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      —¿Qué dice?

      No esperó la respuesta, no valía la pena hacer caso de un mendigo, o sea que dejó de prestarle atención y, sin más, reemprendió la carrera hacia el tren, con la mala suerte de contemplar, con impotencia, cómo las puertas del vagón se cerraban y el tren se ponía en marcha hacia la estación de Argüelles, y lo dejaba con un palmo de narices, con todo lo que esto suponía. Maldijo al mendigo y a sí mismo, como causantes de aquella desgracia. En aquellos momentos no sabía qué hacer, si salir a la calle e intentar telefonear al taller y suplicarles que le esperasen, o esperar al siguiente tren e intentar llegar, aunque tarde, pero con la esperanza de que la demora no fuese lo suficientemente importante como para encontrarlo cerrado. Optó por esperar.

      Pasaron más de cinco minutos y el siguiente tren todavía no llegaba ni daba señales de hacerlo. El andén se iba llenando de gente y él de desesperación y de impotencia por la situación. Cuando ya estaba a punto de decidir salir a la calle, porque sólo faltaban dos minutos para las ocho, por los altavoces de la megafonía una voz seca y potente de hombre comunicó a los allí congregados que, por razones técnicas a causa de una avería, la compañía se veía obligada a suspender el servicio. La desesperación se convirtió en rabia, pero contra sí mismo, porque por culpa de haber prestado atención a un deshecho humano como aquel se encontraba en aquella situación. Giró la cabeza con la esperanza de ver a quien le había causado aquella situación, con el deseo de mirarle con odio y menosprecio, pero al mismo tiempo de intentar averiguar qué era lo que le había querido decir con aquella frase enigmática. El caso era que ya no estaba y no lo encontró después cuando volvió a entrar en el túnel para dirigirse a la salida.

      Por suerte, cuando llegó a la calle había una cabina de teléfono que milagrosamente funcionaba y pudo localizar al dueño del taller,el cual a causa del trabajo que todavía tenía acumulado no había podido cerrar a la hora prevista.

      Cuando llegó a su casa, con la satisfacción propia de quien ha superado con éxito un aprieto dificultoso, como era el de haber resuelto el problema del coche y habiendo olvidado el incidente del hombre del túnel, se encontró que su mujer Julia le abría la puerta y le decía:

      —¿No te has enterado? En el metro ha habido un accidente. Entre las estaciones de Moncloa y Argüelles un tren se ha incendiado, y parece ser que han tenido que hospitalizar a los pasajeros del último vagón. Como que empezabas a tardar un poco, me estaba intranquilizando, porque estaba casi segura de que habías cogido el metro.

      José Antonio se quedó helado. Cuando se rehízo de la impresión que la noticia le había producido, le explicó a su mujer lo que le había sucedido, y la suerte que había tenido de no coger aquel tren por haber prestado atención al mendigo.

      Pasados unos días, cuando ya había vuelto de las minivacaciones, José Antonio sintió la necesidad de comprobar quién era aquel hombreycómo podía ser que le hubiera advertido tan oportunamente. Volvió a aquella estación del metroyobservó que no había nadie en la esquina del túnel y el andén. Fue varias veces con el mismo resultado, ninguna señal del hombre, ni en aquel lugar ni en ningún otro del metro. El último día vio que había una pareja de vigilantes de seguridad de la compañía y se dirigió a ellos por si le podían dar alguna indicación de aquel personaje que empezaba a resultar misterioso, porque parecía como si se lo hubiese tragado la tierra. Escucharon calladamente su descripción y cuando acabó, el que parecía ser el responsable le dijo muy educadamente:

      —Señor, siento decírselo, pero creo que se trata de una equivocación. Está totalmente prohibido pedir limosna dentro de las instalaciones de la compañía, especialmente en los túneles de conexión entre las distintas líneas. Además, aquel día en concreto mi compañero y yo estábamos de servicio aquí mismo y a la misma hora que se produjo el accidente, y le podemos asegurar que no había ningún mendigo como el que usted nos describe. Sentimos no poder ayudarle.

