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contrapuesta a la de quienes dicen o creen defender valores saludables». Por eso hemos visto, tantas veces, autocalificarse a los que se oponen a la plurinacionalidad del Estado como «demócratas» y «constitucionalistas», y si a veces esto ha sido cierto –pienso en algunas posiciones firmes frente a ETA–, en otros casos era un abuso semántico manifiesto y una paradójica muestra de nacionalismo excluyente.

      Béjar a puesto de relieve esta cuestión al distinguir: «En primer lugar, el discurso del nacionalismo español, que llamé españolismo tradicional, que tiene a “España” como referente principal explícito y sostiene un nacionalismo de raíces conservadoras y un concepto cultural de nación. Dicho discurso acepta el término patriotismo y un sentido de pertenencia prioritariamente español, así como la crítica al Estado de las autonomías, sobre todo a su profundización. En segundo lugar, el discurso que llamo neoespañolismo, que entiende a España más como un Estado que como una nación y se engarza con un nacionalismo español de raigambre liberal» y que acepta el estado autonómico.72 En cualquier caso, la suma de ambos modelos cubre un amplio espectro de la ciudadanía y de la opinión pública articulada; posiblemente la crisis y las demandas independentistas catalanas estén alterando la composición interna de esta tendencia, ampliando la base integrista y consiguiendo lo que no obtuvo el terrorismo nacionalista etarra, al que siempre se respondió, desde muchos frentes, que en ausencia de violencia todo era posible, argumento que definía las corrientes más abiertas del españolismo.

      En todo caso esas alteraciones semánticas no pueden considerarse mero fruto aleatorio de coyunturas políticas cambiantes, sino necesarias para el rescate de un nacionalismo español creíble por parte de las derechas políticas, intelectuales y mediáticas:73 es una reconducción hecha de fragmentos, no pocas veces contradictorios, que transita desde la superación de la vergüenza por la herencia franquista –y que explica la ausencia de mensajes renovados en los primeros años de democracia, por temor a ser confundidos con la ultraderecha– hasta los intentos de inserción de los mensajes conservadores en una nación dada por descontada, auténtica en la trivialidad de sus expresiones cotidianas; pasando, queda dicho, por los intentos de apropiación en exclusiva del patriotismo constitucional.

      En todos los casos se aprecia como mecanismo principal, tácito, la existencia de los nacionalismos periféricos pero la negación de un nacionalismo español, central. Y en no pocas ocasiones en estas posiciones se constata una relativa concomitancia con la negativa de la derecha española a asumir políticas públicas de la memoria que situaran en una mejor perspectiva los procesos de nacionalismo franquista y el papel del antifranquismo, también en estos asuntos. Igualmente es digno de resaltar el papel de los discursos sobre las víctimas de ETA, que ha desbordado a los propios aparatos políticos de la derecha y que incluye, seguramente a pesar de muchas de esas víctimas supervivientes, trazas de pensamiento que van más allá de las reivindicaciones concretas para ponerse al servicio de un pensamiento que tiende a imaginar las cuestiones nacionales abiertas en blanco y negro, con buenos y malos, sin matices. En todo ese proceso, los episodios de hegemonía conservadora han tenido también como resultado la asunción de estos discursos por parte de la izquierda, y la asunción por muchos progresistas de un ambiguo jacobinismo, que no deja de denotar, en ocasiones, una profunda ignorancia de la historia, así como una falta de comprensión de movimientos estratégicos de la Transición,74 que, sin embargo, se sigue reivindicando acríticamente en otros aspectos.

      También en esto la crisis socioeconómica explica muchas cosas: la centralización de las mentalidades y su correlato jurídico-político es una reacción ante las incertidumbres capilarmente difundidas.75 Igualmente contribuye a explicar el énfasis independentista76 en Cataluña. Obsérvese que aludo a incertidumbre y no a rechazo, como el que generaba, con toda razón, el terrorismo de raíz nacionalista de ETA. Porque ahora las fuentes de la incertidumbre son otras, externas en gran medida a la propia dialéctica nacionalitaria, aunque con repercusiones innegables en ella: al fin y al cabo, en mitad de todas las tempestades, para los nacionalistas de cualquier estirpe, lo único fijo, lo único a lo que amarrarse, porque es lo único que sobrevivirá, es la nación,77 su nación.

