la necesidad de mantener nuestra posición firme de no transigir delante del director de la entidad.
Cinco minutos antes de la hora prevista, es decir, a las once menos cinco, entrábamos por la puerta de la oficina y pedimos, a un chico muy acicalado que nos atendió, por el director, el señor Peris, que ya nos estaba esperando. La reunión fue bastante tensa, pero no es el objeto de esta historia. En resumen, no obstante, al final casi nos salimos con la nuestra, no sin haber dejado casi la piel y muy enfadados, media hora después de haber entrado, es decir, hacia las once y veinticinco.
La cuestión es que nuevamente fuimos hacia el tren de Sarrià, para que nos volviese a llevar a la Plaça Catalunya. El tren tardó un poco, pero durante aquel rato estuvimos dándole vueltas a lo que habíamos estado discutiendo momentos antes. Finalmente cuando llegó el tren, subimos, ya en silencio, si bien seguíamos pensando en el tema, aunque el sofocón iba perdiendo intensidad poco a poco.
En el momento de entrar en la siguiente estación, es decir, Plaça Molina (así lo esperábamos y creíamos) nos dimos cuenta de que estábamos en la de El Putxet, es decir, en la siguiente después de la de Pàdua, en dirección al Tibidabo. Lo primero que pensamos es que a causa del nerviosismo del momento habíamos entrado por el mismo sitio por donde habíamos llegado, que estábamos en el mismo andén y que, lógicamente, nos habíamos equivocado. Así lo comentábamos, en el momento en que se abrieron las puertas del vagón y bajamos del tren. Entonces nos dimos cuenta que estábamos totalmente solos en el tren y que tampoco había nadie en la estación. El tren se fue y aquella sensación de soledad todavía fue más intensa y extraña.
Cuando nos disponíamos a cambiar de andén nos quedamos azorados al ver que estábamos en el correcto, en el que nos había de llevar a Plaça Catalunya, que era nuestro destino. La sensación de escalofrío, y por qué no decirlo también, de inseguridad por estar viviendo una situación incomprensi ble e irracional eran bien palpables. Nos quedamos mudos y blancos, y nos miramos mutuamente con ojos de incredulidad. ¡Si nos hubieran pinchado en aquellos momentos no hubieran sacado ni una gota de sangre! Evidentemente, no cambiamos de andén, porque en el que nos encontrábamos indicaba claramente que era la dirección correcta.
No sé cuánto tiempo pasó, lo cierto es que la espera se hizo eterna. No se oía ningún ruido y aquel silencio, que casi se podía cortar con un cuchillo, hacía que la percepción que teníamos de la atmósfera que nos rodeaba era de irrealidad y que, tarde o temprano, encontraríamos alguna explicación racional, de esta racionalidad que siempre queremos en nuestras vidas, porque nos proporciona seguridad. Finalmente, un nuevo tren entró en la estación y subimos con una prevención que no sabría cómo describir, como si aquello no fuese del todo real. Íbamos otra vez solos, éramos los únicos pasajeros del vagón (no nos fijamos si había alguien más en los otros vagones).
Han sido de los minutos que más ansiedad han producido en mi vida, y seguro que también en la de mi hermana: esperar a ver cuál sería la siguiente parada del tren. A medida que nos acercábamos, algo nos decía en nuestro interior que no le diésemos más vueltas al tema, que aquello no tenía vuelta de hoja y que nunca lo entenderíamos, por lo cual debíamos de aceptar los hechos tal como los habíamos vivido. Efectivamente, minutos después el tren entraba a toda velocidad en la estación de Pàdua. Aquella percepción de silencio desapareció, sobre todo cuando casi una docena de personas subieron al vagón.
Habíamos vuelto al mismo punto de origen sin haber cambiado de andén. Consultamos la hora: eran las once y treinta y cinco, ¡sólo diez minutos más tarde de la hora en que habíamos salido de la oficina bancaria! En aquel corto espacio de tiempo habíamos vivido una gran cantidad de vivencias inexplicables, que llenaban más de media hora, y volvíamos a estar en el punto de partida. Mi hermana y yo nos miramos en silencio. Lejos, muy lejos, quedaba la bronca que tuvimos con el director y algo misterioso y mágico se había abierto paso dentro nuestro.
