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of the Dream (1949, revisado en 1961), un ensayo autobiográfico de Lillian Smith, constituyó uno de los ataques más devastadores a la cultura sureña por parte de una personalidad blanca. Se publicó cuando muy pocos blancos consideraban la segregación como el principal problema del sur. El libro analiza el concepto y las trágicas consecuencias de la supremacía blanca. El título se refiere a la necesidad de encontrar respuesta a la pregunta de por qué el hombre blanco había construido un sueño tan fabuloso de libertad y dignidad, para intentar aniquilarlo una y otra vez, a la necesidad de denunciar el error moral de juzgar a los individuos por una categoría tan arbitraria como la raza, en vez de la libertad y el mérito individual que habían caracterizado los principios fundacionales de la nación americana.

      En su intento de limpiar la casa del sur, Lillian Smith denunció las tres relaciones traumáticas (descritas como ghost relationships) que nunca se reconocían abiertamente: las relaciones de los hombres blancos con las mujeres negras, las relaciones suprimidas entre los padres blancos y sus hijos negros, y las relaciones entre los niños blancos y sus amas de cría negras (mammies). La primera está directamente relacionada con la convicción de la mujer blanca de que Dios había querido que estuviese privada del placer sexual, con su aceptación cómplice de las loas de sus maridos a la “Sagrada Feminidad”. Según Lillian Smith, el problema de estas mujeres era que permanecieron en sus solitarios pedestales haciendo el papel de estatuas mientras sus maridos buscaban los asuntos importantes en otro lugar (Killers 141). Ese “otro lugar” era el barrio negro del pueblo y “los asuntos importantes” eran las satisfacciones sexuales que los hombres buscaban en las mujeres negras, ya que ellos habían bloqueado los impulsos sexuales en sus puras y castas esposas. Lillian Smith denunció la complicidad de la mujer blanca con este sistema perverso que la separaba de su cuerpo, una separación similar a la existente entre los barrios blancos y los negros de las localidades sureñas. Cuanto más satisfacía sus impulsos sexuales con las mujeres negras, más alto ponía el hombre blanco a su esposa en el pedestal. Y cuanto más alto era el pedestal, menos la disfrutaba, porque las estatuas son solo para mirarlas. La cultura que segrega razas y cuerpos produce mujeres frías y desexualizadas, víctimas de este sistema puritano-patriarcal que castraba psicológicamente a sus mujeres, esclavizadas por la convicción de que el sexo es algo denigrante que caracteriza a la mujer negra, que nunca podrá ocupar el pedestal. Al excluir y segregar a la negritud, los blancos se privan de las poderosas energías vitales que demonizan. Una de las numerosas contradicciones reside en el hecho de que al erotizar a la raza negra se la está cosificando, al mismo tiempo que se desexualiza a la raza blanca. Es así como se victimizan individuos como la chica negra Nonnie en la novela Strange Fruit (1944), de Lillian Smith. Nonnie acaba convertida en objeto de la lujuria del hombre blanco y de la envidia y el odio de las desexualizadas mujeres blancas, rechazadas por sus maridos y novios, que prefieren a las supuestamente hipersexualizadas negras.

      Una de las mejores aportaciones de Lillian Smith al estudio de la sociedad sureña fue su perspicaz análisis de la conexión entre la opresión racial y la sexual, su rechazo tanto de la cultura de la segregación como del papel de la lady sureña. Ningún otro escritor del sur ha sido más explícito y certero en la descripción del cuerpo como espacio de confrontación política: de niña siempre le decían que “parts of your body are segregated areas which you must stay away from and keep others away from. These areas you touch only when necessary. In other words, you cannot associate freely with them any more than you can associate freely with colored children” (Killers 87). Nada más apropiado que la aplicación del lenguaje de la segregación al cuerpo humano. Después de todo, la segregación es una práctica social para controlar los cuerpos, para excluir el cuerpo negro. Incluso en el cuerpo blanco, algunas partes, sobre todo los genitales femeninos, están contaminados por la negritud. El cuerpo femenino es como una casa que hay que mantener impoluta, igual que el sur ha de estar protegido de la contaminación negra. Un famoso pasaje de Killers of the Dream presenta la relación entre la segregación racial y la sexual mediante un paralelismo metafórico entre las partes “segregadas” del cuerpo y los espacios segregados de las localidades sureñas, subrayando así la relación entre el legado de la segregación racial y la represión sexual victoriana. La exploración del cuerpo negro es tan arriesgada como explorar el propio:

