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muy bien organizada. Fruto de esta buena organización fue que no tuve ninguna dificultad para encontrar documentos escolares de mi época y en concreto de aquel último curso. Aparecieron listas de alumnas, expedientes de exámenes y algunas fotografías de grupo. En todos aquellos documentos aparecían otras compañeras conmigo, muchas de las cuales no recordaba su nombre ni su cara. Misteriosamente, de Arantxa no apareció nada, ni tan sólo su nombre, la verdad es que no me acordaba de sus apellidos. Tenía la esperanza de que aparecería en alguna de las fotografías, pero tampoco fue posible. Insistí un poco, y la chica que me atendía fue muy amable y sacó otra documentación anterior y posterior a aquel año, pero con el mismo resultado: yo aparecía en la del curso anterior, pero de Arantxa no apareció nada. Parecía como si la tierra se la hubiera tragado. Di las gracias y me marché.

      Una vez en la calle, el corazón me dio un vuelco al mismo tiempo que me venían unas imágenes a la cabeza: la Alameda Recalde y las tías de Arantxa. Cogí un taxi y media hora después, en medio de un tráfico intenso, se paraba delante de una casa que, tal como estaba de abandonada y maltrecha, me costó reconocer como la de las tías de Arantxa. Pero sí que era. El porche, ahora lleno de zarceños, estaba intacto, lo que había sido el jardín de la entrada, ahora estaba totalmente ocupado y devorado por matojos y hierbas de toda clase. La fachada estaba totalmente deshecha a causa del paso del tiempo, las lluvias, tempestades, humedades y, sobre todo, la falta de una necesaria actividad de mantenimiento, habían convertido lo que en otra época era señal de distinción en un objeto arquitectónico desolado. Aquel viejo edificio ruinoso, junto con dos más a su lado, tenía los carteles anunciadores de la próxima construcción de un conjunto residencial de viviendas adosadas ‘de alto standing’.

      Justo delante de aquella casa, sólo cruzar la calle, había otra casa solitaria, pero ésta en perfecto estado de conservación y con gente dentro, ya que se veía la luz encendida en el interior. Tuve el presentimiento de que en aquella casa me podrían dar algún tipo de información útil respecto a lo que estaba buscando. Llamé a la puerta y pocos instantes después un señor mayor, casi viejo, de unos setenta años aproximadamente, me abrió, me miro de forma extraña y me dijo:

      —Usted dirá.

      —Perdone que le moleste. Hace muchos años, cuando tenía unos diez, residí en Bilbao y había venido con una compañera de la escuela a casa de sus tías, era aquella casa de delante, la que está en medio. ¿Por casualidad sabe qué fue de aquellas señoras?, seguramente que hace tiempo que murieron, porque en aquella época ya eran bastante mayores. Lo que me interesa es localizar a su sobrina, la que era mi compañera. ¿Sabe de quién le hablo?

      El hombre todavía me puso una cara más extraña y sin darme ni opción a entrar a su casa me dijo:

      —Me perece que se confunde. Efectivamente, en aquella casa vivieron dos señoras mayores, hermanas solteras tal como usted me dice, pero es del todo imposible que usted las hubiese visto, porque cuando usted nació ya hacía algunos años que habían muerto, poco después del final de la guerra a causa de la tuberculosis, que en cuestión de meses se las llevó al otro barrio. Por cierto, tampoco recuerdo haber visto nunca a ninguna niña como la que usted me describe, porque, por lo que me explicaron mis padres, esas dos señoras tenían un hermano que estaba casado y tenía una hija, pero murieron los tres a causa de un bombardeo de las tropas franquistas, poco antes de su entrada en Bilbao. Lo siento, no la puedo ayudar. Buenas tardes –añadió aquel hombre, al mismo tiempo que cerraba la puerta y yo me quedaba plantada y sin ser capaz de reaccionar.

      Instintivamente abrí el bolso y cogí el monedero. Desde siempre llevaba una pequeña medalla escapulario de la Virgen del Carmen, que en una ocasión me había regalado Arantxa, en una de sus demostraciones de materialización de objetos.

      —Llévala siempre encima. Te traerá suerte y siempre tendrás un recuerdo mío –me dijo el día que me la regaló, con una sonrisa y una mirada especial.