      En esa búsqueda de certidumbre el nacionalismo dominante, esto es, el que mejor puede banalizarse hasta la invisibilidad, es el español, pues es el que mejor dispone de fórmulas supuestamente sencillas para poner orden donde hay desorden, para traer claridad donde todo parece confuso. Y es que, como apunta Juliana: «La sociedad de bajo coste (y de bajos salarios) desdibuja los viejos sentimientos de pertenencia, sin eliminarlos, sin liquidarlos, ni anularlos. Les resta agudeza política. Los exagera en forma de melodrama. Los convierte en un relato más de los muchos que cohabitan en el nuevo entramado social. Los caricaturiza, incluso».78 Es decir: los pone en disposición de ser más triviales. Y en esa deriva el nacionalismo español está especialmente preparado. Sin embargo la aparente simplificación del problema, en realidad, inaugura un nuevo nivel de complejidad, de resultados y horizontes muy inciertos. Ese componente ideológico será esencial para aventurar el futuro del Estado autonómico.79

      Y es que la crisis agota el big bang que supuso la Transición e interpela al conjunto del sistema,80 en especial porque pone en almoneda el pacto social, que, como planteé, tiene un reflejo directo en el espejo de las CC. AA. Ello es también una medida de su éxito: los ciudadanos, cuando más lo necesitan, se dirigen al prestatario habitual, a las instituciones responsables de la salud, la educación o los servicios sociales… para encontrar ahora sus arcas vacías, sus estructuras arruinadas y su imaginación política convertida en escombros, profundamente heridos por unos recortes impuestos por un Estado central contaminado de neoliberalismo y apremiado por el mismo virus instalado en las corrientes de aire de la UE. La preguntas son obvias: ¿cuánto tiempo podrán mantenerse las superestructuras estatutarias si la realidad las vacía de contenido?, ¿podrán resistir al papel de pararrayos que el Estado central les ha impuesto?, ¿cómo afectará esto al precario sistema de lealtades identitarias compartidas que había funcionado relativamente bien en muchos lugares?, ¿cómo será metabolizado por las ideologías conservadores o progresistas en presencia?

      LAS POSIBILIDADES DEL CAMBIO

      La reforma de la Constitución se presenta como la última esperanza de poder reordenar democráticamente este embrollo. Sobre todo si partimos de una consideración fuerte del constitucionalismo, y no de la mera debilidad del oportunismo constitucional. Ruipérez81 ha recordado, siguiendo en parte a Pedro de Vega, que se está operando un fenómeno más que preocupante: los gobernantes apelan al Derecho Constitucional como «criterio legitimador» de la vida pública, pero es una Constitución alejada de los presupuestos históricos y de las bases sociales en las que debería encontrar su fundamento; ello se debe al debilitamiento del principio democrático, que permite eludir el buscar en la democracia el fundamento de las constituciones, para ir a buscarlo en sí mismas y en su condición de grandes programas políticos. De esta manera se sustituye la ideología del constitucionalismo por la ideología de la Constitución: en vez de defender los principios que inspiraron una época histórica marcada por valores de igualdad, libertad y racionalidad, se cambian por la defensa numantina de un texto. Este neodoctrinarismo constitucional se estaría verificando con preocupante exactitud en España y, en concreto, en la materia que nos ocupa.

      Pero esto también requiere matices. Creo que solo será factible una reforma que sea el fruto del consenso más amplio posible. Y no por repetir una mitificación del consenso constituyente de la Transición sino porque solo así se conseguirá que la CE sea un factor de cohesión social –su principal función cultural–y arraigue popularmente –sea cual sea la definición de pueblo/s que elijamos–. Por lo tanto descreo de abrir un proceso constituyente formal y total, o sea, de hacer una nueva Constitución, porque me parece que tal reivindicación pertenece más al ámbito de lo ideológico que de lo político. La conclusión es que prefiero acuerdos sobre puntos –paquetes temáticos– concretos que usar el cambio de la CE como un señuelo imposible de agitación que acabe por provocar mayor desesperanza.

      En ese esquema la única respuesta técnica que se me ocurre es avanzar a un sistema federal que aporte transparencia, equilibrio,

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