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amistosa que los reciba con los brazos abiertos. La estrechez del mercado de trabajo local y la aversión a las sociedades multiculturales se evidencian a los ojos de los refugiados como las principales barreras para insertarse amigablemente en la sociedad receptora. La discriminación laboral torna a los menos calificados en objetos de explotación, mientras que la xenofobia y el racismo los confina a los extramuros de las metrópolis, y la ausencia de vínculos de amistad y de parentesco los fragiliza a diario, contexto de vida dura que pone en duda aquel propósito fundante de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, según el cual se promete a todas las personas unos derechos económicos, sociales, políticos, culturales y cívicos que sustenten una vida sin miseria y sin temor (Naciones Unidas, 2015, p. vii).

      La segregación residencial confina al grueso de las diásporas a lugares inhóspitos, en los que el miedo latente ocasionado por la posibilidad de la extradición es atenuado por la solidaridad entre personas que afrontan la misma situación de ilegalidad, tal como ocurre en Lavapiés, barrio de Madrid de acogida a la diáspora senegalesa (Barroso, 2018). En la isla de Lampedusa el riesgo de deportación por parte de las autoridades italianas es mayor para los africanos que para los provenientes del Medio Oriente (Oller, 2017), por ejemplo. Los tratos crueles, inhumanos y degradantes que se prescriben en el artículo 5º de la Declaración desde 1948, son los que afloran a diario, quedando la vida en la calle como la alternativa de sobrevivencia de quienes buscan refugio y no gozan de amparo estatal, como tampoco de vínculos amistosos que hagan más llevadera su vida.

      El sentido común sugiere que los habitantes de la calle lo son por ser drogadictos, puesto que allí el acceso y el consumo a los fármacos es tolerado. El uso y el abuso de los psicoactivos que, inevitablemente deteriora su semblante y su conducta, ha reforzado esta idea hasta degradarla en el uso corriente del calificativo “desechable” o “marginal”. Sin embargo, cuando se indaga por las razones de la adicción a las drogas, es una idea surgida de un mal sentido común. Habitar en la calle implica la exposición al hambre, a los vaivenes del clima por estar a la intemperie, especialmente al frío, y a los avatares de la llegada del día y de la noche, además del miedo resultado de las amenazas de muerte provenientes de las “manos negras” de los promotores de la mal llamada “limpieza social”, o de sus compañeros de desgracia.

      Nieto (2011) procuró identificar los principales predictores del nivel de consumo de drogas en el ciclo vital de habitantes de calle de Bogotá, así como las posibles diferencias de consumo entre niños y adolescentes en situación de calle de Bogotá y algunas ciudades de Brasil. Los habitantes de calle tienen características que varían significativamente a través del tiempo y, por ello, la identificación de los predictores de los principales problemas de salud y comportamientos de riesgo que afectan a esta población es muy compleja. La definición de droga ha sido histórica, convencional o institucional. “No existe una fórmula química o una característica física que abarque las diferentes sustancias que hoy en día se consideran drogas, y algunas de ellas, en culturas indígenas o en la antigua Grecia, fueron consideradas como medicinas u objetos rituales” (Nieto, 2011, p. 51). En el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales, todo consumo de sustancias psicoactivas es indicador de la presencia de un cuadro de trastorno mental asociado, mientras que para la Organización Mundial de la Salud el uso nocivo de drogas se define como un patrón de consumo de sustancias psicoactivas que está causando daños a la salud, el cual puede ser físico o mental” (Nieto, 2011, p. 51). Los términos de salud y enfermedad mental están relacionados con una amplia discusión sobre lo que se considera normal y patológico. Nieto concluyó que los habitantes de calle, tanto infantes como adultos, durante su vida en la calle consumen drogas, enfrentan problemas cognitivos y enfermedades mentales como depresión, trastorno bipolar y/o esquizofrenia, y diferentes formas de violencia.

      El tránsito de la noche al día es percibido de manera diferente por los sentidos de los habitantes de la calle, que por quienes gozan del confort de un lugar de habitación confiable, lo que torna irregular la producción de serotonina a la que sobrevienen los estados depresivos. Los pacientes medicados son tratados con ansiolíticos, hipnosedantes y antidepresivos, mientras que los habitantes de la calle se automedican recurriendo a sustitutos con resultados tardíos tales como la somnolencia prolongada a la luz del día, y efectos colaterales como la laceración de la mucosa, el deterioro de las vías respiratorias y la reiteración del estado depresivo posconsumo. El hambre y el frío, así como el dolor, son enfrentados con sustancias inhibitorias de las funciones del sistema nervioso central cuyos efectos son demorados cuando se trata de sustancias que no ingresan al torrente sanguíneo, tales como las sustancias inhaladas y fumadas a las que generalmente recurren los habitantes de la calle por su bajo costo.

      La hostilidad del medioambiente callejero con sus habitantes consuetudinarios que se ha descrito es la que los conduce a la adicción a las sustancias psicoactivas, con cuyo consumo se busca engañar al sistema nervioso central a fin de inhibir los dolores y aflicciones que de ella emanan. Señala Elster (2001, p. 191) al respecto que “la adicción es artificial y no universal; de hecho, es un accidente de la interacción entre el mecanismo de recompensa cerebral, que evolucionó para otros propósitos, y ciertas sustancias químicas”. Añade posteriormente que las facultades cognitivas del adicto se entorpecen y la percepción de la exterioridad se altera, lo que ocasiona que prevalezca sobre su conducta la elección por la excitación y el hedonismo del consumo sobre el rechazo y la tirantez de la gente. Es bastante probable que, en tal estado, las personas sufran alteraciones del cortisol que les acarreen la pérdida de peso y del tono muscular, agotamiento persistente y malestares estomacales, así como otros síntomas asociados al estrés.

      El sometimiento de personas en evidente situación de desamparo y de inferioridad física a la voluntad de terceros organizados, quienes estilan emplear la fuerza o la coacción a fin de lucrarse de tal condición, es un fenómeno de magnitudes crecientes en el que se imbrican los determinantes del desamparo y su expresión más evidente en la actualidad –el éxodo forzado–, con el interés de la delincuencia organizada de diversificar sus mercados. La mercantilización del ser humano desamparado, en inferioridad física o mental, o sugestionable, es una actividad tanto o más lucrativa que cualquier otra actividad ilegal que, sin embargo, entraña un rasgo diferenciador de las demás: la degradación sistemática de la dignidad del ser humano. Los habitantes de la calle son uno de los colectivos más expuestos a la acción mercantilizante de las redes de trata de personas, a cuyo interior se establecen reglas de sometimiento como en el proxenetismo, así como de disciplina en la entrega de los dividendos de la mendicidad o del tráfico de psicoactivos que, cuando se violan, dan lugar a prácticas de escarmiento como el homicidio del transgresor.

      Los habitantes de la calle, también llamados “sin hogar”, no son un fenómeno exclusivo de los países en desarrollo. Cualquier metrópoli mundial lo experimenta con más o menos intensidad, pudiéndose encontrar diferencias en cuanto a su origen social, la estructura etárea, así como en la salud física y de condición mental.

      Nueva York cuenta con una población aproximada de 8.800.000 habitantes. Al iniciar el segundo trimestre de 2018, el registro de personas sin hogar fue de 62.498, de las cuales 15.176 eran familias con 22.801 niños, que dormían en el Sistema de Refugios municipales. En su mayoría son afroamericanos (58%), seguidos por

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