      By the time we were five years old we had learned, without hearing the words, that masturbation is wrong and segregation is right, and each had become a dread taboo that must never be broken, for we believed God […] had made the rules concerning not only Him and our parents, but our bodies and Negroes. Therefore when we as small children crept over the race line and ate and played with Negroes or broke other segregation customs known to us, we felt the same dread fear of consequences, the same overwhelming guilt we felt when we crept over the sex line and played with our body. (Killers 83-84)

      El Dios que aprueba la segregación y que infunde el miedo a los negros es el mismo que infunde el miedo a los poderes creativos de nuestro propio cuerpo. La sexualidad es oscura y ha de reprimirse con la misma vehemencia que los negros. Con la inculcación de la idea de que todo lo oscuro y peligroso ha de ser expulsarlo a los márgenes de nuestra existencia, los blancos del sur se convierten en una especie de muñecos rotos, disminuidos por una cultura que suprime no solo la humanidad de los negros sino también esa oscuridad creativa y valiosa de sus propios seres. Por eso para Lillian Smith la integración era mucho más que una estrategia para mejorar las relaciones raciales; era fundamental para restaurar la totalidad del individuo y poner fin a la compartimentación de una cultura que impedía la libre circulación y expresión de energías vitales. La solución no llegaría hasta que los blancos aceptasen la negritud que está en su propio interior. La segregación de los espacios era justamente un intento absurdo de dividir la totalidad de la vida entre dos absolutos irreconciliables: lo blanco y lo negro.

      El daño psicológico infligido a la mujer blanca y a la negra por el rígido control del hombre blanco era devastador. La mujer blanca, por lealtad a su clase social, tenía que negar sus sentimientos e inclinaciones naturales y reprimir su sexualidad. El hombre blanco buscaba en la mujer negra la satisfacción que su mujer no podía darle. La mujer negra cargaba con la responsabilidad de darle al hombre blanco el placer que él no podía exigirle a su “casta” esposa. Y, para más inri, la mujer negra, relacionada con las fuerzas oscuras, y excluida de los parámetros de la virtud y la feminidad, tenía que cargar con la culpa de ser la que tentaba y perjudicaba al hombre blanco, poniendo en peligro la santidad conyugal de la lady blanca.

      La victoria de las sufragistas alcanzada el 26 de agosto de 1920, cuando la decimonovena enmienda constitucional otorgó el voto a la mujer, después de una lucha tenaz y prolongada, sobre todo en un sur tan conservador y empeñado en excluir del voto a negros y mujeres, supuso un cambio profundo para el sur y para toda la nación. Se abrían nuevas posibilidades para la mujer y se ratificaba su capacidad para marcarse y conseguir objetivos políticos. Elizabeth Turner hace un resumen de las razones por las que, según los historiadores, tantos hombres y mujeres del sur se opusieron al voto femenino y el concepto sureño de la mujer se invocó justamente en contra del avance de las propias mujeres: el conservadurismo y el paternalismo tradicionales del sur, en donde los hombres decidían y votaban por las mujeres de su familia; el ideal de la southern lady que comprometería su feminidad al mancharse con el fango de la política; la ausencia de un movimiento feminista poderoso en el sur; el poder de la industria de bebidas alcohólicas cuyos dueños temían que el voto femenino llevaría a la prohibición, y la defensa de los derechos estatales que siempre se consideraban amenazados por la intervención del gobierno federal. Pero, según Turner, la razón fundamental residía en la cuestión racial, y se debía al miedo de los blancos sureños a que el voto de la mujer negra facilitase la elevación de negros a puestos de poder, como había ocurrido durante la traumática Reconstrucción (Turner 128). Incluso muchas sufragistas blancas pedían el voto solo para la mujer blanca, ignorando los derechos de los hombres y mujeres negras del sur. Desgraciadamente, apenas hubo cooperación política entre las mujeres blancas y las negras, debido al miedo de las primeras a que los negros se hiciesen con el poder. Las mujeres afro-americanas se inscribieron en masa para votar, conscientes del nuevo poder que el voto les confería y de la necesidad de utilizar la política para conseguir mejoras sociales, tanto a nivel regional como local. Así, demandaron legislación contra los linchamientos,

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