—No lo entiendo, Marc, pero vale más que no hablemos de ello, porque nadie nos creería nunca –me dijo mi hermana.
—Tienes razón Joana, será mejor que callemos y no le demos más vueltas –le respondí.
—Durante unos meses nuestras vidas siguieron su curso, y aquel hecho fue quedando en el recuerdo, hasta hoy, cuando he abierto el buzón y he encontrado una notificación del banco en que nos decían que han cambiado de director, y que el nuevo nos cita para hablar de unas cuestiones de unos cargos indebidos y no compensados. Tendremos que volver a coger aquel tren y la verdad sea dicha: no me hace ninguna gracia.
Abril 2001
Intercambiador de Moncloa
Aquella tarde de viernes se había complicado mucho y todo lo que José Antonio tenía previsto hacer o bien se había anulado o bien había tenido que posponerlo, pero lo que era seguro es que tenía que estar antes de las ocho de la tarde, como máximo, en el taller donde había dejado el coche, cerca de la Plaza del Sol, para hacerle una revisión rutinaria y cambiarle el aceite, antes de iniciar un largo fin de semana de cinco días, ya que se trataba de los días 1 y 2 de mayo, ambos festivos en la Comunidad de Madrid. Dadas las circunstancias, la mejor forma de moverse por un Madrid enloquecido por el tránsito de un viernes por la tarde es, sin duda, desplazarse en metro.
Eran las siete y cuarenta y siete minutos y todavía se encontraba en el vagón del metro que le había de llevar a la estación de Moncloa, para desde allí hacer el intercambio a la otra línea que le llevaría a la estación de Puerta del Sol, a cinco minutos escasos de su destino.Apesar de que el metro de Madrid tiene un funcionamiento más que aceptable, en cuanto a rapidezyeficacia, entre Moncloa y Puerta del Sol hay cuatro paradas, y si tenemos en cuenta la duración prevista en hacer el trayecto, el tiempo era más que justo para llegar al lugar. En caso de no poder coger el segundo tren, de forma encadenada, el tiempo mínimo de espera era de tres minutos y seguro que ya no llegaría.
Cuando paró el tren en la estación de Moncloa y se abrió la puerta, cerca del túnel que le llevaría hacia la otra línea, José Antonio salió corriendo como un cohete con la esperanza de llegar justo a tiempo al otro tren, porque en aquella estación solía coincidir el horario de los trenes de las dos líneas.
José Antonio se dio cuenta del ruido en aumento del otro tren, señal evidente de que se estaba acercando a la entrada de la estación, por lo cual aceleró el ritmo de su carrera, una carrera de la cual era el ganador, porque los otros pasajeros también interesados en cogerlo todavía se encontraban a una distancia considerable. A unos veinticinco metros del final del túnel, José Antonio vio que el tren acababa de entrar en la estación, por lo cual calculó que tenía el tiempo justo, pero suficiente, para no perderlo si cogía el último vagón, en el que sólo iban cinco o seis personas.
Poco antes de llegar a la esquina del túnel con el andén de la estación, José Antonio se fijó que había un mendigo que estaba de pie, con la espalda apoyada en la pared. Era un hombre todavía joven, de mediana estatura y un poco delgado, de piel oscura como si fuera de raza gitana, pero no tenía sus rasgos, sus ojos eran oscuros y se dio cuenta de que su mirada era penetrante y que le miraba muy fijamente. También vio que había un cartel en el suelo, al lado de sus pies, donde seguramente ponía los motivos por los que se veía forzado a pedir una limosna a los viandantes. Ni se fijó en lo que decía, ya que estaba concentrado en llegar a tiempo de poder subir en el vagón porque las puertas ya estaban abiertas. Justo cuando estaba a su altura, aquel hombre le dijo en voz alta y de forma clara:
—No es bueno coger