      Junio de 2001

      El abrazo

      Acababa de cumplir los cuarenta y hacía poco que me había separado de mi marido de una forma amistosa, pero no menos dolorosa, tanto material como emocionalmente, a causa de la ruptura de los vínculos afectivos con él y por la carga pesada que suponía tener que enfrentarme, a partir de aquel momento y de forma casi exclusiva, a la responsabilidad de seguir llevando adelante la educación de mis dos hijos, dos chicos de 16 y 18 años, en la plenitud de su juventud. Aparentemente, supieron aceptar la nueva situación y decidieron seguir en casa (mi marido era el que se marchaba), si bien podían ir a casa de su padre siempre que quisieran, porque ninguno de los dos pusimos ninguna clase de limitación. Es preciso decir que el motivo de nuestra separación no fue por causa de malos tratos ni violencias de ninguna clase, ni tampoco que se hubiera interpuesto ninguna tercera persona entre nosotros. Sencillamente, fue un proceso de distanciamiento a causa de una evolución interior de los dos en direcciones opuestas. Antes que la frialdad que se iba instalando poco a poco en nuestra relación se convirtiese en amargura, lo hablamos y analizamos, y decidimos separarnos de mutuo acuerdo. También he de decir que en aquellos momentos yo tenía un trabajo estable, que si bien no me permitía vivir con alegrías, tampoco me faltaba nada. Con mi “ex” acordamos repartir a medias cualquier tipo de gasto que nuestros hijos nos ocasionasen. En aquellos momentos, el aspecto económico no representaba ningún problema en mi nueva situación.

      Pasados unos meses, a medida que mis hijos iban conquistando nuevos espacios de libertad personal, principalmente durante los fines de semana y después casi cada día, nuestra relación se fue deteriorando, porque su insolencia y temeridad fueron ganando terreno en mi ascendente sobre ellos y, de rebote, mi capacidad de imponer mi autoridad. Pero no solamente fue conmigo, con su padre sucedió tres cuartos de lo mismo. Sólo se acordaban de él cuando les hacía falta dinero, cada vez con más asiduidad, para ‘ir de marcha’ y no ‘sentirse menos’ que sus amigos. El hecho es que en poco tiempo su padre los ‘mandó a paseo’ y prácticamente sólo le veían una vez al mes, para ir a comer un día entre semana.

      Los malos hábitos no tardaron en manifestarse: papel de fumar en sus habitaciones; alguna pastilla medio desmenuzada en el bolsillo de un pantalón antes de meterlo en la lavadora; alguna pérdida de la llave del piso, y como consecuencia tener que abrirles la puerta a media tarde de un domingo, después de haberse ido de casa el viernes por la noche, y ver en qué estado llegaban; descuidarse cada vez más en su forma de vestir y no arreglar su habitación; etc. No hubo forma de conseguir ninguna mejora, a pesar de mis consejos, en un principio, y los gritos después, cuando mi paciencia ya se había terminado.

      Para acabar de arreglar las cosas, un mes de setiembre, después de las vacaciones y cuando quise reincorporarme a mi trabajo, éste había desaparecido. Mejor dicho, el dueño había desaparecido, y en el local donde estaba el taller de venta y reparación de bolsos y artículos de viaje, acababan de inaugurar una franquicia de venta de pan y pastas ‘de artesanía’ industrial. Esta vez el golpe fue muy fuerte, porque de pronto mi principal fuente de ingresos quedaba cerrada y con mis ahorros sólo podía vivir seis meses, como máximo. He de añadir que soy hija única y mi madre es una persona mayor y aunque vive sola y está bien de salud, sólo dispone de una escasa pensión de viudedad y las rentas de un pequeño capital que tiene en el banco. Total, miseria y compañía.

      El conjunto de todos estos hechos, encadenados en un plazo de poco menos de dos años, afectaron mi capacidad de hacer frente a las adversidades y un terrible abatimiento se apoderó de mí, porque por primera vez me vi indefensa delante de una situación de la cual no sabía cómo salir.

      He de decir que soy creyente y practicante, a pesar de que algunos aspectos de mi religión son incomprensibles e impracticables, como el hecho de mantener una situación artificial de un matrimonio en el que la base principal, el amor, ha desaparecido. Y a estas alturas de la vida ya no se pueden pedir ni comportamientos heroicos ni sacrificios sin sentido, más cuando las mujeres, poco a poco, nos estamos liberando de nuestra dependencia material de los hombres.

      En aquel momento, cuando la desesperación se estaba apoderando de mí, ya sólo encontraba consuelo en la oración. Una oración que decía casi todos los días a media tarde, en una

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