      Julio de 2001

      La visita

      Todavía lo recuerdo como si fuese ayer, pero ya hace más de tres años. Iba andando deprisa por el corredor de la planta baja de la empresa donde trabajo, un corredor que tiene unos cien metros de largo y comunica dos edificios, y en el que hay algunos sofás para recibir a las visitas si no se quiere que suban a las oficinas, cuando vi a la señora R. que estaba sentada con su sobrino, que también trabaja en la empresa.

      R. también había trabajado en nuestra empresa durante más de cuarenta años hasta el momento de su jubilación, hecho que se produjo a principios de los años ochenta, poco antes del traslado de la antigua sede central de la empresa a la actual, ubicada en la parte alta de la ciudad y que es donde estamos situados en el momento de los hechos.

      R. y yo habíamos trabajado juntos el tiempo suficiente para conocernos y explicarnos cosas de nuestra vida personal.

      R. era soltera y había centrado todas sus ilusiones en que su sobrino, con quien la vi aquel día, pudiese entrar a trabajar también en la empresa, tanto por el tipo de trabajo como por la estabilidad que representaba aquel puesto y por la buena remuneración que comportaba.

      Todavía recuerdo la alegría que tuvo, y que me manifestó claramente, el día que se confirmó que había conseguido la plaza, después de superar un difícil proceso de selección, al cual se presentaban miles de candidatos.

      El hecho es que desde su jubilación no había vuelto a verla. Su aspecto físico era bueno, muy similar a como la recordaba poco antes de jubilarse, y llevaba un traje chaqueta de color burdeos que le sentaba muy bien. Incluso pensé:

      —¡Caramba con R., parece que para ella no pasa el tiempo! Mi primer impulso fue ir a saludarla, sobre todo después de que me hubiese visto, pero no me reconoció, cosa normal por otro lado, porque la última imagen que debía tener de mí era la de un joven de poco más de treinta años, con bastante pelo en la cabeza, barba y vestimenta propia de los años setenta. Ahora, en cambio, que acabo de cumplir los cincuenta, de mi cabeza ha desaparecido aquella pelambrera, ya no llevo barba y voy trajeado para ir a trabajar. En definitiva, era casi imposible que me reconociera.

      En aquellos momentos tenía mucha prisa porque llegaba tarde a una firma de papeles, una gestión que no me había de ocupar más de diez minutos o un cuarto de hora, por lo cual opté por saludarla a la vuelta, con la creencia de que todavía los encontraría, teniendo en cuenta el cariz afable y distendido de la conversación que parecía que había entre ella y su sobrino.

      No tardé ni los diez minutos inicialmente previstos, cuando estaba ya de vuelta por el mismo lugar donde creía que encontraría tía y sobrino. Lamentablemente ya no estaban y deduje que cada uno había tomado su camino.

      —Lástima –pensé–, con las ganas que tenía de saludarla.

      No me atreví a ponerme en contacto con el sobrino, porque si bien le conocía de vista y referencias, nunca nos habíamos tratado y, en aquella época, trabajábamos en departamentos distintos. No obstante, me prometí que más adelante le llamaría, me daría a conocer y le preguntaría por su tía. El hecho es que los días fueron pasando y me olvidé del tema.

      Desde hace cosa de medio año, mi situación profesional ha cambiado y se ha producido la coincidencia de ser destinado al mismo departamento donde trabaja el sobrino, por lo cual recordé los hechos y le pregunté por su tía:

      —Murió –me respondió.

      —¡Caramba! ¿Cuándo? No debe hacer mucho, ya que hace cosa de tres o cuatro años os vi charlando sentados en un sofá del vestíbulo y estuve a punto de saludarla.

      —¿Cómo? ¿Estás seguro de lo que dices? Mi tía R. murió hace más de diez años.

      —¡Hostia! –exclamé–, pues sí que tengo buena percepción del tiempo transcurrido. ¡Un hecho que ha sucedido hace más de diez años y creo que sólo han pasado tres!

      —Es más –añadió– estoy seguro de que aquí nunca ha venido a verme, porque los últimos años de su vida los pasó en una silla de ruedas, ya que poco después de la jubilación

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